Mié 13.08.2003

EL PAíS  › OPINION

La inmobiliaria menemista

› Por Luis Bruschtein

La celda de tres metros por dos y medio es una quincuagésima parte del baño de su petit hotel. El ascenso y caída del menemismo se puede medir en algunos casos por metro cuadrado de superficie habitada. De la austeridad republicana de los principios de una carrera liberal, pasó a los palacios rústicos y ostentosos en la función pública liberal, y de allí al espacio de una celda cuando fueron investigadas las acciones del gobierno liberal. Es la inmobiliaria menemista.
Alvaro Alsogaray se presentaba en los años ‘60 como un hombre austero con un discurso doblemente austero. El discurso no era simpático y el hombre tampoco, pero si alguien quiere imponer una política de austeridad tiene que proyectar también una imagen personal de austeridad. Promover ajustes y flexibilizaciones y al mismo tiempo mostrar en las revistas los palacios recientemente adquiridos es una desfachatez.
María Julia nació en el seno de una familia de militares. Su papá Alvaro llegó a capitán ingeniero y se retiró. Su tío Julio fue teniente general. Don Alvaro se dedicó a los negocios y desarrolló, como funcionario, una de las carreras más impopulares de este país. “El Chancho”, como lo bautizaron sus víctimas, fue ministro de Economía del gobierno que derrocó a Perón, amigo y referente de los generales más conservadores y antiperonistas y eterno candidato a presidente de la ultraminoritaria derecha liberal.
María Julia fue la niña de los ojos de su padre y solía acompañarlo en algunas de sus apariciones públicas. Lo siguió en todo, incluso estudió ingeniería civil después de pasar por el Jesús María y las Esclavas del Sagrado Corazón. Tuvo la misma inteligencia fría y aguda para argumentar y la misma petulancia olímpica para debatir. Pero el menemismo la ablandó. La joven de zapatos bajos, pollera larga y tableada, con apenas maquillaje, que muy de vez en cuando aparecía con su padre, se convirtió en una atractiva y producida mujer, símbolo sexual de una era de mediocridad y frivolidades.
En realidad, el cambio de María Julia no fue un fenómeno estrictamente personal: la vieja guardia espartana y republicana de la derecha liberal había sido seducida en los años ‘70 y ‘80 por el grotesco obvio de Miami, el nuevo paradigma cultural, el de los precios más caros y el más barato de calidad. El liberalismo perdió densidad republicana y se convirtió en una cultura de mercachifles.
Ella fue un emergente de lo que pasó a su alrededor. El nuevo credo era que un liberal que cree en el capitalismo de mercado no tiene motivo para mostrar desprecio por la riqueza. Por el contrario, para ser coherente tiene que exponer su deseo de riqueza y su capacidad para obtenerla, porque es el impulso que motoriza la economía. Por consiguiente, quien posee riqueza la tiene que exhibir y el que más tiene es el mejor liberal, con lo cual –según esa visión– cualquier energúmeno con billetes resulta un patriarca de la comunidad.
Pero una cosa es que los funcionarios enriquezcan al Estado haciendo buenos negocios y otra que se enriquezcan los funcionarios a costa del Estado, como estimula este nuevo credo liberal. Cualquiera podría pensar, entonces, que María Julia es víctima de las circunstancias y quizá por eso entienda tan bien a los represores de la dictadura, ya que es el argumento que ha usado su padre para defenderlos.

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