Mar 11.03.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Premios y castigos

› Por Horacio González *

El primitivismo en materia política nunca deja totalmente defraudados a sus seguidores. Ya las mentes más esclarecidas de los tiempos pasados han constatado la fascinación que ejerce la pena de muerte sobre los conjuntos poblacionales más heterogéneos, en algún caso en las clases o estratos calificados como medios, y en otros casos, en sectores muy relegados de la vida popular. Moralmente entristecedor, este hecho es aprovechado por mistagogos de todo género, haciendo “encuestas” donde obtienen el rebote perfecto del miedo que previamente han impartido desde sus cátedras punitivas, que también es la lógica inherente a los grandes medios de comunicación. “Se legisla a favor del delincuente.” Este formidable enunciado, montículo ancestral que apila todos los prejuicios que ha acumulado la humanidad durante siglos, tiene plena vigencia. Muchas víctimas reales de crímenes y delitos abominables convierten su comprensible aflicción y deseo de justicia en una proclama regresiva que, en su indiscutible dolor, es falsificada por los que piensan que desde las Partidas de Alfonso el Sabio nada nuevo ha ocurrido en materia jurídica, salvo el lombrosismo de los positivistas, que por lo menos resultaban en general grandes escritores.

El punitivismo es una ideología correccional y penitenciaria que ahora se ha colocado en lugar de la política que se inspira en versiones populares de las tradiciones humanísticas. Calificar, morigerar o elevar penas, así, no constituye más una reflexión real sobre el dilema de los códigos penales o civiles, que es el de su coherencia interna y la arbitrariedad con que el sigiloso poder punidor ha introducido sus remiendos. Balancear las penas dejó ya de ser un trabajo con los conceptos jurídicos, para pasar a ser un llamado oscuro a coquetear con la pena de muerte como atributo de un nuevo orden punitivo que se erige como amenaza global en todas las sociedades democráticas, y recluta sus masivos adherentes en un mito que es tan antiguo como el de Poseidón o Palas Atenea; el mito de que gobiernan los victimarios haciéndose pasar por víctimas. En esta circularidad, los poderes democráticos sólo legislarían para salvarse del juez punidor en que se convertiría la sociedad contra ellos. Con la generalización de esta ofuscación se consigue quebrar todo contrato social y toda creencia en que lo justo no es atributo directo de la venganza ni del ojo por ojo, diente por diente. Esta última proposición, siendo barbárica, no deja de ser un indicio de proporcionalidad de la pena, pero su irracional rusticidad, que ahora nos acecha, propone no sólo pasar por encima la tradición republicana ilustrada, un Beccaria, por ejemplo, texto del siglo XVIII, formador de nuestros más destacados jueces y abogados, sino que vuelve a los versículos más tremendos de la ley del Talión.

En los últimos días ha tenido una gran fortuna comunicacional una frase del diputado Massa, que se funda en una calculada astucia que toca el nervio más atrasado y arcaico del colectivo social. “Un código al servicio del delincuente.” Desglosando ese pensamiento, dice en un reportaje en Clarín: “Tenemos una fuerza política que cree en premios y castigos. Son parte de nuestra esencia. Queremos que el que las hace las pague. La gente está espantada de que estén pensando en un código que beneficia a los delincuentes”. Es el breviario que pega un palmazo oprobioso en la mejor legislación argentina, simplemente porque es lo contrario a la fuerza moral de una ley. Lo contrario a la ley es un prejuicio. Cuando el prejuicio se convierte en formador de leyes, la fuerza sombría de la necedad nos gobierna con su haz de prejuicios, esto es, con la incapacidad de pensar sobre sí mismo y reflexionar sobre los fundamentos de la vida en común.

En décadas pasadas, una ciencia social que hoy ya resulta ingenua juzgó estos pensamientos del miedo como propios de la “personalidad autoritaria”. La Argentina ha dado pasos agigantados en ese terreno. Blumberg merece ser reconocido en su sufrimiento legítimo, pero como improvisado legislador arrastró al país a un cono de sombra jurídico. Un paso aún más adelantado fue la publicidad dostoievskiana de De Narváez. “Para cada crimen, un castigo.” Esa frase, sin mayores aclaraciones, nos lleva a la ordalía, el tormento, la inquisición y, nuevamente, al coqueteo con la pena de muerte como forma última del inconsciente colectivo, para citar a Charly García y a Jung, con su corte de cultivadores de la venganza como forma práctica del orden social.

La frase “una fuerza política que cree en premios y castigos” supone una sociedad binaria, heredera de las máscaras fantasmales del Bien y del Mal, ahora administrados desde gabinetes del poder público. Es cierto que un código penal no sólo tiene una faz técnica y frases performativas. Al anularse la reincidencia, por ejemplo, se instalaría un halo simbólico en la letra de la ley de carácter humanista, pues abandonar esa figura supone retirarse definitivamente del período lombrosiano de la legislación penal, que aún dormita con sus arpones en múltiples ergástulas judiciales.

Pero, como mínimo, es el indicio de una discusión madura que tiene su raíz en una concepción del sujeto emancipado y libre, a cuya luz debe verse una penalidad y no a la inversa. Como si el fútbol fuera una derivación de un orden de tarjetas judiciales de distinto color según la infracción, y no éstas la derivación de un juego que no debe ser impedido por la regulación que él mismo ha generado. El penal es una forma del flujo dramático de la realidad inherente al juego, y no un castigo. Siguiendo al diputado Massa, alguien algún día dirá “tengo un equipo de fútbol que cree en premios y castigos”. ¡Ah!, ¡era eso! Sería el fin del fútbol como odisea del acontecimiento inesperado, la famosa “dinámica de lo impensado”, que es la propia vida social en su múltiple realidad. Es lo que ahora se quiere clausurar con frases que son mazazos a la democracia.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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