Sáb 16.08.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Rompecabezas

› Por J. M. Pasquini Durán

Esta semana la historia de los últimos treinta años reapareció en varios episodios que pueden parecer, para cualquier mirada desprevenida, hechos singulares, desvinculados entre sí, aunque en realidad son piezas únicas del mismo rompecabezas. El primero fue la anulación en Diputados, por voto de la mayoría, de las bochornosas leyes de Punto Final y Obediencia Debida que, en su momento, cubrieron con impunidad una serie de crímenes cometidos en la dictadura (1976/83) por el terrorismo de Estado. Falta todavía el pronunciamiento del Senado y, también, de la Corte Suprema, pero ya los expertos, verdaderos o pretendidos, debaten sobre el alcance jurídico de la decisión legislativa. Nadie puede negar, sin embargo, el sentido político de la resolución de Diputados, así sea por oportunismo, que implica, por encima de las especulaciones de circunstancias, la reivindicación de la búsqueda de verdad y justicia, indeclinables banderas de los defensores de los derechos humanos y condiciones necesarias para recuperar la dignidad nacional, ofendida por esos salvoconductos otorgados a los verdugos de miles de argentinos. En esa perspectiva, para no pocos seguidores de Luis Zamora, fue una sorpresa su voto de abstención, apoyado en razones que dieron la sensación de inspirarse en la egolatría antes que en algún valor principista.
Reestablecer el principio de la igualdad ante la ley justifica de sobra la nulidad de esas normas de olvido forzado. Está claro que el acto legislativo conlleva el repudio a los crímenes cometidos, pero vale recordar, además, que el significado de la dictadura no se agota en la pura violencia ni mucho menos en la supuesta “guerra antisubversiva”. La represión salvaje fue usada por algunos grupos económico-financieros para neutralizar cualquier tipo de oposición popular al programa neoliberal de ajuste y exclusión social permanentes. Esos mismos grupos organizaron los “golpes de mercado” para disciplinar a la administración alfonsinista y luego celebraron a Carlos Menem como el príncipe de los mercados y de la avaricia internacional. Entre aquellos celebrantes estaba, en primera fila, el Fondo Monetario Internacional (FMI), cuyos delegados iniciaron en estos días la tradicional ronda de presiones sobre el Gobierno para que firme un acuerdo trienal con las conocidas cláusulas de ajuste fiscal y beneficios privilegiados para los acreedores, los bancos y las privatizadas.
Este es el segundo tema que la historia reinstaló en la actualidad, con el empuje suficiente como para que aparezcan en el interior del Gobierno algunos signos contradictorios, debido a que, sin tener en cuenta la experiencia vivida, todavía hay economistas y políticos más dispuestos a conceder que a confrontar por condiciones que tengan como prioridad la deuda social interna. Hay que registrar, de paso, que el movimiento popular, en especial las fracciones de las víctimas del ajuste y la exclusión, aún no participa con su franca movilización para contrarrestar las presiones internas y externas y para establecer mejores pautas de negociación reafirmando las urgencias por la pobreza y el desempleo. Los políticos y algunos dirigentes sociales parecen demasiado ocupados en los trámites electorales, sin tiempo para intervenir en el expediente de la carta de intención con el FMI. Da la impresión inclusive que algunos de ellos están más preocupados por la futura hegemonía malévola del peronismo alineado con el presidente Kirchner, una hipótesis por ahora, que por las consecuencias de un mal acuerdo.
Los planes sostenidos por el FMI fabricaron pobres a mansalva y también enriquecimientos ilícitos. Rigurosas investigaciones académicas y periodísticas han ofrecido abundantes pruebas sobre la relación directa entre esas políticas públicas y la corrupción, en especial durante la dictadura y luego en la década de los 90. Una favorita de Carlos Menem, María Julia Alsogaray, ganó por propia mano un sitio emblemático de esas relaciones perversas y exhibió con impudicia un patrimonio personal que ningún truco contable pudo disimular. Alsogaray quedó detenida esta semana por orden judicial, imputada en diversas causas de latrocinio, lo que de paso sirvió como recordatorio de una de las derivaciones depravadas de las economías de privilegio y del Estado utilizado para realizar negocios sucios. Al repasar estos hechos de los últimos días, es sencillo visualizar las conexiones interactivas entre ellos. La violación masiva de los derechos humanos, las políticas auspiciadas por el pensamiento único del neoliberalismo, que sigue defendiendo el FMI, y los bolsones de corrupción son porciones de un mismo proceso histórico. Por eso mismo, la chance de un cambio de rumbo suele presentarse tan ardua y compleja, puesto que hace falta actuar en numerosos frentes simultáneos, dado que no se trata de episodios aislados sino de una trama espesa y continua, cuyos personeros siguen ocupando posiciones de poder, dentro y fuera del actual gobierno.
Doña María Julia, por supuesto, no es la única funcionaria que gasta su tiempo en una celda. Hay jefes y oficiales de las Fuerzas Armadas, de Seguridad y otras categorías que alargan cada día el catálogo de los que van perdiendo la impunidad, aunque la nómina está lejos de agotarse. En general, la mayor parte de la opinión pública recibe con beneplácito estas noticias, porque las interpreta como trámites necesarios para depurar la administración del Estado y mejorar la seguridad, además de transparentar las inevitables conexiones entre el Estado, el mercado y la sociedad. No obstante, en algún círculo provocaron resquemor las órdenes de detención para tres jefes de Montoneros –Firmenich, Perdía y Vaca Narvaja–, firmadas por el juez federal Bonadío a raíz de una investigación relacionada con la desaparición y muerte de casi una veintena de miembros de esa organización, bajo la sospecha de conexiones con los represores. Es decir, una “entrega” por motivos desconocidos. Hubo quienes sospecharon de la oportunidad, en un expediente con tres años de antigüedad, como si alguien quisiera “empatar” con la prisión de represores militares, una suerte de reedición por otras vías de la doctrina alfonsinista de los “dos demonios”. Otras sospechas prefieren vincular el asunto con la necesidad de los jueces federales de mostrar una actitud diligente, a fin de eludir la eventual purga que comenzó en la Corte Suprema pero nadie está en condiciones de asegurar que terminará en el mismo nivel, sin avanzar hacia abajo.
Si bien el Poder Judicial, sobre todo en los niveles de los tribunales federales donde actuaban los afamados “jueces de la servilleta” de Corach, merece toda clase de sospechas, en ningún caso esto implica la inmunidad para nadie. Puede ser que sea una decisión oportunista de algunos jueces, pero ¿esto significa que Alsogaray no debería estar en prisión? En un Estado de derecho, con las normas constitucionales en vigencia, vale dilucidar la masacre de quienes entregaron sus vidas por ideales y por disciplina militante. ¿Acaso los jefes sobrevivientes de esa guerrilla van a apelar a la ignorancia, como hacen los cobardes jefes del terrorismo de Estado? La sociedad argentina, y la izquierda en particular, se deben una explicación sobre la experiencia completa de la vía insurreccional, incluida esa llamada “contraofensiva” que motiva esta causa. La tranquilidad para los que se indignan o sospechan descansa en la actuación de abogados de las víctimas que tienen acceso al expediente y que no compartieron nunca antes la teoría de los “dos demonios”, hombres y mujeres de la talla de Ricardo Monner Sans, que se ganó en buena ley el respeto de los organismos de derechos humanos y de toda la gente decente. Otra vez: la igualdad ante la ley no admite excepciones, si se acepta que es un principio de la convivencia democrática.

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