› Por Mario Wainfeld
“¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al ladrón! ¡Al asesino! ¡Al criminal! ¡Justicia, justo Cielo! ¡Estoy perdido! ¡Asesinado! ¡Me han cortado el cuello! ¡Me han robado mi dinero!”
El avaro, de Molière.
El debate y la diversidad de posturas son condición de existencia del sistema democrático y bienvenidos en cuanto tales. Pero la convivencia social presupone un piso, básico y firme, de valores compartidos. Si el respeto a la vida no lo integra y encabeza, atravesamos un seudo regreso al estado de naturaleza. O estamos en el horno, si usted quiere ser coloquial y rondar al nazismo como viene ocurriendo en estos días.
Los linchamientos a supuestos delincuentes distan de ser novedad, son menú diario en la Argentina (ver recuadro aparte). En estas semanas algunos se han hecho tópico. El más terrible fue el que segó la joven vida de David Moreira. Junto a otros, sucedidos en barrios medios-altos de la Capital, atrajeron especial atención. En todos fue factor común la intervención de otros ciudadanos (se subraya “otros”) antes que la policial.
Un haz de polémicas se de- sata, lo que es válido. Condenable y a menudo perverso es el extendido afán de desincriminar a quienes agredieron como patoteros y sin ningún control de sus actos.
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Ni justicia ni mano propia: Demasiados dirigentes políticos husmean en el clima y azuzan la mal llamada “justicia por mano propia”. No es justicia, claro, en una sociedad civilizada. Y no hay “mano propia”, menudo detalle, porque los golpeadores no son usualmente las víctimas del delito “vengado”.
El diputado Sergio Massa dice, a kilómetros de distancia, que “el que las hace las paga”. Su aserto parece general, pero cae sobre el cuerpo de Moreira. Massa selecciona su clientela y discrimina en su discurso: no pide prisión sin excarcelación para los linchadores. No todos los que la hacen deben pagarla, en el imaginario del candidato en campaña.
Massa denuncia “ausencia del Estado” y el simplismo trivial hace escuela, se convierte en slogan de los medios o de comunicadores de poca imaginación o mucho alineamiento. Surge un dato interesante: a diferencia del fenecido Grupo A, Massa les hace algo de agenda a los medios, no sólo los sigue.
El jefe de Gobierno porteño, Mauricio Macri, arropa a los violentos, sus legisladores los cubren en una hipócrita declaración parlamentaria. “Mauricio” acuña una de sus declaraciones familieras: se alegra porque su hija se mudó a Estados Unidos, lejos del peligro nativo. Massa canta retruco: él quiere que sus hijos vivan aquí. La interna de la oposición recién comienza, claro.
El secretario de Seguridad, Sergio Berni, contradice el mensaje específico de la propia presidenta Cristina de Kirchner. Transige con la brutalidad, la vincula con deficiencias de “la Justicia”. En su peculiar versión del Código Penal, el “hartazgo de la gente” suena parecido a un atenuante.
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“Esa es mi gente”: Los medios dominantes doblan la apuesta y se alinean con “la gente” o “los vecinos”. Ayer, en Clarín, el periodista Jorge Lanata llamó “ladrón” a Moreira y habló de su “cómplice” que huyó. Sin embargo, la familia de Moreira niega la comisión del delito y (lo que es lógico, dada la derivación de los hechos) no hay personas que lo atestigüen. Innegablemente, David tenía derecho a seguir viviendo, eventualmente a ser juzgado. Trabajaba y no registraba antecedentes penales, eso es seguro. No nació “ladrón” ni, acaso, lo fue nunca. Lanata, con empatía o piedad, llama “vecinos” a los homicidas.
No se objeta la vinculación de la bronca con la inseguridad. Ni la atribución de responsabilidades al gobierno nacional, los provinciales o el Poder Judicial según la óptica de cada cual. Son ángulos interesantes y pertinentes. Lo que cabe exigir es trazar una línea: la agresión en manada, patear gente (se subraya “gente”) en el piso es delito. Hacerlo de modo desenfrenado, aspirando a matar, es tentativa de homicidio, si es que alguien llega a tiempo para poner coto a la barbarie.
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Los vecinos sensibles de Palermo: Son marcadas las similitudes entre dos linchamientos vividos en la Capital. En ambos se interpusieron hombres para impedir o mitigar un crimen. Un encargado que tuvo su rato de fama y el conocido actor Gerardo Romano. Sus relatos no son los de un abolicionista sino los de personas con respeto a la vida. Romano participó en la persecución y captura de un motochorro. Lo atrapó, luego lo protegió con su cuerpo de la vendetta colectiva.
La secuencia inmediata de dos delitos podría acicatear abordajes complejos, acerca de la relatividad de los roles sociales. El delincuente, pescado en flagrante delito, devino víctima. Testigos presenciales se transformaron de improviso en victimarios, sin frenos inhibitorios ni autocontrol. La mayoría de los comunicadores, demasiados políticos, no se dejan interpelar por esos desafíos. Si topan con algo que tiene muchas facetas, su objetivo recurrente es simplificarlo. Incriminar a un culpable único o a dos como mucho. Sus herramientas son consabidas, vaya si las usaron en estas semanas: los estereotipos, la discriminación clasista, la antipolítica, la demagogia punitiva.
Es claro que puede pensarse en mejores soluciones legales o procesales para esos episodios. Si hubiera más tribunales, si existiera la perspectiva de juzgar al toque delitos no complejos con su autor pescado in fraganti... Son hechos sencillos, con contados testigos que sólo tienen frescos sus recuerdos en los primeros días. Una reforma procesal penal espera su momento, desde hace demasiado tiempo.
Es dudoso que esa solución (práctica y deseable) calmara la vindicta pública, que pide penas descabelladas, para casi cualquier cosa que no sea la brutalidad “ciudadana”. Así y todo, vendría bien capitalizar la experiencia para mejorar algo del contexto legal y procesal.
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Ejemplo y prédicas: El diputado Jorge Rivas fue víctima de un terrible delito, que le dejó secuelas tremendas. Es conocida su prédica ulterior: no cambió un ápice sus convicciones progresistas y garantistas. Pueden haber influido su formación, su militancia y sin duda una integridad personal a toda prueba. Así dicho, podría ser demasiado pedir que cualquier persona del común siguiera su camino. La rabia y la intransigencia pueden coronar un hecho de despojo del patrimonio o una agresión o un crimen sufrido.
Así y todo, opina este cronista, quien hace política o comunica con algún grado de repercusión tiene el deber de no ser complaciente con conductas antisociales e ilícitas, aunque estén expandidas y cuenten con anuencias masivas. Quienes levantan el dedito contra la demagogia, incurren en ella del peor modo.
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Estado, sociedad, medios: Sindicar al Estado ausente como único responsable absuelve a personas de carne y hueso. Es demasiado en una sociedad donde proliferan comportamientos ilegales y se abusa de la violencia. Gente presentable se encoleriza, fundadamente, si se le quita la cartera a una mujer o una anciana. Pero hay que ver cómo las tratan cuando conducen un auto y ellas atraviesan una senda peatonal. Claman por el imperio de la ley, pero quebrantan (más bien se ne fregan en) sencillas y racionales reglas de tránsito. Los motoqueros que laburan son hostigados por taxistas o colectiveros “dueños de la calle”. Muchos mueren o sufren heridas serias, día a día. Comparar estadísticas tiene sus bemoles, pero las pérdidas de vidas por accidentes de tránsito algo dice de la sociedad, de la gente común... y no es edificante.
Los medios propagan imágenes de violencia cotidiana. Pueden pasar 15 veces en una hora una pelea entre dos pibes o pibas del secundario. El morbo predomina sobre el afán de informar. La libertad de prensa se homologa al imperio del minuto a minuto. Detrás del rating, estaría “la gente”. El cronista consulta a un ministro de Educación de una provincia, vapuleado por un episodio de esos. “Me lleva más tiempo contestar reportajes sobre la pelea que ocuparme de la gestión.” El cronista pregunta si son tan habituales como para hacer tendencia, le contesta que no. Pero mejor no lo dirá on the record: los medios lo lapidarían.
No son ejemplos únicos, son muestras: el lector de este diario lo sabe.
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Presiones: El personaje de Molière, citado al comienzo de esta nota, era un avaro grotesco que identificaba su propiedad con su vida. Esa escala de valores está también en debate hoy día.
Volvamos al núcleo. Gentes del común agredieron a víctimas inermes, en doble sentido. Ni el chico Moreira ni los motochorros de Palermo llevaban armas. Ni podían defenderse, porque estaban inconscientes o maniatados.
Un clima de opinión justifica esos ataques y de un modo capcioso se procura absolver o no procesar a sus captores. La reacción escandalizada tras la excarcelación dispuesta por el juez Facundo Cubas a un ladrón-víctima es aleccionadora (ver recuadro aparte). Tronará el escarmiento contra los magistrados que rehúsen hacerse los giles. O sea: que se resistan a impartir justicia de clase. La realidad se complicó, “la gente” delinquió. Es hora de camuflar ese error de la realidad, que contradice prejuicios arraigados.
El fiscal porteño Marcelo Roma parece haber sentido el clamor de la tribuna local. Va enfilando la causa para el lado de las lesiones leves, cuando su encuadre correcto sería tentativa de homicidio calificado. Posiblemente se ahorrará muchos problemas, pero corre el riesgo de no cumplir con su deber.
El cronista escribió días atrás que cualquiera puede matar y citó, un poco al acaso, al protagonista de El extranjero, de Camus. Varios lectores le sugirieron que La naranja mecánica era mejor referencia. Ninguna es estricta porque de una sociedad real hablamos y no de sus mejores rasgos.
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