EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Tiene su aspecto interesante que al cabo de la medida de fuerza concretada por, en esencia, algunos gremios de servicios, no haya sucedido absolutamente nada que no estuviera previsto.
Todo lo ocurrido y dicho, durante y después del jueves, se pudo con larga antelación sin ningún temor a equivocarse. Los resultados de lo acontecido tampoco cambian, ni en un ápice, el escenario global de futuro. Y lo notable es por qué resulta posible que se haya montado semejante expectativa en torno de un hecho previa y finalmente irrelevante, si es por sus alcances políticos profundos. Una explicación, en principio simplota, arroja una punta de la que, sin embargo, conviene tirar. Esfumados el dólar –y los linchamientos– del podio de la escena mediática, el paro cayó como anillo al dedo para mantener la acometida de caciques y tribus opositores. Podría retrucarse que un hecho de estas características, con aspiraciones de huelga general, hubiera sido gran noticia de todos modos. Es cierto, pero también lo es que el parate del jueves –porque fue eso: mucho más un parate circunstancial que un paro macizo con todas las de la ley– se produjo fuera de tiempo concreto. En el arco de fines de enero a fines de marzo (entre la devaluación y el conflicto con los docentes), asomaba un horizonte de congestión generalizada que la realidad se encargó de disolver. El “blue” se quedó de quieto a descendente; entran los dólares de la soja; el Gobierno avanza acuerdos con esos organismos internacionales de testificación financiera que tanto les quitan el sueño a los gurúes de la City; la atracción por los bonos argentinos –y las colocaciones de YPF en particular– muestran al país con pinta de esas Cenicientas emergentes que tanto reclamaba el establishment de consultoras y operadores mediáticos; las paritarias, con todos sus avatares a cuestas, van produciendo resultados acuerdistas; la inflación fue sincerada; el anuncio de que se estudiará el impacto del mínimo no imponible, en los salarios, es oficial. ¿Daba para llamar a un paro general? No: daba para que algunas puntas de lanza, de los medios enfrentados al oficialismo y de algunos gremialistas afectos a lo extorsivo o a la necesidad sectorial de mantener figuración, lo aprovecharan como síntoma del todo negativo.
Una recorrida básica puede ser tan rápida como precisa. Si acaso faltara algo, no parecería que algo le sobra. Se sabía que Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, en tanto sus trascendencias públicas, son los referentes sindicales que mayor rechazo generan en el conjunto de la sociedad. Y que eso incluye a sectores populares en los que “el camionero” es más conocido que “el gastronómico”, debido a la capacidad del gremio de Moyano para influir en áreas sensibles que afectan al grueso comunitario: el transporte colectivo de pasajeros, de sustancias alimentarias, de ganado, de granos, de diarios, de productos de todo tipo; la recolección de basura. Barrionuevo, por el contrario, sólo implica a unos 250 mil trabajadores gastronómicos y está instalado en la memoria y actualidad colectivas, de clase media, como el desiderátum del burócrata sindical corrupto. Los diferencia, si es por buscar algún matiz, que Moyano jugó un papel contestatario durante el sultanato de los ’90, mientras “Luisito” se manifestaba como el “recontraalcahuete” de Menem y avalaba un paradigma de relaciones de producción que llevó al país al infierno de comienzos de siglo. Como quiera que fuere, se sabía que el parate de colectivos, trenes y subtes le daría al paro una dimensión de potencia ficticia, pero potencia al fin (en el caso de los subtes con el agregado de que sólo habría inactividad en la línea B, para que luego no hubiera servicio en ninguna por los actos de intimidación). Se sabía que la foto de los medios de repercusión nacional sería solamente la del desierto callejero en la Capital. Se sabía que el anuncio de piquetes en los accesos a “la Ciudad” generaría un efecto intimidatorio. Se sabía que el paro sería dominguero, porque sus promotores no tienen condiciones ni coraje para sumarle movilización, acto central, arenga unificada: era reposar en que no habría transporte y dormir con tranquilidad en las consecuencias que eso produce. Se sabía que la prensa opositora dejaría de lado el rechazo ideológico, visceral, que les produce el activismo de sindicatos e izquierda –y en particular la imagen aplastantemente negativa de estos convocantes entre las franjas medias– para sumarse entusiasta a la promoción del paro. Se sabía que otro tanto haría el cortejo de dirigentes de la oposición, bajo ese ardid intragable de mostrarse en acuerdo con los reclamos pero no con el método. Se sabía que esa foto de las calles vacías, aunque no hayan adherido ni los bancarios, ni los empleados de comercio, ni los trabajadores de la construcción, ni en las fábricas, acabaría en los titulares de que “el paro se sintió con fuerza” para concluir en que “el Gobierno debe entender el mensaje”. Se sabía que Moyano y Barrionuevo, acerca de quienes no hace falta mucha imaginación que digamos para conocer lo que piensan y dicen de “zurdos y troscos”, habrían de despegarse de los piquetes de sus incomodísimos aliados. Se sabía que los partidos y grupos radicalizados, para fugar de la obviedad de ser funcionales a la derecha, habrían de asegurar que convocaron al paro en contra de la propia burocracia sindical convocante. Se sabía que “la unidad en la acción” sería el atajo (?) para justificar una entente de gremialistas empresarios, izquierda de discurso ultra y la Sociedad Rural. Después de todo, y con la excepción de Moyano porque entonces era un kirchnerista ferviente que ponía a Néstor a la altura de Perón, nada distinto de 2008. Era pronosticable, incluso, que esta alianza esperpéntica podía causar declaraciones desopilantes, como la del piquetero agropecuario Eduardo Buzzi repudiando los piquetes de los rojos, y la del Pollo Sobrero reconociendo que estar cerca de Barrionuevo le revuelve el estómago. Más Pablo Micheli –gracias si puede disimular la insurrección en las bases de ATE– en su reafirmación de que, como este modelo es peor que el menemismo, no tiene otra alternativa que juntarse con menemistas. Como eso tal vez le pareció poco, dijo además que Agustín Tosco y Rodolfo Walsh hubieran parado junto con él, Moyano, Barrionuevo, Buzzi y los estancieros. Esto último es, quizá, lo único que nadie, completamente nadie, podía suponer que llegaría a escuchar.
Hay algunos preceptos ideológicos básicos que son más fuertes –aunque menos espectaculares– que esos desatinos. Por empezar, el que se haga un paro, con pretensiones de masivo, que no apunta a las patronales. Ni siquiera se las nombró al pasar. El paro, en forma expresa, fue exclusivamente contra el Estado. Durante los últimos años, la conflictividad laboral pasa, en su centro, por el sector público. Por las protestas contra el Estado, en su forma nacional, provincial y municipal (ver, entre otros varios aportes, el artículo de Matías Maito, coordinador del Centro de Estudios Laborales, www.estudioslaborales.com.ar, Página/12, del jueves pasado). La problemática de los trabajadores estatales concentra dos tercios de los conflictos, dos tercios de los huelguistas y el 85 por ciento de las jornadas individuales no trabajadas. Muy por el contrario, “en el sector privado, la mayor parte de hechos (de huelga y protesta) continuó desarrollándose en un único lugar de trabajo, y aquellos que tuvieron como protagonistas a toda una rama de actividad siguieron concentrando la mayor cantidad de huelguistas y de jornadas de paro”. Los trabajadores de las ramas de producción son la minoría de quienes conflictúan el mercado laboral. El problema no está en las fábricas, donde no se paró, sino en los laburantes de servicios, que en mayor o menor medida dependen del Estado: en algunos casos de manera directa, como el grueso de los docentes, y en otros porque son gremios que administran obras sociales dependientes del aporte estatal, lo cual es un fondo de los fondos en el que pocos repararon sobre los motivos de esta última medida de fuerza. Si el Gobierno estuviera nutriendo en tiempo y forma las cajas de ciertos sindicatos, y cubriese la deuda con las obras sociales de algunas corporaciones como la de Camioneros, el jueves no había paro alguno. Y la grave situación de los trabajadores en general, del gremio camionero en particular y de los laburantes que no están sindicalizados (que son más de un tercio de la población económicamente activa, y que fueron ignorados en las reivindicaciones del paro), no impiden que Moyano –¿más Barrionuevo?– tenga la plata para ofertar el pago de los sueldos atrasados del plantel de Independiente. Tomemos esto último como un chascarrillo que, en la política grande, no hace al fondo de la cuestión.
Qué cosa más rara un paro general en el que no se menciona a los empresarios, ni a los grupos concentrados de la economía, ni a los formadores de precios, ni a los oligopolios mediáticos que hasta ayer nomás eran el cáncer nacional. Debe ser que uno está fuera de época. Que el enemigo de los trabajadores se domicilia exclusivamente en el Estado. Y que el proletariado deba propender a un anarquismo de derecha, en que la transición hacia la sociedad sin clases es comandada por patronales sindicales y filantropía burguesa. Hasta convencerse de eso, empero, parecería que es mejor pensar de qué manera, con cuáles alianzas sociales, con cuánta convicción, con cuál liderazgo, se las arreglará este proyecto para seguir transformando algo, poco, mucho. Para domar el potro de la inflación, para cargar ajustes en los que más tienen, para insistir en una distribución más pareja de la riqueza.
De seguro, nada de todo eso se conseguirá con quienes llamaron al paro del jueves.
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