EL PAíS › OPINIóN
› Por Daniel Vilá *
Decía Miguel Hernández en su hermoso poema “Elegía”, en el que lloraba la muerte de un amigo: “Tanto dolor se agrupa en mi costado, que por doler, me duele hasta el aliento”. Los que conocimos a Horacio Redondo compartimos la misma congoja ante su temprana muerte. Fue un maestro de los que dejan huella en sus alumnos y con Guillermo Barros, detenido-desaparecido en 1976, fue dirigente de la Asociación Unificadora de Educadores de la Capital Federal, en los primeros ’70.
Ofició de periodista en el reducido pero activo batallón de los que no trafican información ni se postran ante el poder. Ejerció esa hoy desvalorizada profesión en la revista cultural Etcétera, uno de los pequeños mojones de la resistencia cultural a la dictadura cívicomilitar entre 1978 y 1981.
Recuperadas las instituciones democráticas, fue colaborador habitual del semanario El Periodista y luego de Los Periodistas, el quincenario cooperativo que peleó durante dos años contra la estupidez y los designios del mercado para conservar el espíritu pluralista y transformador de la publicación primigenia.
Después fue uno de los más cercanos colaboradores en la Cámara de Diputados de otro maestro con mayúscula, Alfredo Bravo, con quien compartía una ética indestructible. También colaboró con el prestigioso diputado Jorge Rivas y con las publicaciones de la Defensoría del Pueblo, donde lo convocó Oscar González. En los ’90 –pleno auge del neoliberalismo– ya le había puesto el cuerpo a otros proyectos revulsivos como el quincenario Los 70, que pretendía recuperar las utopías de una década transformadora, no para alimentar la nostalgia sino para que se reencarnaran, enriquecidas, en las nuevas generaciones.
Pero El Flaco Horacio fue mucho más que eso, fue el muchacho solidario que les hacía el aguante a las causas que llamamos justas los que seguimos soñando con una sociedad sin explotadores ni explotados, el padre omnipresente y orientador, el que se hacía cargo de los dolores de todos y se criticaba duramente por no ser mejor. Podríamos concluir afirmando que lo vamos a extrañar mucho, pero es mejor huir de los lugares comunes, aunque sean rigurosamente ciertos. Preferimos volver a Hernández y gritar con él: “No perdono a la muerte enamorada, no perdono a la vida desatenta, no perdono a la tierra ni a la nada”.
* Periodista.
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