Lun 28.04.2014

EL PAíS  › LA COMPLICIDAD DE JUECES Y FISCALES CON CRíMENES DEL TERRORISMO DE ESTADO

De eso no se habla en la Justicia

El rol de los funcionarios judiciales en los delitos cometidos en Neuquén, donde hoy se conocerá el fallo sobre los represores.

› Por Irina Hauser

Mientras hacía su alegato contra los represores del centro clandestino La Escuelita, que funcionó en Neuquén durante la dictadura, el fiscal Adrián García Lois fue interrumpido abruptamente por el presidente del tribunal, Leónidas Moldes. “Doctor, se está yendo de tema”, le advirtió. Es algo fuera de lo común que un juez se meta en medio de un alegato, y más aún que lo haga para opinar. Pero a Moldes le salió del alma en el momento en que García Lois empezaba a hablar de algo incómodo para muchos jueces, como es la participación de colegas suyos en el terrorismo de Estado. El fiscal acababa de pedir algo novedoso: que se considere como un “especial agravante” que las víctimas y sus familiares no pudieran contar con ningún amparo judicial cuando buscaban a un desaparecido, denunciaban torturas u homicidios. Para peor, decía el fiscal, los jueces no sólo rechazaban o ignoraban sus pedidos, sino que les imponían las costas, o terminaban investigándolos a ellos en lugar de rastrear a los autores de las detenciones ilegales y los tormentos.

El intríngulis entre el fiscal y el juez ocurrió hace un mes y el duelo verbal puede apreciarse en un video de la audiencia que circula por las redes sociales. Hoy se conocerá en Neuquén el veredicto respecto de los represores. Lo que Moldes anticipó, mientras discutía, es que no va a decidir nada sobre el papel de los jueces, ya que, en términos burocráticos, es tema de otro expediente. El fiscal insistió en que el desamparo judicial padecido por las víctimas cuando sus verdugos eran amparados por los tribunales debía ser un agravante. El juez no quería que hablara más del tema. García Lois se hartó y le reprochó al juez la actitud “corporativa”.

Uno de los grandes avances en las causas sobre los crímenes de la dictadura ha sido la detección de las complicidades civiles y la posibilidad de juzgarla. Han surgido empresarios y jueces, exponentes de dos grandes corporaciones. La diferencia es que a los jueces los juzgan otros jueces, a quienes no les resulta cómodo juzgar a sus pares. Basta que presenten excusaciones por amistad, afinidad o simple solidaridad, para que comiencen a complicar o demorar los procesos penales.

El caso del juez suspendido Pedro Hooft, de Mar del Plata, es uno de los paradigmáticos. Logró que se apartaran cinco jueces de investigarlo, denunció a los fiscales y eludió cinco indagatorias. Hoy se define su juicio político (ver aparte). En Mendoza los jueces acusados por delitos de lesa humanidad testearon todo tipo de alianzas para eludir o dilatar el enjuiciamiento. En pleno juicio penal, prueban otras estrategias, que incluyen actuar como abogados de sí mismos –como pidió Otilio Romano– para interrogar a sus propias víctimas.

Pedido de indagatorias

Mientras analizaba los hechos del centro clandestino La Escuelita, García Lois pudo apreciar cómo actuaban ciertos jueces en dictadura e hizo una denuncia analizando 53 casos de secuestros, desapariciones y torturas apañados o ignorados desde los tribunales. En diciembre último le pidió al juez Gustavo Villanueva que citara a indagatoria a jueces, fiscales y defensores. Todavía no hubo respuesta por sí o no.

La historia del ex juez federal Pedro Laurentino Duarte ilustra la conexión entre la Justicia y las Fuerzas Armadas. Duarte era auditor del Cuerpo Profesional del Ejército y en 1967 se incorporó al Comando de Brigada de Infantería de Montaña VI, donde llegó al grado de mayor. Era el mismo comando que luego manejó la represión ilegal en la zona y de él dependía La Escuelita. El 8 de julio de 1976, Duarte fue nombrado juez federal en Neuquén. Para ponerse la toga, pidió el retiro, pero no la baja (lo haría en 1982) “a fin de conservar –según justificó– un vínculo espiritual con el Ejército”. Según García Lois, el lazo era más que espiritual, ya que Duarte seguía firmando calificaciones como auditor.

Duarte llegó para reemplazar al juez Carlos Arias, cesanteado por los militares. Junto con Arias fue expulsada una defensora de pobres y ausentes, María Beatriz Cozzi, quien al regreso de la democracia inició una demanda por su cesantía y denunció la relación estrecha entre Duarte y el jefe de Brigada José Luis Sexton, y su colaboración con el terrorismo de Estado. El ex juez, dice García Lois, rechazaba hábeas corpus, les imponía costas a los familiares y víctimas, o los investigaba, además de ignorar denuncias de torturas.

Un caso simbólico por el que García Lois pide indagar a Duarte y también a un fiscal, Víctor Ortiz, y una defensora, María Esther Borghelli de Poma, es el de la detención de Onofre Rosendo Mellado, un empleado de un juzgado de paz que militaba en la JP, sumariado por su postura “contraria a los militares”. Una tarde de 1979 fue a buscar a su hijo Martín, de 7 años, a la escuela y terminó detenido con el niño. En la comisaría de Plottier fue torturado, lo colgaron de un árbol con las esposas puestas y lo sometieron a simulacros de fusilamiento. Lo interrogaron sobre el Partido Comunista y sobre el juez Arias. En las sesiones de tortura solía aparecer alguien a quien le decían “doctor”: el fiscal Ortiz. Mellado denunció las torturas ante Duarte, quien no investigó.

García Lois quiere indagar también al ex juez Dardo Ismael Sosa y al ex fiscal Leopoldo Fuentes. Ambos sospechados por su actuación en la denuncia por la desaparición de Juan Marcos Herman. Los padres del joven, que tenía 22 años en 1977, cuando fue secuestrado en Bariloche, iniciaron una causa y aportaron evidencias, pero la investigación omitió –según la acusación fiscal– cuestiones básicas. En cambio, apuntó a la vida política del chico y su militancia en la agrupación Tendencia Estudiantil Revolucionaria y Socialista.

Otra forma de persecución en dictadura se tejía generando causas penales vinculadas con la actividad económica. José Luis Albanessi era un cooperativista y productor frutícola de 58 años. La policía lo dio por sospechoso de una serie de incendios en galpones de la cooperativa La Colmena, donde trabajaba. Pese a que en una declaración inicial afirmó desconocer el origen del incendio, la policía dijo que asumió la responsabilidad. Lo citaron a declarar y quedó detenido e incomunicado en la comisaría de Cipolletti el 23 de abril de 1977. El Ejército lo trasladó a La Escuelita, donde murió en la tortura. El juzgado que tramitaba la causa de los incendios estaba cargo de Mirta Fava, y luego de Cecilio Pagano. La policía le informó al juzgado la muerte con dos fechas distintas (27 y 30 de abril). El fallecimiento no estaba asentado en el acta de defunciones del Registro Civil. En el expediente –según la pesquisa actual– nunca hubo un protocolo de autopsia, sino que uno de los acusados de La Escuelita presentó años después una suerte de certificado que decía que había muerto por causas naturales. Los jueces pasaron por alto las incongruencias y hay una causa en marcha por el homicidio del cooperativista.

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