EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
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› Por J. M. Pasquini Durán
No dijo más que generalidades ya conocidas durante los cuarenta y tres minutos que dedicó el presidente Eduardo Duhalde a leer su mensaje de inauguración del 120 período de sesiones ordinarias del Congreso nacional. Transcribió casi dos carillas de la introducción al texto titulado “Construir la transición” que la “Mesa del Diálogo Argentino” le entregó el día anterior, pero omitió con prolijidad las proposiciones concretas del mismo documento. Por ejemplo: a) universalizar las prestaciones por desempleo y ampliar la cobertura del seguro de desempleo; b) abolir las jubilaciones de privilegio; c) imponer a toda empresa que reciba beneficios directos o indirectos del Estado a “ofrecer como contrapartida el mantenimiento del nivel de empleo y el ‘blanqueo’ integral de los trabajadores de esa unidad productiva”; d) “boleto escolar para alumnos y docentes”; e) tarifas especiales para las escuelas en la provisión de energía eléctrica, gas, agua y teléfonos; f) disponibilidad “al valor de costo de los alimentos para la dieta básica que consumen los comedores escolares”. Como lo dicen los párrafos introductorios de la Mesa, “desarmar una sociedad cargada de desconfianzas justificadas requiere actos concretos, aportes y renunciamientos, por lo cual nos une la inclaudicable tarea de abolir privilegios y prebendas” [...] “La falta de asunción de la propia responsabilidad, mayúscula en el caso de la dirigencia, conduce a la culpabilización del otro sin una paralela consideración de las propias falencias”. Duhalde los repitió sin darse por aludido.
No tuvo una sola mención para la educación en el país, aunque cualquiera sabe que el conocimiento es hoy la materia prima de todo desarrollo sustentable, ni siquiera porque el lunes comienzan las clases, excepto en los distritos donde hay conflictos vigentes, y el 14 habrá paro nacional de maestros. De manera que para juzgar la gestión del gobierno hay que buscar en otros datos aquello que el mensaje presidencial disimuló en retórica atemporal. Una de las fuentes posibles es el presupuesto para el año en curso que recibió media sanción de Diputados pocas horas antes de la Asamblea Legislativa. Lo mismo que el nuevo acuerdo de coparticipación federal con las provincias, negociado en los días anteriores, el presupuesto es un documento legal que reclamaba el Tesoro norteamericano y el Fondo Monetario Internacional (FMI) como condición previa para sentarse a pensar en el futuro. Una buena síntesis de las opiniones críticas sobre las cuentas oficiales la había anticipado el economista Claudio Lozano de la CTA: “El Presupuesto que el Ejecutivo enviara al Parlamento tiene tres contenidos básicos que deben ser destacados. En primer término mantiene el sesgo de injusticia propio de las estrategias fiscales de los últimos tiempos, renuncia a transformar la política fiscal en un instrumento de carácter expansivo y, por lo tanto, contracíclico frente al cuadro de depresión económica reinante (o sea es recesivo), y además tiene demasiados supuestos irreales, lo cual determina el carácter trucho del esquema presentado”.
Según el vocero presidencial, que a veces parece más bien el lenguaraz, el Presidente no se entretuvo en los detalles de la gestión porque prefirió discurrir acerca del rumbo general. De tan general que era, el propio Duhalde se vio impelido a subrayar que los propósitos enunciados excedían el período de la transición. El calendario para la devolución de los depósitos incautados por los bancos (tema que tampoco mereció consideración especial en el mensaje) también excede el mismo período, pero eso no detuvo a sus programadores gubernamentales. Error básico para quien asumió el compromiso de renunciar sin falta a la transición y que, por eso, no tiene el derecho ni el deber de comprometer a la gestión que lo suceda. Hay tanta demanda urgente para meter mano que las predicciones genéricas, así fueran acertadas, decepcionan a quienes sufren la cotidianidad. Más que rasgos de planificador, el Gobierno expone carencias para cambiar el rumbo de sus predecesores, tal como lo promete en cada ocasión que se le presenta. Discursos como el de ayer dejan la sensación que “el modelo” de los años 90, aun agotado y ajeno al bien común, sigue marcando el ritmo. Para colmo, la plaza de apoyo fue escasa, tomando en cuenta que en su convocatoria estaba comprometido el mayor aparato partidario del país, con todo el bagaje de usos, costumbres y recursos, además de una clientela cautiva de la manipulación de subsidios.
Sobre esas debilidades, y la insatisfacción generalizada, trabaja la derecha que quiere que éste u otro gobernante asuma la totalidad del poder público, a la manera de Fujimori en el Perú, para impedir la “anarquía social”, o sea para demonizar primero y después, por la fuerza, desmontar las expresiones de la protesta popular. Las versiones que agitan el espectro de un golpe de mano militar apuntan en la misma dirección: amedrentar con la amenaza de inminentes castigos inenarrables y violencias irracionales, de modo que el miedo imponga el deseo de orden por encima de cualquier otra demanda social. Aunque algún banquero o militar cayera en la delirante pretensión de retroceder la historia en un cuarto de siglo, ninguna aventura de ese tipo puede funcionar sin un razonable consentimiento previo en la sociedad. No hay, hasta este momento, ninguna encuesta o cualquier otro dato de ningún tipo, que permita siquiera sospechar alguna simpatía hacia ese lado nefasto. Por el contrario, el carácter pacífico del cacerolazo y aún del corte de calles y rutas, y la demanda de renuncia de la Corte Suprema indican apego a las formas democráticas, o a su rescate de la corrosión impuesta por privilegios, impunidades y violaciones de la palabra empeñada. A pesar de lo cual, hay presuntos demócratas que, obnubilados por sus mezquinas ambiciones, están dispuestos a ponerle altoparlantes a la propaganda de la derecha, algunos porque no soportan que los vecinos alborotados los maltraten y, eventualmente, los obliguen a retirarse de la vida pública, y otros porque quieren elecciones ahora, cuando el movimiento popular no tiene candidatos fijos y un zapallazo lo puede dar cualquiera, sobre todo entre los rivales peronistas de Duhalde.
Ese mismo movimiento popular debe asumir sin vacilaciones la defensa de la democracia –entendida como la suma de justicia y libertad–, porque además hasta ahora Argentina vivió más la formalidad que la sustancia de un sistema de ese tipo. Dicho de otro modo, hay que salvar a la democracia nacional de su propio fracaso como el instrumento idóneo para salvaguardar el bienestar general. ¿Por qué no dejarla caer? Hay una razón tan sencilla como contundente: por ahora, la derecha retrógrada tiene más fuerza que los demás si se abre la posibilidad de pujar por un régimen sustituto. Por algo, los conservadores se encuentran casi siempre incómodos con la democracia, temen al ejercicio masivo de los derechos ciudadanos y se sienten amenazados por la idea de la igualdad ante la ley. Al mirar hacia atrás no caben las dudas: el peor gobierno fue la dictadura del terrorismo de Estado y la corrupción se alimentó de las proscripciones partidarias, como las que sufrieron el peronismo y la izquierda, que impidieron la renovación política que hoy la ciudadanía reclama al compás de las cacerolas. La libertad y la convivencia sin discriminaciones son las únicas condiciones que abren la posibilidad de construir un futuro distinto y mejor. Que los autoritarios, los mesiánicos, los predestinados y los charlatanes, sean de derecha o de izquierda, que se vayan a versear a otra parte.