Sáb 30.08.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Hipótesis

› Por J. M. Pasquini Durán

Los menemistas, igual que otras vertientes del tradicional aparato partidario, sostienen que la única transversalidad posible es la que se encuentra dentro de los límites de ese partido, puesto que, dicen, “tenemos izquierda, centro y derecha, somos autosuficientes”. El argumento critica al presidente Néstor Kirchner por su búsqueda de aliados por dentro y por fuera del peronismo, y su jefe de Gabinete, Alberto Fernández, criticó la tesis de la autosuficiencia calificándola de “soberbia”. En verdad, ambas razones corresponden con la lógica de cada uno. El viejo aparato peronista no está en capacidad de salir sin riesgos de sus antiguos nichos, debido a que ellos son uno de los directos afectados por la crisis de legitimidad de las representaciones partidarias. Sobreviven amparados en la camiseta entre los sectores más postergados de la sociedad y aún así, como ocurre en la ciudad de Buenos Aires, tienen que ocultarse detrás de un candidato que parezca ajeno a la vieja política y sin fuerza propia.
Por su parte, el Presidente necesita construir un poder propio y no lo encontrará si se reduce a buscarlo en las filas peronistas, ya que terminaría encallado en el arenal de ese partido. En el mejor de los casos reeditaría el unicato de Carlos Menem, sin respeto por las reglas democráticas y la división de poderes que manda la Constitución. Si cediera a esa tentación, al día siguiente tendría una interna feroz entre los que disputarían hoy su porción de poder y mañana la sucesión para el 2007. A eso, hay que agregarle también, entre los deseos presidenciales, la promoción de los menos malos y de algunos buenos para alentar la reconciliación de la política con los ciudadanos. Es una de las vías indispensables para recuperar capacidad de decisión de las manos de los grupos económicos que la privatizaron en los años 90, reduciendo al Estado a sus apariencias, un cascarón vacío.
Además de las críticas de la derecha peronista, el Presidente es el blanco de una campaña de desprestigio de la derecha neoliberal, que lo acusa de autoritarismo por el enérgico ejercicio del principio de autoridad. Para desacreditar semejante cargo bastaría con recordar cómo celebraban esos mismos sectores los actos de Menem, que gobernó por decreto y subordinó a los otros dos poderes al verticalismo personal del Poder Ejecutivo. Este juicio de los conservadores se combina con otro que le adjudica un sesgo ideológico de izquierda setentista. Menem rechazaba a sus críticos porque “se quedaron en el ‘45” y ahora es Kirchner el que se habría quedado en los ‘70, sólo porque respalda los postulados de verdad y justicia contra los corruptos y los violadores de los derechos humanos. Bastó, sin embargo, que el Congreso anulara las leyes del olvido para que el gobierno español dejara en suspenso el pedido de extradición, a la espera de que los tribunales de Argentina cumplan con sus deberes. Es una forma de reconocer que este país está saliendo del cono de sombras de la sórdida impunidad.
Esta prédica político-ideológica antigubernamental tiene el respaldo, por supuesto, de los grupos económicos y financieros que multiplicaron sus rentas con cada carta de intención que rubricaron las autoridades nacionales con el Fondo Monetario Internacional (FMI). Por ahora, el Gobierno trata de mantener el perfil bajo durante la negociación y bajo reserva los acuerdos que está dispuesto a conceder en este momento especial, cuyas prioridades han ubicado a la pobreza y el desempleo por encima de los intereses de los acreedores, bancos y privatizadas. De momento, alborota más por estas cuestiones el centro derecha que el centro izquierda, exceptuando algunas manifestaciones aisladas. Eso no quiere decir que ninguna de estas partes aceptará el acuerdo, cualquiera que sea, a libro cerrado, pero más allá de estas divisiones ideológicas, elGobierno tendrá que hacer su máximo esfuerzo para no perder los extraordinarios porcentajes de adhesión popular a la gestión presidencial, según los registros de las encuestas.
Ese nivel de adhesión, claro está, no se traslada en forma mecánica para favorecer a los candidatos que reciben el apoyo directo del Presidente. Es obvio que el centro derecha, incluidas las fracciones de ese cuño con posiciones de poder en el peronismo, apuestan sus recursos a debilitar la autoridad y la influencia de Kirchner. Sus motivos están claros. Por otra parte, el centro izquierda está bien dispuesto hacia el Presidente, pero no siempre tiene la misma actitud hacia cualquier candidato local, por muchas bendiciones que le prodigue la Casa Rosada. Además, en esta corriente hay cierto grado de desconfianza, influidos tal vez por otras experiencias que terminaron defraudando las expectativas públicas. La primera sensación, en el escaso tiempo de gestión, fue de agradable sorpresa, porque no eran muchos los que esperaban un compromiso tan firme con algunos enunciados que habían hecho nido en el sentimiento predominante de la ciudadanía, pero tampoco es abundante el número de los que aún hoy están seguros que no pueda haber una inflexión decepcionante en el próximo futuro.
Del mismo modo, algunas opiniones de cierto peso en el centro izquierda están reflexionando acerca de la intención de Kirchner, presumida por el momento, de acumular poder con la intención última de construir una fuerza hegemónica o, cuando menos, predominante que se devore a sus aliados y pretenda atornillarse en el Ejecutivo. Aunque la desconfianza no tiene más fundamento que un ejercicio de hipótesis, matizado con algún rasgo de antiperonismo, retiene sin duda el énfasis militante de los que prefieren dudar antes que decepcionarse. Todas estas prevenciones, de un lado y del otro, han influido en las recientes elecciones porteñas y pueden gravitar en la segunda vuelta. Pesan, además, los distintos grados de conformidad con la tarea cumplida por la administración de Aníbal Ibarra, pero los datos que puede analizar cualquier observador indican que el peso nacional es mayor que las apreciaciones locales. La opinión en buena parte de las clases altas asimiló los argumentos macartistas de los publicistas conservadores y en las clases más desamparadas –las dos fuentes del respaldo que recibió Mauricio Macri– sigue cazando votos el clientelismo de los punteros tradicionales.
Todo aquel que esté dispuesto a nacionalizar el sentido último de la segunda vuelta porteña, es obvio que al votar pondrá en juicio la confianza que cada uno está dispuesto a depositar en el Presidente, más que en Ibarra mismo. Los que miran la opción desde el punto de vista estrictamente metropolitano, deberían revisar otra vez la lista de candidatos que acompañan a Macri, donde encontrarán a figuras que ya fueron parte de gobiernos desastrosos en los años pasados. Sin contar que el propio candidato es el resultado de una época de depredadores que amasaron fortunas, mientras la mayoría de la población se hundía en la decadencia de las injusticias más crueles. No se trata de responsabilizarlo por los negocios del padre, ya que hasta hace poco tiempo el candidato era ejecutivo de alto rango y accionista en la corporación que manejaba las empresas de la familia.
Ibarra, por su lado, no está solo. Lo acompañan respaldos concurrentes, que van desde el ARI de Elisa Carrió hasta notorios miembros de la conducción nacional de la CTA. Resulta difícil pensar que ese arco de compromisos sea una vulgar componenda electoral, donde esas entidades pongan en riesgo trayectorias que les dieron prestigio y resonancia en sus respectivos territorios. Aunque la abstención parezca una actitud alternativa o contestataria, en realidad es una manera de evitar las reglas de juego de la democracia, que ofrece con el voto la oportunidad a cada ciudadano de influir en los asuntos públicos. Por los motivos yaenunciados, en esta oportunidad en especial esa posibilidad de influencia tendrá repercusión más allá de una decisión comunal. Cuando recrudecen las tensiones, la indiferencia es la peor decisión, aunque sea la más fácil y tal vez la más segura para evitar críticas futuras por la responsabilidad que hoy se asuma. Es como la virginidad tardía: ¿vale la pena seguir esperando?

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