EL PAíS › OPINIóN
› Por Mario Rapoport *
El caso de la Argentina es presentado internacionalmente en Estados Unidos y algunos países europeos como si el victimario fuera nuestro país y la víctima los pobres fondos buitre, a los que no se les quieren pagar sus acreencias. Esto se agravaría, en palabras del aparentemente temible juez Griesa, por el hecho de que el gobierno argentino no respeta el sistema jurídico norteamericano, como si éste fuera garantía de algo más que la defensa de unos especuladores cuyas ganancias no se derivan de la economía de mercado sino de sus acciones ante el aparato judicial. Todo ello surge leyendo un duro artículo que The Washington Post publicó recientemente, y resumió el diario La Nación, donde se señala que la Argentina sabía en lo que se estaba metiendo cuando vendió sus bonos, que incluyen una renuncia a su inmunidad soberana. Por lo tanto, que asuma sus propios actos. ¿Pero los de quién? Aquí el artículo apunta a un blanco equivocado.
Debemos recordar que el actual endeudamiento argentino comenzó con una dictadura militar que impuso el terrorismo de Estado, causando miles de víctimas, al tiempo que en su economía aceptaba tomar deuda en el país del Norte bajo la jurisdicción estadounidense, violando así principios soberanos sostenidos desde fines del siglo XIX por las doctrinas Calvo y Drago. Las políticas neoliberales profundizadas por los gobiernos de Menem y De la Rúa, y apoyadas por Washington y los organismos financieros internacionales, tuvieron por base la primacía del endeudamiento externo y la aceptación de las reglas del juego del neoliberalismo establecidas por la dictadura militar. Es extraño así que se señale como principal culpable al populismo del actual gobierno, que trataría de vivir por encima de sus propios medios, cuando en realidad ese gobierno hizo todo lo posible por pagar deudas producto de una pesada herencia del pasado.
Por otra parte, el mismo artículo compara la Argentina con Detroit, ciudad norteamericana económicamente en quiebra, con un cinismo notorio, porque es bien sabido que la ley de ese país protege en su legislación a los estados o ciudades que caen en default, mientras que no existe una ley de quiebras a nivel internacional. La sola comparación posible llevaría, en cambio, a una conclusión inversa a la que propone el artículo: es la Argentina la que resultaría víctima de un sistema perverso, donde la soberanía de los países no se tiene en cuenta. Y resulta clara la responsabilidad histórica del gobierno de Washington en este sentido, cuando desde principios del siglo XX intervino militarmente en varias ocasiones en el territorio de sus “vecinos latinoamericanos” para cobrar sus deudas (recordemos el corolario Roosevelt de la doctrina Monroe, que inauguró la política del gran garrote para castigar a los países incumplidores de su patio trasero).
The Washington Post no habla en ningún momento de las irresponsables empresas, bancos y fondos de inversión de su país que produjeron la gran crisis del 2007/ 2008, con la caída de uno de los más grandes exponentes del mercado financiero norteamericano, Lehman Brothers, y el legado de millones de víctimas entre deudores individuales e institucionales. Quizá no resulta casual que Jay Newman, un ex empleado de esa compañía, haya recomendado a Elliott, el fondo buitre que nos acosa, ya acostumbrado a turbios manejos parecidos dentro del territorio norteamericano, ganando luego juicios que le permitieron elevar más adelante el precio de sus títulos o acciones y obtener enormes ganancias, intentar iguales métodos con las deudas de países soberanos, como en el caso del Perú, en 1995.
El negocio no era, como el posterior de la Argentina, apostar a un alza de los bonos con los riesgos subsiguientes de cualquier inversión, sino obtener un beneficio seguro apelando a un aparato político y judicial al cual Paul Singer, el dueño de Elliott, está íntimamente ligado como lobbysta y financista de campañas electorales del partido republicano. Esto representaba en verdad una violación a la sección 489 de la ley del poder judicial de Nueva York, que considera “ilícita la compra de deuda o documentos de créditos vencidos con la intención de interponer una acción judicial contra la misma”. Invocando ese principio, la demanda de los fondos Elliott contra la República del Perú fue en aquel entonces desestimada por un juez de primera instancia con argumentos absolutamente contrarios a los de Griesa. Pero, sentando un precedente funesto, su sentencia resultó apelada y anulada en segunda instancia por una nueva demanda de Elliott, que puso en juego todas sus influencias.
El artículo citado tampoco menciona el caso bien notorio de Alemania, un país que después de provocar la Segunda Guerra Mundial y producir el Holocausto de millones de judíos, se vio favorecido en 1953, sólo ocho años después de terminado el conflicto bélico, por la condonación del grueso de su deudas e indemnizaciones económicas impuestas por los vencedores. De hecho, lo mismo había sucedido anteriormente, luego de la Primera Guerra, cuando el endeudamiento alemán, financiado por Estados Unidos y tan criticado por Keynes, no impidió la llegada de Hitler al poder, con el incumplimiento ya total del Tratado de Versalles y el sonido de nuevos tambores de guerra. Se sabe bien que durante el siglo XX Alemania fue el país que más se ha negado a pagar sus deudas.
The Washington Post no llamaría, sin embargo, a los gobiernos alemanes posbélicos, que predicaban la economía popular de mercado, tan elogiada por Alvaro Alsogaray, de irresponsables populistas. Tampoco acusaría de populistas a los propios gobiernos norteamericanos que permitieron el crédito fácil y la estafa de las subprime a través de los mercados financieros, lo que produjo la crisis mundial actual, como lo reconoce en sus memorias el mismo Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal.
En verdad, los fondos buitre les han dado una lección a economistas ortodoxos, como los premios Nobel Merton y Scholes, quienes creyeron encontrar una solución matemática que permitía obtener siempre grandes beneficios en los mercados financieros, lo que terminó por hacer quebrar a su propia empresa, The Long-Term Capital Management.
El método de estos fondos demuestra que la política más rentable no es la de jugar en los mercados con la sabiduría de expertos financieros. Su verdadero aporte a la teoría económica consiste en reconocer que había que volver de otra manera a la política de las cañoneras europeas que bloquearon en 1902 los puertos de Venezuela para cobrar sus deudas. Sólo que utilizan ahora cañones pseudolegales sin moverse de su propio país con aquellos estados que cedieron la jurisdicción de sus deudas. La forma de lograr grandes ganancias no se basa ya en un modelo matemático, sino en aprovechar su influencia en el poder político y judicial para obtener las utilidades que los mercados financieros no estaban dando por sí mismos. Una lección que nuestros propios economistas ortodoxos y los gobernantes que se guiaron por ellos, y son los verdaderos responsables de esta situación, de la cual zafaron hasta ahora de ser juzgados, aparentemente desconocían, o quizá no. Como lo demuestran todavía políticos locales que coinciden con el Washington Post. La larga mano de intereses del Norte o del mismo Paul Singer ha sido también generosa con ellos.
La última novedad es que el New York Times ha seguido un camino diferente en sus razonamientos sobre el tema, al señalar, en un artículo posterior al del Washington Post, que el fallo Griesa y su validación por la Corte Suprema no sólo pone en juego la reestructuración de futuras deudas soberanas sino, y sobre todo, la posibilidad de que el mercado de Nueva York siga siendo el centro del sistema financiero internacional. Los Singer y compañía y el sistema judicial norteamericano se habrían así pasado de rosca. Cada cual defiende su juego y, en esa trampa en la que estamos, la Argentina debe defender el suyo aprovechando esas diferencias. Hay que negociar no sólo desendeudándonos sino recobrando también nuestra soberanía jurídica; poniendo de relieve las dos caras de una cuestión que no sólo es económica sino, también, fundamentalmente política, y requiere apoyos regionales y mundiales.
* Profesor emérito de la Universidad de Buenos Aires.
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