Lun 23.06.2014

EL PAíS  › OPINIóN

Los pájaros

› Por Eduardo Aliverti

La escena final de la película de Hitchcock podría ser una buena metáfora de cómo están dadas las cosas.

Mitch Brenner, el personaje de Rod Taylor, abre la puerta de la casa y observa esa infinidad de pájaros que parecen estar al acecho para iniciar un nuevo ataque. Mitch enfila hacia el garaje mientras las aves semejan estar en calma, aunque dos de ellas lo picotean cual si se tratara de recordarle que están en pleno dominio de la situación. El protagonista logra entrar al auto, para ir en búsqueda de su pareja, su madre y su pequeña hermana. El coche abandona Bodega Bay con todos a salvo. Pero lo que dejan atrás es un escenario esperpéntico, inundado de pájaros aterrorizantes y extendidos hacia el infinito, portando la idea de que la victoria es de ellos, que dominan al mundo y que, toda vez que se lo requiera, volverán a atacar. El genial director inglés jamás explicó cuál pudo haber sido el mensaje de la película, que está basada en una novela de 1952. Una de las tantas interpretaciones es que los pájaros actuarían en forma agresiva cuando surge algún conflicto emocional, porque surcan el film los choques entre la pareja y la celosa madre de Mitch. Incomprobable. Lo que sí puede certificarse, además de los trucos y efectos especiales con que Hitchcock se adelantó a la época hace más de cincuenta años, es que los pájaros fueron gaviotas y cuervos. No buitres, que son lo que podemos imaginar en el guión adaptado al dictamen de la Corte Suprema de los Estados Unidos.

Según lo ve el firmante, hay dos parámetros sobresalientes para medir, tensar, juzgar, lo resuelto por el tribunal. Uno es –para llamarle de algún modo– estrictamente jurídico, y es aquel del que se valen los sagaces analistas de la derecha vernácula con el resultado puesto. De acuerdo con ese criterio de post-facto, fue una locura que el Gobierno pusiera todas sus fichas en una Justicia estadounidense dispuesta a entender el tema como de alta sensibilidad política. Esto es: Argentina apostó, a pleno, que los magistrados republicanos y demócratas no jugarían a poner en cuestión las negociaciones soberanas sobre reestructuración de deuda, porque ello afectaría hacia atrás y adelante lo que el propio sistema financiero internacional venía aceptando. Y resultó que sí. Que el Gobierno nunca calculó que esa entente de jueces y buitres no dejaría pasar la oportunidad de castigarlo, cuando además ya había dos fallos adversos en primera y segunda instancia. Que se debió haber dispuesto de plan B. Que no se previó la importancia de las palabras y los discursos agresivos. Que fue una ingenuidad suponer a los acuerdos con Repsol y el Club de París, y al propio respeto de la voluntad de pago, como antecedentes que sus señorías tendrían en cuenta. Esas y otras facturas pasan los actores del establishment local con el diario del lunes. Y agregan que sólo resta pagar y sanseacabó, saboreando la resolución adversa al país con un gustazo que aun los liberales más modositos disimulan muy mal.

En tanto, es cierto que Argentina se allanó a lo que dictaminase la Justicia y, para peor, una jurisdicción tribunalicia extranjera, también lo es que ya no tiene más opción que negociar el monto y forma de pago. Convendría, respecto de eso, no incurrir en los extremismos que se aprecian a derecha e izquierda. A estar por la visión pretendidamente fría, implacable y legalista de los voceros patronales, no hay ninguna negociación posible que no sea la buena disposición del amigo Griesa. Y para alguna épica facilista, debe desconocerse el fallo o continuar tensando la cuerda hasta que los buitres entren en razones. No hay sensatez ni en lo uno ni en lo otro. Más allá de lo dicho por el veredicto, son los mismos querellantes quienes quieren cobrar de alguna forma aquello que, sea de la manera que fuese, les significará un interés de tamaño bíblico entre el monto invertido en bonos que eran basura y un presente en que esos títulos se dispararon a unos 1400 millones de dólares. En su discurso del viernes en Rosario, Cristina dijo que instruyó a los abogados de Argentina a fin de solicitarle al juez condiciones de arreglo beneficioso. Casi inmediatamente, los medios dieron cuenta de que “los mercados internacionales” recibieron con alivio el “anuncio” presidencial y las acciones de las empresas nacionales –que el jueves habían cerrado con fuertes pérdidas– se dispararon hacia arriba. Grupos financieros como los bancos Macro, Galicia y Francés treparon hasta un 14 por ciento, con una alegría inversora que también alcanzó a los papeles de Edenor, Transportadora de Gas del Sur, IRSA, Petrobras Argentina, Pampa Energía, Telecom e YPF. ¿Dónde queda que no hay probabilidad de negociación que valga? ¿Cómo se las arreglarán los portavoces del “castigo ejemplar” para admitir que el fallo no es el fin del mundo (está bien: reconozcamos que siempre se las arreglan, porque parece no importar que jamás resistan un archivo)? A su vez, quienes convocan a un heroicismo compatible con el relato nacional y popular vuelven a perder de vista, como de costumbre, que ésta no es la tripulación del Granma y que no estamos a mediados del siglo pasado en una isla gloriosa del Caribe. Si es por desacato internacional y tratándose de un gobierno reformista que juega en las reglas de un sistema capitalista victorioso, avasallador, despótico, el proceso argentino de 2003 en adelante fue, junto al de Chávez, en términos de países con relevancia estratégica, uno de los más impertinentes de que se tenga registro. Lo fue y es en el juzgamiento de sus genocidas, en la materia de avanzar con leyes de ejemplaridad mundial sobre libertades civiles y en aquello de haber ejecutado la quita de deuda externa e interna más grande de la historia.

Es por eso que resultan indignantes la liviandad e impunidad con que despachan opiniones y denuestos los artífices, operativos e intelectuales, de este estado de situación financiero-jurídico que hoy parece amenazar al país gravemente. Esto queda al margen de los errores, incluso severos, que haya cometido el Gobierno en el decurso del andamiaje neoyorquino. Y al margen de la inexperiencia de los que llevaron adelante el tramiterío en los tribunales externos: si es por tal cosa, ya sabemos el corolario de cuando los intereses del país fueron conducidos por los experimentados. Aquí ya entramos en un plano de estrictez política, relacionado con quienes son los sabelotodo locales que ahora vienen a pasar las facturas. Acontece que los mensajeros de la valorización del papel pintado, de la pleitesía ante el FMI, de hacer los deberes ante el poder financiero así fueren a costa de ajustes antipopulares de volumen brutal, tienen cara para dar lecciones. Cuando se avanzó con el canje de bonos de la deuda resignando soberanía jurídica y trasladándola a competencia de tribunales extranjeros, en la propia gestión kirchnerista, con Roberto Lavagna como ministro de Economía y el agregado de la cláusula RUFO que habilita a los ganadores para reclamar igual trato si hubiere ofertas mejoradas, ¿quiénes elevaron voz quejosa entre los adláteres de nuestra derecha? Nadie. Todo lo contrario. Ejercieron un silencio atronador, porque la cesión soberana y la cláusula se justificaban en aras de ser un país “responsable” dentro de la catástrofe de que se procedía. Y a izquierda, se insistía con que lo mejor era formar una comisión investigadora para discriminar entre deuda legítima e ilegítima: un verdadero divague, ya que era materialmente imposible –y hoy lo es más aún– descubrir el origen espurio de acreencias repartidas entre miles y miles de inversores inespecíficos repartidos por todo el mundo. A todo esto, claro, había que gobernar encontrándole una salida (socialmente aceptable, encima) al default más impresionante de que se tuviera memoria. Créase o no, ahora los unos vienen a sentenciar que estaba mal lo que les parecía bien. Algunos otros recalcan que esto es producto de la improvisación. Y otros tantos vuelven a reclamar que se formen órganos investigadores. Ninguno atraviesa la frontera de ser simples comentaristas. De ejercer el poder, ni hablemos. Lo más probable –de ninguna manera con seguridad, porque forma parte del terreno político que sigue en disputa– es que esta historia termine en un acuerdo. Argentina tiene un potencial productivo inmenso, es de las economías en vías de desarrollo y que la cosa se pudra no le conviene mayormente a nadie, empezando por los propios países centrales y emergentes que necesitan alimentos, agronegocios, energía convencional y alternativa. Ese acuerdo será, o sería, para satisfacción declamada de nadie. Hacia derecha se dirá que pagarle a los buitres es la demostración de que “el relato” nac&pop no se sostiene, como ya lo dijeron tras los arreglos con españoles y Estados acreedores nucleados en el club parisino. Hacia izquierda se sostendrá que el Gobierno bajó sus pantalones, que viene a ser conceptualmente lo mismo que argumenta la derecha. Mientras tanto, todo es ilusión menos el poder. El único sujeto de comprobación efectivo será si se retrocede o no en las políticas de inclusión de los sectores más postergados.

Connotadas voces de la oposición política y mediática insisten en que el Gobierno quedó inmerso en un mar de dudas, tras un fallo que sólo la Presidenta habría previsto aunque sin posibilidades de actuar en consecuencia, porque ya se estaba preso de una dinámica indetenible. Hablan de desconcierto y contradicciones. Y es entre probable e inequívoco que tengan razón. Tanta razón como la de dar por seguro que bajo otro signo gobernante no se hubiera llegado ni llegaría a una encrucijada como ésta, sencillamente porque al Imperio no le haría ni le habría hecho falta hacer tronar advertencias ni escarmiento algunos.

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