Sáb 13.09.2003

EL PAíS  › PANORAMA POLITICO

Compromisos

› Por J. M. Pasquini Durán

El presidente Néstor Kirchner alertó a la población que el reciente acuerdo con el Fondo Monetario Internacional (FMI) “no es ninguna panacea”. A pesar del realismo de la advertencia, se quedó corto. Si bien el gobierno nacional rechazó partes sustanciales de la propuesta del Fondo, lo que merece comentarios aparte, lo que aceptó significará esfuerzos considerables para los recursos públicos. Para no abundar en los detalles que ya trataron los especialistas, alcanza con remarcar que causará problemas presupuestarios para realizar un plan de obras públicas que genere empleos masivos, para aumentar salarios estatales y jubilaciones y para financiar los programas de asistencia social, más de medio centenar, incluido el que se destina a jefas y jefes de hogar. Aun si la reactivación de la economía y el crédito puedan reanimar en el corto plazo y en términos razonables a los sectores productivos y a las exportaciones diversificadas.
Mientras los acreedores de los organismos multilaterales sigan sin compartir la responsabilidad por la acumulación de préstamos sin garantía real, acordados por voracidad especulativa, y, más aún, que han sido promotores de políticas públicas, como las que se aplicaron aquí en los años 90, cuyos efectos aceleraron la decadencia generalizada, la pobreza y el desempleo, a la renovación de los compromisos les faltará la cuota indispensable de equidad. Esto significa, por ejemplo, postergar los vencimientos de capital y de intereses al menos por un período quinquenal, un plazo suficiente para que el país recomponga la productividad económica, y adecuar la deuda a los valores reales de mercado. En esta oportunidad, se refinanciarán por un año los vencimientos de capital pero los intereses serán cobrados sin falta.
Por supuesto, ésta no es la lógica de esos organismos, empapados del pensamiento neoliberal, aunque esos parámetros no puedan mostrar un solo ejemplo de desarrollo sostenido, de progreso y bienestar general en ningún país del mundo. Todavía más: pensar de esa manera les dio más errores que aciertos y sus expertos fueron incapaces de prevenir ninguna de las crisis nacionales y regionales que sacudieron al mundo, desde Moscú a Buenos Aires. Las crónicas imprevisiones les prodigaron críticas a granel y, en algún momento, sus mandantes, los países ricos, insinuaron que había llegado el momento de sustituirlos por instituciones nuevas, diseñadas según los términos de la mundialización del comercio y las finanzas. En el proceso, el Fondo perdió algo de la fuerza de presión que tenía cuando el “pensamiento único”, o sea el suyo, era hegemónico sin vueltas.
Por su parte, Estados Unidos, cuya voluntad es ley en estos organismos, pasa por dificultades crecientes y lo que menos necesita es que se alborote el patio trasero. La popularidad de Bush, a dos años del atentado terrorista contra las Torres Gemelas, ya no es la misma y la campaña electoral por la renovación presidencial el año próximo ya comenzó, por lo que las tensiones interpartidarias aumentan. Un desacuerdo insalvable con Argentina tendría, como mínimo, repercusiones en Sudamérica, además de las prevenciones del establishment norteamericano sobre el populismo antiimperialista en América latina, que significaría hoy en día el mayor obstáculo a la conformación de la Asociación de Libre Comercio (ALCA) motorizada por Washington. La prolongación del default, además, lo obligaría a realizar aportes frescos al FMI, ya que la deuda argentina representa casi la cuarta parte del capital de ese organismo, justo cuando su déficit fiscal alcanza volúmenes extraordinarios y lo que espera es recibir y no dar. La suma de estas circunstancias convirtió a la Casa Blanca en promotor de algún acuerdo, el mejor posible desde su punto de vista, entre la Casa Rosada y el Fondo. Tuvo elementos a favor en la coyuntura, pero eso no resta méritos al criterio negociador que defendió el Presidente. Sobre todo rescató casi indemne la relativa autonomía de decisión sobre los asuntos públicos de la economía, lo que no es poco decir en un país con más tradición de genuflexiones que de dignidades. Exhibió coraje y audacia para fijar sus propios términos, asumió la conducción de las deliberaciones, se hizo responsable por el trato sin esconderse detrás del ministro de Economía y supo cuándo debía aflojar la soga antes de que se rompa. En lugar de pavonearse como un héroe de cartón, presentó un balance realista de lo que significará el acuerdo para el país. Sabe, con seguridad, que esta pulseada recién empieza. Ayer mismo, el titular del FMI, Herr Köhler, insistió en que sin aumento de tarifas de los servicios públicos Argentina no tendrá crecimiento.
De aquí en adelante, el Presidente tendrá que aplicar su voluntad a proveer recursos frescos para atender la deuda social interna. En cualquier manual de economía un lector atento encontrará una norma básica: en un contexto de depresión económica la mejor respuesta no es más contracción por vía de mayor superávit sino la expansión fiscal, incluso del déficit, como lo hacen ahora mismo Estados Unidos y otros países desarrollados. Esto quiere decir que el combate contra la evasión y la elusión tributaria es más que la prioridad de un capitalismo sano sino un requisito indispensable para consolidar la dirección del rumbo que enuncia Kirchner. Vuelve también a colocarse sobre la mesa política la tantas veces anunciada reforma impositiva sobre la premisa de que paga más el que más tiene. ¿Será posible?
Para considerar las posibles respuestas es imprudente reducir el tema a sus implicancias económico-financieras. La política deberá recuperar su protagonismo porque, al fin y al cabo, la calidad del futuro dependerá de la calidad de la política. En ese plano, los trámites electorales en curso, aunque agobian la paciencia de los ciudadanos debido a cierta irracionalidad del calendario, son un instrumento válido para incidir en la decisión colectiva. Los que practican la abstención voluntaria renuncian a su cuotaparte de responsabilidad, de manera que después, salga pato o gallareta, no tendrán derecho al pataleo. Los que votan sólo por las cabezas de lista, sin fijarse en los legisladores, no toman en cuenta que la democracia requiere de tres poderes. Es el caso de la provincia de Buenos Aires, donde la figura de Felipe Solá y Chiche Duhalde tapan una nómina que incluye a personajes despreciables de la última década. Los bonaerenses que votarán por Solá, según las encuestas por mayoría, deberían acompañar esa opción con legisladores de partidos nuevos o de minorías que puedan impedir las hegemonías arbitrarias en el Congreso de la Nación, de la provincia y de las comunas.
Si bien el Presidente tiene un peso específico grande, lo pierde con facilidad si es forzado a negociar todo el tiempo con un Congreso de mayoría hostil o, peor aún, si algún cacique maneja esa mayoría, creando de hecho un gobierno bifronte, enredado en intrincadas y constantes peleas por espacios de poder. Por eso, la dimensión nacional de los comicios no es una condición opcional sino una proyección inevitable. Los porteños que votan mañana en segunda vuelta eligen más que un jefe de la ciudad, sino un rumbo. Los que reclamaron en la calle, al compás de las cacerolas, “que se vayan todos” tendrían que ser los primeros en usar criterios selectivos rigurosos en lugar de aceptar con resignación que todos son lo mismo. Salvador Allende le daba tanta importancia al veredicto de las urnas que prefirió morir antes que entregar ese mandato. Es un modelo para comparar, un prototipo de lo que debería ser. No es un recuerdo ni una nostalgia por la oportunidad perdida, sino que su muerte, como lo quiso él mismo, adquiere significación histórica si ilumina la conciencia cívica de las democracias que buscan un país y un mundo mejores.

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