EL PAíS
El difícil arte de permanecer
› Por Luis Bruschtein
La primera vez se enteró de que estaría al frente de la provincia de Buenos Aires cuando en enero de 2002, el recién designado Presidente de la República, Eduardo Duhalde, lo convocó a su despacho y lo recibió con este saludo: “Hola gobernador”. Seguramente pensó que le estaban haciendo una broma, porque junto a Duhalde, Carlos Ruckauf lo miraba con su característica sonrisa de joker, entre paternal y bondadoso y con evidente alegría.
En otra situación, para cualquier político ésa hubiera sido una buena noticia, un ascenso de la vicegobernación a la que había llegado también a instancias de Duhalde, pese a no formar parte de sus incondicionales. En el primer segundo que demoró en parpadear y tragar saliva se le habrá pasado por la cabeza la imagen del Gran Buenos Aires en llamas, de los saqueos, los inundados y las marchas furibundas de los piqueteros que partían de su distrito. Y habrá pensado que la noticia no era tan buena. Pero Ruckauf no lo dejó respirar y, sin achicar ni un centímetro la distancia entre las comisuras de su boca, le confirmó la noticia: “Sí, vos sos gobernador y yo soy canciller”.
Felipe Solá tenía en ese momento 51 años. Hacía dos que era vice de Ruckauf y durante ese tiempo habían tenido varios choques. Uno de ellos cuando Aldo Rico fue designado en el Ministerio de Seguridad, pero también criticó la alianza con el cavallismo para el 14 de octubre de 2001 y fue quien administró la primera crisis grande con corte de ruta en La Matanza. Su relación con Ruckauf fue especialmente incómoda. En el PJ todavía recuerdan una mañana en que Solá afirmó por radio que haber puesto la firma del gobernador en las zapatillas que repartía la provincia era “una alcahuetería poco feliz”. Sin conocer estas declaraciones, el gobernador informó ese mismo mediodía que la idea había sido suya.
No importa lo que pensó cuando fue designado gobernador, lo cierto es que en algún momento calificó cariñosamente al canciller de Duhalde con el mote de “Flecha Veloz” por la rapidez con que había escapado de la crisis provincial. Pese a esas diferencias, parece condenado a la compañía política de Rucucu, que fue incorporado por Duhalde a la nómina de candidatos a diputados nacionales que lo acompañó ahora en su disputa por la gobernación.
Además de inventar calificativos ingeniosos, también ha sido víctima de ellos. Una vez el radical Ramón Mestre, cuando era ministro del Interior de Fernando de la Rúa, echó mano a la chispa cordobesa para referirse a Solá como “ese cocorito”, una especie de gallo petisón y compadrito.
Para algunos, lo de “cocorito” le viene por esa marca indeleble que deja el Colegio Nacional de Buenos Aires, donde Solá cursó el bachillerato. Para otros está más relacionado con ese tono de conocedor del campo y una jerga temática que suele identificar a la vieja aristocracia pampeana. Pero Dolores Solá, su hermana menor, cantante de tangos, que también ha sido hostigada con esa alusión, aclaró que “una cosa es ser concheta y otra oligarca”.
Solá nació en la Capital Federal el 23 de julio de 1950, cursó el secundario, como se ha dicho, en el Nacional de Buenos Aires, su primera militancia fue en la Juventud Peronista de los años ‘70 y fue secretario privado del vicecanciller Jorge Vázquez durante el camporismo. Está casado con María Teresa González Fernández y tiene dos hijos, Mercedes y Felipe. A diferencia de la gran mayoría de los políticos, no es abogado, sino ingeniero agrónomo titulado en la Universidad de Buenos Aires. Ese título, normalmente poco habilitante para la política, le sirvió sin embargo como su principal argumento para llegar a la administración pública. Tras el retorno a la democracia, adscribió a la renovación peronista y se encuadró en las filas de Antonio Cafiero. Y cuando Cafiero ganó en la provincia de Buenos Aires en las elecciones de 1987, Solá asumió como su ministro de Asuntos Agrarios. La derrota de Cafiero en las internas del PJ fue el ocaso de la renovación. Varios de sus dirigentes, como José Luis Manzano, y el actual gobernador cordobés, José Manuel de la Sota, no dudaron en subirse al carro del vencedor, Carlos Menem. Pero Solá se incorporó en 1989 al gabinete menemista como secretario de Agricultura, Ganadería y Pesca, más como un gesto conciliador de Cafiero que cedía a uno de sus colaboradores, que como un cambio abrupto de vereda. Pese a ello convivió con el menemismo sin grandes altibajos, al punto que se convirtió en uno de los funcionarios con más larga vida en la administración pública. En 1991 renunció a su cargo y estuvo dos años en el Congreso como diputado, para regresar a la Secretaría, en la que permaneció hasta las elecciones de 1999 cuando acompañó a Ruckauf como candidato a vice.
Desde su militancia en la renovación, Solá pasó a ser un peronista con cierta independencia, sin base social ni estructura propia, y sin embargo logró esa marca sorprendente de sobrevivencia en un PJ con luchas internas despiadadas. Tampoco es un hombre del riñón de Duhalde y su presencia es irritante para varias de las espadas principales del caudillo bonaerense. Tentado por la irrupción del presidente Néstor Kirchner, no puede ni quiere desmarcarse del aparato del PJ bonaerense, que recela de él y al que necesita para gobernar. Parece un equilibrio difícil, pero es la situación que ha preferido en los últimos 15 años y la que le sirvió para crecer en la función pública y en la política.