EL PAíS › OPINIóN
› Por Mempo Giardinelli
Una circunstancia personal, que en este texto no viene al caso, me colocó ante un cuadro impactante que, creo, merece una reflexión y de paso homenajea a la extraordinaria novela de los años ’50 Villa Miseria también es América, de Bernardo Verbitsky.
Para visitar una escuela del conurbano bonaerense justo un par de días antes de la reciente huelga docente, recorrí en automóvil el camino entre la Capital y Bernal Oeste, municipio de Quilmes. El viaje resultó una fuerte experiencia sociológica por la degradación paulatina que se aprecia, calle a calle, a medida que uno se sumerge en esos andurriales.
La escuela está en una barriada de trabajadores y familias con muchísimas carencias, fábricas cerradas desde 2001 y una muy alta conflictividad social. Está al lado de la así llamada Villa Itatí, una especie de sumidero de aguas servidas y canales de desechos repugnante, incalificable. En esos parajes, a menos de una hora de Puerto Madero, viven (es un decir) decenas de miles de personas en condiciones absolutamente inadmisibles.
Parece mentira que en infames taperas de cartón, maderas y chapas, habiten seres humanos que, no lo dudo, trabajan o quieren trabajar. Y seguramente cada día renuevan esquivas esperanzas para no degradarse aún más, para no perder del todo la dignidad que les queda.
Chicos desnutridos con llagas en la cara y rodeados de perros famélicos y adolescentes embarazadas por doquier andan por ahí, buscando o escondiendo quién sabe qué en arroyos y canales asquerosos que a las nueve de la mañana ya despiden vapores irrespirables. Sin de- sagües, sin aguas corrientes, con toneladas de basura dispersa en calles y avenidas, toda idea narrativa para contarlo resulta corta, insuficiente.
Lejos de la visión burguesa entre culposa y piadosa de los que descubren la miseria más inhumana y brutal, tengo una larga experiencia en materia de pobreza argentina, en parte por labores periodísticas de los últimos 40 años, en parte por el trabajo social de la ONG que presido en el Chaco. Conozco de cerca la miseria de casi todas las capitales y ciudades argentinas, incluso pequeños poblados, y tengo contacto permanente con los sectores más postergados del Chaco, pueblos originarios o criollos. He recorrido los barrios marginales de Córdoba y todos los meses me enfrento a las repugnantes villas miseria que rodean a las ciudades de Rosario o Santa Fe, en la pampa más rica del país. Y entro cada tanto en El Impenetrable o en los territorios wichís del norte de Formosa o las afueras de Corrientes o Posadas.
Pero lo que vi la semana pasada en los alrededores de la siempre bella y casquivana Buenos Aires arde todavía en los ojos y supera todo lo conocido.
Obviamente, la Argentina ha cambiado para bien en estos años y es un hecho que pobreza e indigencia han disminuido dramáticamente en las estadísticas y en la realidad visible. Tenemos hoy mejores índices en casi todos los rubros sociales: disminuyeron la mortalidad infantil y el analfabetismo; creció la escolaridad y hoy las escuelas ya no son comederos para hambrientos expulsados del falso paraíso de los ’90. Y la expectativa de vida en este país ya superó los 70 años. Es imposible y necio ignorar todo esto, como la decidida inclusión social que impulsó el gobierno nacional en la última década y el hecho de que hoy toda esta nación está documentada y escolarizada, y las cartillas de salud también muestran un avance extraordinario.
Pero lo que se ve en Bernal Oeste también existe. Está ahí, y se repite en innumerables villas y menos que villas. Y resulta inexplicable cómo las autoridades y los opositores de todos los signos no lo ven. Prometen y siguen de largo, mirando para otro lado. Porque no quieren ver esa realidad espantosa que, por lo menos, afecta a dos, tres o más millones de compatriotas. Que encima deben soportar el oportunismo mediático de periodistas y medios inescrupulosos.
Lo más impresionante fue, para mí, comprobar que el grado de miseria que tenemos en el Chaco es menor que el de Bernal Oeste. Hoy en el Chaco sigue habiendo pobreza y miseria altísimas, por supuesto, pero es notable cómo ha disminuido en cantidad y calidad en los últimos años. Y, sobre todo, gran parte de la pobreza que persiste parece haberse dignificado si se la compara con este paisaje bonaerense. Que se reitera en todo el arco geográfico que va desde el río Paraná hasta donde el Río de la Plata se hace océano.
Claro que en Bernal Oeste también pude constatar que todavía existe, intacto y hermoso, un extraordinario amor a la educación pública. Vi un millar de chicos y chicas de los más humildes orígenes leyendo y estudiando en una modesta escuela pública sostenida por el amor, la abnegación y la fuerza de decenas de docentes. Y aunque la mismísima escuela sufre los ataques de algunos de sus propios, renegados miembros –ya que en esos barrios miserables no hay delito que no se cometa–, no por eso bajan los brazos.
Eso hace que el contraste sea esperanzador, aunque no cabe hacerse muchas ilusiones si se esperan acciones de las dirigencias políticas de todos los signos. No parecen ser ellas, ni tampoco las sindicales o empresariales, las que van a cambiar esos paisajes.
Por eso es admirable la tenacidad y espíritu de superación de esas muchas personas anónimas que luchan y tropiezan, pero jamás se caen. En ellos y sólo en ellos está un mejor futuro, qué duda cabe.
Y es claro que no deja de ser curioso que este artículo se escriba cuando el Congreso acaba de sancionar una ley declarando el Día de la Identidad y los Valores Villeros, en homenaje al cura Carlos Mugica. No está mal esa ley. Sobre todo si acaso fuera el prólogo de la dignidad villera, que seguramente se alcanzará cuando las villas miseria desaparezcan y este país sea más justo para todos.
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