EL PAíS › DEL PADRE JORGE A FRANCISCO, LAS PIRUETAS DEL MARKETING VATICANO
Mientras la fabulosa maquinaria vaticana celebra la compasión con que Francisco se dirige a las víctimas de abusos sexuales y su severidad con los victimarios, en la Argentina sigue sin respuesta el pedido de audiencia de uno de los chicos abusados por el padre Grassi. En cambio, crecen las presiones para que la Corte Suprema revoque su condena a quince años de prisión. El dinero de Yabrán en la defensa del cura y un libro encargado en su apoyo por Bergoglio, quien nunca le soltó la mano.
› Por Horacio Verbitsky
“La verdad es la verdad y no debemos esconderla” dijo Francisco a los periodistas que lo acompañaron en el vuelo de regreso a Roma luego de su visita al Parlamento Europeo en Estrasburgo. Se refería al escándalo en la arquidiócesis española de Granada, donde una red de sacerdotes abusaba de los chicos a su cuidado. Uno de ellos, ahora profesor universitario de 24 años, acudió para denunciar lo padecido a la jerarquía de su ciudad, donde le pidieron silencio, abnegación y oraciones a la Virgen María.
El muchacho se sintió alentado cuando leyó las noticias sobre la audiencia del 7 de julio en la que el Papa recibió a otras seis víctimas de Gran Bretaña, Irlanda y Alemania y les dijo que los abusos sexuales de “algunos sacerdotes y obispos” constituyen “algo más que actos reprobables. Es como un culto sacrílego porque esos chicos y esas chicas le fueron confiados al carisma sacerdotal para llevarlos a Dios, y ellos los sacrificaron al ídolo de su concupiscencia”. En agosto, el joven español escribió una carta narrando su historia y la dirigió al papa Francisco.
El paso siguiente fue otro capítulo de la célebre saga Pontífice al Teléfono:
–Hijo, te habla el padre Jorge.
–Debe estar equivocado, no conozco a ningún padre Jorge.
–Bueno, el papa Francisco.
Según el portal español Religión Digital, le dijo que había leído su carta varias veces y le pidió perdón en nombre de la Iglesia de Cristo por “este gravísimo pecado y gravísimo delito que has sufrido”. En otras dos comunicaciones, el Vaticano ordenó al obispo de Granada, Francisco Javier Martínez, que colaborara con la investigación policial y judicial y protegiera a los jóvenes abusados, e invitó al denunciante a sumarse a la comisión de víctimas de abusos presidida por el cardenal estadounidense Sean Patrick O’Malley que se reunirá en los próximos días en Roma. Nadie da dos ostias por la continuidad del obispo andaluz Martínez, quien no asistió a la asamblea del Episcopado español que sesionó esta semana. En el avión, Francisco contó parte de su diálogo con el denunciante.
–¿Cómo recibió la carta? –le preguntaron.
–Con gran dolor, gravísimo dolor. Pero la verdad es la verdad, y no debemos esconderla –contestó.
Ni un problema psicológico que se cure con asistencia médica, ni un pecado que se redima con penitencia y oración, sino un delito que justifica la separación a divinis de los implicados y su denuncia a la Justicia: ésta parece ser la nueva línea de la Iglesia Católica con los abusadores de niños y esto es lo que ocurrió en Granada, donde ya fueron detenidos por la justicia tres de los sacerdotes.
Este cambio de piel no es una decisión individual sino corporativa, así como el reordenamiento de las finanzas vaticanas que durante décadas sirvieron como pantalla para el lavado de dinero de la mafia y canal para el financiamiento de la CIA a los partidos democristianos durante la Guerra Fría. En ambos casos se trata de detener la sangría de fieles y el desprestigio que, sobre todo en Europa, están reduciendo la institución eclesiástica a una cáscara pomposa y ceremonialista, poco atractiva para las personas y sus problemas reales. Por eso el ungido no fue un europeo sino un cardenal del tercer mundo y por añadidura jesuita, con la mira puesta en los principales reservorios a defender y cultivar: el ya maduro de la América Latina, donde la faena consiste en repeler los avances protestantes y populistas, y el aún incipiente de China, el sueño eterno de la Compañía de Jesús. El argentino Jorge Bergoglio fue elegido para llevar a cabo esa misión en lo que denomina las periferias geográficas y existenciales.
La red de sobrevivientes abusados por sacerdotes celebró su elección porque al menos no provenía de la curia romana. Francisco acordó con el prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el arzobispo Gerhard Ludwig Müller, continuar la línea fijada por Benedicto XVI en casos de abusos sexuales, como pasos importantes para la credibilidad de la Iglesia: proteger a los chicos, ayudar a las víctimas y actuar contra los culpables. A los dos meses de su elección envió a un lugar desconocido en penitencia al cardenal Keith Patrick O’Brien, quien debió renunciar como presidente de la Conferencia Episcopal de Escocia cuando cuatro sacerdotes revelaron que había abusado de ellos en la década de 1980. Hace dos meses colocó bajo arresto domiciliario en el Vaticano al ex nuncio en la República Dominicana, Jozef Wesolowski, por abusos sexuales de niños pobres. Pero detrás de la idolatría que han despertado estos gestos y su apartamiento del boato eclesiástico, sigue habiendo un hombre con una historia que ni la lejanía ni el cambio de las circunstancias pueden borrar. Hasta el día de hoy no ha tenido ni una palabra de repudio hacia el más conocido de los pedófilos eclesiásticos de su propio país ni de comprensión hacia sus víctimas. Por el contrario, ha actuado en respaldo del victimario, utilizando para ello fondos de origen impreciso y contactos con el poder más terrenal.
Como responsable de la Congregación para la Doctrina de la Fe, el cardenal Joseph Ratzinger fue inflexible en el cumplimiento del decreto Crimen sollicitacionis, de 1922, que durante casi un siglo prohibió dar aviso a las autoridades civiles de las denuncias por abusos sexuales, dispuso que los acusados fueran traslados a otra diócesis y obligó a guardar secreto al sacerdote señalado, a cualquier testigo e incluso a la propia víctima, bajo pena de excomunión. La Iglesia pretende que esta es una acusación calumniosa y que la idea del secreto surge de una mala traducción al inglés. Pero ya como Papa Benedicto XVI y luego del escándalo de los curas pedófilos en Estados Unidos, Irlanda y Alemania, Ratzinger se plegó a la política de tolerancia cero hacia los abusadores adoptada por los obispos norteamericanos.
En 2010 Benedicto reconoció ante delegados de la Convención de Naciones Unidas para los Derechos del Niño, la violación de esos derechos por parte de miembros del clero, se reunió con víctimas de esos abusos y sancionó una nueva directiva que tornó obligatorio denunciar los casos a las autoridades civiles, al considerar que no constituyen sólo un delito canónico, sino también penal.
Miembro de una familia de empresarios acomodados, el sacerdote salesiano Julio César Grassi creó en 1993 una fundación de ayuda a chicos de la calle, Felices los niños, para la que consiguió millonarias donaciones. Con el aporte de los principales grupos económicos y el beneplácito de algunos medios de comunicación, aparecía como el rostro caritativo de un establi-shment que aborrecía las políticas públicas y respondía a cualquier problema con la iniciativa privada. Así llegó a administrar una docena y media de hogares donde vivían más de 6000 chicos.
Desde 2000 circularon historias sobre abusos cometidos en ellos e incluso llegó a la Justicia la denuncia anónima de un empleado de la Fundación, por lo que el juez Alfredo Meade inspeccionó su sede central, en Morón, a pocos kilómetros de la Capital, donde vivía el propio Grassi. Ex alumno de colegios religiosos y militante de Acción Católica, Meade era insospechable de prejuicios contra la Iglesia. “Grassi me dijo que si desconfiaba de él hablara con el cardenal Bergoglio, que era su confesor”, contó Meade al autor de esta nota.
En 2002 la periodista Miriam Lewin presentó en el canal de televisión del Grupo Clarín a varios de los niños que declararon haber sido abusados por Grassi. Uno contó que el cura lo sentó sobre su falda y empezó a tocarlo. “Me dijo que era algo normal, que los hombres se tenían que conocer, que como yo no tenía padre él me quería explicar cómo era la vida”. En un segundo encuentro “me tocó el pene y me dijo: ‘¿Querés que te lo chupe?’ Yo negué con la cabeza pero él lo hizo por un rato largo. Esa noche me escapé”.
El juez Meade ordenó el arresto de Grassi. La secretaria del juzgado, Mirta Ravera Godoy, recibió un llamado telefónico de la Curia:
–El cardenal quiere hablarle –le dijeron.
–Yo sólo atiendo en el tribunal –respondió.
Grassi estuvo prófugo durante varios días y dijo que se trataba de una acometida contra la Iglesia. “Cuando se quiere ensuciar a un sacerdote siempre se recurre a acusaciones de tipo económico o sexual”, dijo. Grassi contrató a 17 defensores, lo cual habla de un poderío económico y político inusitado.
En once años intervinieron una docena de jueces de distintas instancias, que lo procesaron, le dictaron la prisión preventiva y lo condenaron. En junio de 2009 recibió una pena de quince años de prisión por el delito de abuso sexual reiterado en dos ocasiones y corrupción del adolescente conocido como “Gabriel”, quien se encontraba bajo su guarda como interno de la Fundación. Los menores “Ezequiel” y “Luis” denunciaron otros 15 episodios de abuso por los que Grassi fue absuelto. La condena fue confirmada en 2010 por la Cámara de Casación provincial y el año pasado por la Suprema Corte de Justicia bonaerense.
Grassi declaró con orgullo que Bergoglio lo había protegido. Al director de la editorial Perfil, Jorge Fontevecchia, le dijo en una entrevista que Bergoglio no le soltó la mano y que siempre estaba a su lado. Varias veces el entonces cardenal visitó a Grassi en su Fundación, sin avisar al entonces obispo de Morón, Oscar Justo Laguna, que protestaba por ello, aunque cuando las relaciones de poder no le dejaron más espacio, dijo haberlo perdonado.
Uno de los abogados defensores de Grassi, Abel Maloney, dijo que sus honorarios eran pagados por el hombre de negocios Héctor Colella, quien también apoyó a la Fundación cuando la detención del sacerdote resintió sus finanzas. Colella se hizo famoso en 1998, cuando el empresario postal Alfredo Yabrán se voló la cabeza para no ser detenido y dejó una nota encomendando que su íntimo amigo y socio Colella se hiciera cargo de algunas de sus empresas y de sus asuntos personales. Muerto Yabrán, su jefe de seguridad, Gregorio Ríos, fue condenado a prisión perpetua como instigador del asesinato del fotógrafo José Luis Cabezas. La familia de Yabrán contrató al reconocido penalista liberal Marcelo Sancinetti, quien escribió un trabajo de más de mil páginas, del que sólo se editaron veinte ejemplares, titulado “El caso Cabezas. Análisis crítico de las imputaciones contra Gregorio Ríos y Alfredo Yabrán”. Según el diario Clarín Sancinetti habría cobrado por la obra un millón de dólares.
Los abogados defensores del custodio de Yabrán, Jorge Sandro y Julio Virgolini, encabezaron también la representación legal del cura Grassi, y Sancinetti fue contratado por la Conferencia Episcopal Argentina, presidida por Bergoglio, para realizar un trabajo similar en esta causa. Sancinetti no respondió a una consulta por correo electrónico acerca de los detalles de su contratación, incluyendo el precio convenido y quién lo pagó.
Colella paralizó a la custodia pontificia, el 17 de marzo de 2013, cuando Francisco hizo detener su vehículo descubierto, caminó siete pasos entre los fieles que colmaban la Plaza de San Pedro y se acercó a un hombre que apoyó la frente sobre el hombro papal. Era Colella, quien dijo que se conocieron en su época de estudiantes en la provincia de Córdoba, cuyo Arzobispado ha recibido ricas donaciones de Yabrán.
El dictamen de Sancinetti en defensa de Grassi se publicó en dos tomos, que sumados pasan de las mil páginas, bajo el título “Estudios sobre el caso Grassi”. Allí compara el juicio y condena de Grassi con los procesos por brujería de la Edad Media, lo cual es imaginable que haya provocado sonrisas incómodas entre los comitentes de la obra.
La contratapa del primer tomo aclara que la Conferencia Episcopal Argentina encomendó la realización de estos dictámenes a Sancinetti para tener una opinión objetiva “sobre la regularidad del procedimiento que concluyó en el juicio” y la valoración de la prueba.
Según el abogado querellante en representación del Comité de Seguimiento de la Convención de los Derechos del Niño, Juan Pablo Gallego, esta “edición privada para los comitentes” fue enviada a los despachos de los magistrados que intervenían en el caso. Sancinetti expone que quien alienta esas condenas judiciales busca “poner en falta” a la Iglesia Católica mostrando a sus sacerdotes como desviados, y desacreditándola si “calla o no condena los hechos supuestamente cometidos”. En la acusación contra Grassi, perviviría la estructura del chivo expiatorio, conocida en el derecho penal de todos los tiempos y civilizaciones, dice.
Sancinetti establece una osada comparación entre los sacerdotes acusados de abusos sexuales y Jesucristo, quien fue crucificado “en un procedimiento injusto”. Por eso, la Iglesia “no puede remitirse sin más a lo que en definitiva resuelvan los tribunales de cada Estado secular”, lo que “equivaldría a perder su propia autoridad”. En vez de ello debe investigar cada caso y emitir su propia opinión, ya que las decisiones de los jueces “son tan falibles como las de cualquier otro hombre”. Agrega que la Iglesia debe formarse un juicio propio, sin subordinarse al de un tribunal, cuya independencia pone en duda.
Gallego se reunió con Bergoglio antes del inicio del juicio y dijo que “tanto en ese encuentro, en el que fue muy formal y escueto, como en sucesivas conversaciones con emisarios del Arzobispado, su postura fue cautelosa y respetuosa. Viendo los libros que encargó sobre Grassi, tengo que pensar que tuvo un doble juego o que cambió su postura. Porque es claro que hay un intento de influir en la Justicia para favorecer su situación o revertir su condena”.
Sancinetti señala que cada sociedad tienen su propia caza de brujas. “Para la sociedad de la Edad Media la brujería era tan existente como hoy lo es el abuso sexual” y compara “la evidencia espectral” que se utilizaba entonces para identificar a una “bruja verdadera” con los dictámenes periciales sobre la verosimilitud de un relato en los juicios actuales. La persistencia de estos juicios se debería a “cuestiones de poder y dinero”, ya que existen subvenciones para “la lucha contra el abuso sexual infantil” (encomillado en el original) y no para probar la inocencia de los acusados. En vez de la balanza de la justicia, la portada del segundo tomo muestra la de la tasadora de perlas del cuadro pintado por Vermeer en 1665, una insidia elocuente.
Luego de una exhaustiva referencia a las construcciones colectivas de recuerdos falsos, en aval de “la regla milenaria de que un solo testigo es siempre insuficiente” cuando su palabra no puede ser corroborada por elementos objetivos externos, Sancinetti llega a postular que la sociedad argentina asigna “escaso valor a la verdad”, lo cual a su vez atribuye “a la forma en que se desarrollan la política argentina por un lado y las estrategias comerciales de los medios de comunicación por el otro”. Este razonamiento concluye con la crítica explícita a la despenalización de los delitos de calumnias e injurias en casos de interés público, promulgada en 2009 como consecuencia de un acuerdo entre el Estado argentino y el Sistema Interamericano de Derechos Humanos.
En sus conclusiones sobre el caso, Sancinetti va más allá del contexto argentino y pone en duda la mera existencia de abusos sexuales, sobre los cuales dice que la proliferación de juicios en las últimas dos décadas se debe “a una compensación que la sociedad actual, impregnada de sexualidad burda –y que no está en condiciones de ofrecerle a los niños un marco de vida saludable– lava su culpa con la condenación penal de infinidad de personas, a penas severísimas, sin que exista la menor posibilidad de saber si los hechos del caso han existido realmente”. Como el falso testimonio no se considera un delito grave en la Argentina, su descubrimiento no trae consecuencias graves, y si tiene éxito se obtienen grandes indemnizaciones, afirma.
Los psicoterapeutas de los chicos que denunciaron a Grassi, Enrique Stola y María Inés Olivella, quienes declararon en el juicio, recibieron amenazas y difamaciones. En 2003, angustiado por los ataques que recibía su paciente, Stola presentó un pedido de audiencia a Bergoglio, que no fue respondido. “La sensibilidad hacia los niños, niñas y adolescentes” no lo caracteriza, dijo en un mail de 2007, cuando los fiscales del caso solicitaron que Stola y Olivella fueran incluidos en el programa de protección de testigos. Stola recurrió a Bergoglio cuando el cardenal autorizó a Grassi a realizar funciones pastorales en la Arquidiócesis de Buenos Aires. En una carta documento le reclamó que cesaran las denigraciones y amenazas contra él y otros testigos en la página web www.causagrassi.org, de la que envió copia a la Nunciatura. Bergoglio fue uno de los obispos que hicieron explícito su apoyo a Grassi, sin preguntar por la situación material, psicológica y espiritual de sus presuntas víctimas, dijo Stola.
El 8 de mayo de 2013, el joven “Gabriel” se dirigió por carta a Francisco. Le dijo que había sabido por los medios de su llamado contra los abusos sexuales a menores y le recordó que en 2003 le solicitó una audiencia, mediante un fax y una llamada telefónica, “sin haber obtenido respuesta alguna”. Termina pidiéndole “ser recibido por Usted en su condición de sumo pontífice. Le ruego asimismo se sirva aplicar la tolerancia cero para con el privilegiado condenado Julio César Grassi, por cuyos espantosos crímenes he sufrido y sigo sufriendo, apartándolo de la institución, reduciéndolo a laico y emitiendo una clara señal pública de respeto hacia la independencia de la institución judicial argentina”. Así, dice, su compasión lo ayudaría a recuperar la fe.
Ocurrió todo lo contrario. En la lujosa residencia del nuncio Emil Paul Tscherrig un portero se negó a sellar el documento como recibido e intimó a Gallego y “Gabriel” a retirarse. Ante la insistencia del abogado aceptó escribir su apellido, Jiménez, pero amenazó con llamar a la policía si no abandonaban de inmediato la Nunciatura. Consultado el jueves para esta nota, el abogado Gallego dijo que “hasta hoy no hubo respuesta a la solicitud de audiencia, ni siquiera algún gesto de conmiseración hacia las víctimas”.
El 29 de abril de 2013 el diario de Torino La Stampa trató en su plataforma multimedia Vatican Insider “el extraño caso del padre Grassi”. La nota coincidió con los defensores de Grassi en que la causa “fue montada producto de una disputa de poder en torno a la Fundación”. Para Vatican Insider el caso “fue utilizado en su momento para enfangar al actual Papa”. Tres días después, el 2 de mayo de 2013, la Agencia Informativa Católica Argentina, AICA, anunció que el nuncio Tscherrig visitó una de las escuelas de la Fundación Felices los Niños, donde le informaron la construcción de un gimnasio que se llamará “Papa Francisco”, lo cual es un pronunciamiento tácito. Andrés Beltramo Alvarez añadió en aquel artículo de Vatican Insider que Francisco y el cardenal Müller acordaron que no habría pronunciamientos del Vaticano sobre el caso hasta que no se produzca la sentencia definitiva. Desde julio de este año las apelaciones de Grassi y de aquellas víctimas cuyos casos derivaron en absolución están en la Procuración General de la Nación, donde el Procurador Fiscal ante la Corte Suprema de Justicia, Eduardo Casal, ya terminó su dictamen. Entrará en la Corte antes de fin de año y el primer voto lo firmará otro rendido admirador de Bergoglio, su presidente Ricardo Lorenzetti, quien ya proclamó que el Papa era “absolutamente inocente” del secuestro en 1976 de los sacerdotes Orlando Yorio y Francisco Jalics.
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