Vie 23.01.2015

EL PAíS  › OPINION

Sobre las autorías

› Por Horacio González

La vida colectiva sostiene siempre una pregunta: “¿Quién es el autor de los magnos crímenes?”. Sin certezas autorales se desmerece la vitalidad democrática, el contrato de la vida en común. Es lo que nos está pasando y por eso precisamos salir del pantano de las atribuciones apócrifas y de las especulaciones furtivas. Cuando alguien se suicida, nos preguntamos de inmediato por sus pasos previos, lo último que dijo, las señales que pudo haber dejado por el camino. El suicidio es el momento de la voluntad final, voluntad a la que consideramos disminuida, entorpecida (pues todo debería ser pulsión de vida) y al mismo tiempo intuimos que hay allí un extraño coraje que no todos sabríamos encarar (pues es la otra forma de fortalecer la voluntad, la superioridad de acabar consigo mismo). Vacilamos en saber de qué está compuesto el suicidio. La muerte del fiscal Nisman fue muy profusa en papeles, ahorrativa en señales y lacónica en su espantosa ambigüedad. Primero se dijo suicidio, conocida y temible palabra. Este hecho extremo muchas veces se halla recubierto por un decidido orgullo, un despechado altruismo o un oscuro deseo de legar a la sociedad una atmósfera de culpa colectiva.

Si alguien pensara “en sus cabales”, no se suicidaría; así razona el mero racionalista. Es un ejercicio literario muy conocido, que al comprobarse un suicidio, se pregunta por los más mínimos gestos, insignificantes en ese momento, y que ahora cobrarían nueva significación ante el cuerpo exánime que tenemos ante nuestros ojos. ¿Qué hizo Lugones en su viaje en tren al Tigre? ¿Qué impulsó a Alem a tomar su último carruaje? ¿Qué pensó Lisandro de la Torre en su recámara solitaria de calle Esmeralda? En todos estos casos hubo cartas, justificaciones, meditaciones repletas de melancolía y también de olímpicos desprecios. Sin embargo, solemos pedirle al suicida claves de su autoría, no sólo escritas de su puño y letra sino en signos a veces herméticos que, producidos en las aparentes insignificancias de los momentos anteriores, cobren un sello definitivo luego de consumado el acto. Nisman dejó sólo instrucciones a la mucama. Esa estridente sequedad, sin embargo, está rodeada de un revólver, puertas obstruidas, cerraduras inseguras, custodias sospechables. El fiscal que dedicó la mayor parte de su vida a buscar pruebas, muere en una sordina abrumadora de pruebas. Los poderes no desean ser ambiguos, y una muerte vinculada con el profundo drama del poder se presenta envuelta en toda clase de ambigüedades.

Ese acto, el suicidio, no puede permanecer en la ambigüedad. Pero sin evidencias emanadas del propio actor de su elocuente inmolación, restarían solamente las certidumbres de una sutil premonición recreada a posteriori. Apenas se sostendría la condición suicida si fuera sólo fundada en intuiciones precisas en torno de esas actuaciones previas, sin las cuales podría sospecharse que no hubo “mano propia”, que no actuaron terceros o que no hubo una instigación que se habría producido con fatales amenazas secretas, a través de cargas infamantes, sigilosas imputaciones de importancia superior para su honor que los hechos demasiado obvios que el muerto iba a revelar. O peor: producir una muerte cuya contundente o ensordecedora autoría obedecería a un poder innominado, que deposita un cadáver como si fuera una pirámide conmemorativa en un parque, un cuerpo que cuando era portador de vida inculpaba al máximo poder público nacional. Esa muerte, sea suicidio o asesinato, ¿acaso tendría enrollado el papiro que señalaría a esa máxima autoridad como culpable?

La gravedad de este hecho reside en que esto es inverosímil en los horizontes colectivos de una democracia, pero revista una apariencia de verosimilitud sólo en enfermizas tramas conspirativas, con invisibles orquestas que dirigen el pífano de la conjura en un país. Esas tramas, si rigen, sólo es porque desean preparar el gran retroceso, el mandoble que le resta plenitud a un gobierno y retira las posibilidades a la entera sociedad. ¿Quién podría afirmar que Nisman preferiría atentar contra sí mismo (lo que indirectamente validaría con más fuerza sus papeles póstumos, notoriamente frágiles en su argumento, aunque escritos con concisa, y por qué no reiterativa, pluma jurídica), y así ese suicidio sacrificial sostendría con sangre la validez de su letra? No parecía esto más importante que una sesión de debates parlamentarios donde triunfaría una incierta atmósfera en la que dificultosamente se harían valer esas inferencias lógico-deductivas de su escrito. Eran escritos de muchos modos tan estentóreos como imprecisos, como esas llamadas telefónicas capturadas por los servicios, que parecen, algunas, propias de un trato coloquial entre personajes aleatorios, despojados de todo rigor conclusivo.

En disfavor de la tesis del suicidio figura el hecho de que Nisman podría haber confrontado tranquilamente sus papeles tan trabajosos con sus críticos gubernamentales, que sin duda exhibirían otros documentos, respecto de que no había concesiones de libre circulación de personas en cuanto a los sospechosos iraníes, ni esquemas comerciales que pasarían por encima del “contrato social argentino” por excelencia, el acuerdo sobre la primacía de los derechos humanos. Un suicidio siempre es absurdo y siempre tiene una última razón desconocida. Este último tramo misterioso de la conciencia del suicida, es decir, el suicida despojado que no deja evidencias anteriores o posteriores (que la tradición romántica, la de Werther, o la sociológica, de Durkheim, nunca ven como tal, pues tratan sobre suicidas que poseen razones claras en sí mismas), y que tiene en el dramático caso del fiscal Nisman un componente político tan condensado y de tan gravísimo tenor, que salvo pruebas periciales muy contundentes podría seguir dando pie a la discusión crucial en torno al suicidio o al asesinato, incluido el tan abarcador concepto de suicidio inducido que, sin estar en ninguna legislación, apunta hacia el máximo grado de la conmoción pública y a una sociedad presa de poderes subterráneos. Pero, ¿quién podría querer cualquiera de esas cosas, asesinato, suicidio inducido? El autor oculto, en su maniobra perversa, parecería triunfar en llevar las culpas hacia un lado de la incisión nacional ya creada por ostensibles autorías.

La culpa sería, por burda, primitivista: se agotaría la vida política y social del país. Si en lugar de estar ante un asesinado estuviéramos ante un suicida, éste, en su misterio rotundo, también encarnaría allí el turbio destino de una sociedad y la responsabilidad de quién quiera que sea: todo el debate sobre lo ocurrido en un piso de Puerto Madero se devolvería a la política real que se hace en un país, de tal modo que nos veríamos envueltos en una atmósfera de irreflexión muy penosa, y la vida pública, social, intelectual y cultural se desharía apenas intentemos, a lo mínimo, comenzar a conversar sobre ella. En la muerte de Nisman se percibe una cuestión bien conocida: se refiere a los “Servicios de Informaciones”, dudosas agencias estatales que generalmente basan su fuerza en operaciones de “falsa identidad”. Su trabajo consiste en conocer lo “indecible del otro”, y aunque generalmente se limitan a trazar catalogaciones, esquemas y arquetipos previsibles, salidos de manuales de encasillamiento escritos en lengua persecutoria, su verdadera especialidad es la de “actuar siendo otro”. Esto es, actuar bajo el nombre del adversario, o de quien se quiere destruir, o de quien, expropiándole la identidad, se le pueda adosar después una acción ajena hacia la que fueron conducidos, o actos con el significado deliberadamente inverso de aquello en que los “servicios” creen, producido por ellos mismos con el profesionalismo de una conciencia desdoblada. Esta es la clásica acción del agent provocateur: poner a luz las latencias de culpabilidad y embate que las conciencias pueden tener, pero saben contener con prudencia. El cándido poseedor de creencias varias (denuncistas, insurgentes, ideológicas) ve de pronto que ellas se prolongan en acciones que él no ha causado. Los “servicios” –la conciencia del otro– las cometen para ponerlo frente a su supuesta condición de culpable. ¿Era alguien que meditaba en su ensoñación libre sobre convulsiones y actos justicieros? Ahora tiene todo eso a su frente, en un charco de sangre. El no lo ha hecho, lo han hecho por él, le han tomado prestada su identidad, han leído su “inconsciente político”, lo ponen en situación de desmentirlo todo, pero obligándolo al mismo tiempo a desmentir sus sueños.

Son algunas de las técnicas de los servicios en todo el mundo; grandes creadores de escenas, hechiceros de la manipulación de motivaciones, de la reversibilidad de las responsabilidades y convicciones. En un famoso episodio de la cuestión policial en el siglo XIX, Marx debió comprobar en un largo escrito sobre “Herr Vogt” –ése era el nombre del informante del bonapartismo– que el agente de espionaje era el otro, no él. En El agente secreto, magnífica novela de Joseph Conrad, se ve cómo se esboza la temible idea de que todos los actos humanos son impulsados por una suerte de inteligencia aviesa para que resulten en lo contrario de lo que desean. La reflexión sobre el doble agente, la acción bajo “bandera falsa” o sus sucedáneos –el “infiltrado”, el “agente provocador”– están inscriptos bien o mal en las prácticas y el lenguaje político. En el cine y la literatura –sin mencionar a Borges, que casi toda su obra la funda en estas situaciones– es posible refrescar el tema volviendo a ver Coronel Redl, un film de los ’80 de Itzván Szabó, basado en la obra de John Osborne, A Patriot for me, donde se relata el caso del jefe de inteligencia del Imperio Austro-Húngaro, a su vez espía ruso y de otras naciones, quien es llevado al suicidio por el propio emperador.

Nuestros casos tienen algunos de estos elementos, con medios de comunicación que suelen actuar también bajo hipótesis conspirativas, esa máxima facilidad folletinesca de masas. Es que yacen en la conciencia colectiva las lenguas oscuras o esotéricas del complot. Se han escuchado en los últimos días reflexiones sobre “autoatentados”, o sobre las agencias secretas de los imperios, provocando hechos con falsas identidades. Son estos, creemos, pensamientos poco sólidos, con estructuras conspirativas que sólo expresan la comodidad explicativa de un fácil determinismo. Renovar los pensamientos políticos en los movimientos populares, sobre todo los que vienen de legados de las izquierdas, implica volver a una idea de los acontecimientos que reconozcan el libre albedrío del ser político. Y no la molicie de atribuirle la violencia mundial sólo a las agencias clandestinas de las potencias –que por cierto actúan siempre–, con lo cual apenas se logra una condena monotemática a un único agente brutal en la historia. ¿Es el Imperio que ataca a los otros y se ataca a sí mismo para poder seguir atacando a los otros? Existen las conspiraciones, desde luego: todo principio de la política contiene algo de esa forma axiomática de atar los hechos; pero el total de lo producido por la historia tiene muchas más hebras sueltas de lo que pensamos. Nisman se convirtió en el nombre de lo impensado. Asesinado o suicidado, pone a prueba toda la arquitectura política del país y nos obliga a hablar sin ser entes reproductores de la vileza reinante.

Por eso es tan necesario seguir discutiendo las peripecias trágicas que rodean la actividad y el via crucis del fiscal Nisman –con el severo respeto que requiere el tema, pues fue ingenuo atacante y víctima inopinada–, sin abandonar los indicios periciales (hasta ahora inciertos), ni dejar de examinar las lógicas que sostienen sus escritos escasamente fundados (lógicas cerradas, regidas, lamentablemente, por conjeturas conspirativas propias del idioma profesional del método hipotético deductivo de los servicios), ni dejar de considerar que para todos el lamento que el episodio produce, debe revertir en un aireamiento de las instituciones estatales. Una renovación de los estilos políticos, una explícita caución y recaudos parlamentarios sobre los Servicios de Inteligencia, y cuanto menos un impedimento categórico para sus tecnologías embozadas de cálculo y construcción de bases de datos con rutinas de ilegalidad. Y, además, una advertencia para nosotros mismos de que la política de una nación soberana posee necesariamente orientaciones geopolíticas (creemos que Nisman se equivocaba al verlas tan linealmente), pero no se deben situar por encima de las permanencias culturales de sus definiciones humanísticas más avanzadas. En vez de la oscura maestría que parece haberse adquirido ahora en las tapas de los grandes diarios para los infusos veredictos criminológicos, a propósito de este entristecedor deceso del fiscal se podría tomar una actitud serena sobre nuevos pactos entre democracia vital, sensatez argumental y crítica a todos los aspectos de la demasía de la sangre que hoy acosa a la política mundial.

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