EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Victoria Ginzberg
Todos ven Homeland, CSI, House of Cards. Muchos han leído a Edgar Allan Poe, Arthur Conan Doyle, Raymond Chandler, Henning Mankell, Andrea Camilleri y Benjamin Black (Banville). A la mayoría le gustan las series de espías y los libros policiales. Desde la muerte del fiscal Alberto Nisman, las profesiones más extendidas del país parecen ser las de médico forense y detective. En un cuarto cerrado puede entrar un mono por la ventana después de trepar por la cadena de un pararrayos, como en Los crímenes de la calle Morgue, o una serpiente puede deslizarse por el orificio de la ventilación, como en La Banda de Lunares. Un pasadizo, pisadas, huellas, una nota. Todo suma a las distintas y más variadas teorías. Es comprensible. Este es un país con una tradición de crímenes sin resolver y de muertes de una u otra manera vinculadas con el poder. La sospecha y la desconfianza se justifican, al menos hasta que puedan verse las pruebas. Pero no hay nada que pueda afirmarse ahora porque, como dice Sherlock Holmes, “querido Watson: siempre es peligroso sacar deducciones a partir de datos insuficientes”. Habrá que esperar a que la investigación avance y cruzar los dedos para que no se contamine ni se embarre. Hay preguntas sin responder, por supuesto. Son muchas y no se harán acá; cada quien tiene sus preferidas, desde la Presidenta para abajo. Y hay dudas que seguramente quedarán más allá de lo que finalmente dictamine la Justicia, si es que llega a una definición acerca de si se trató de un suicidio, un suicidio inducido o un asesinato.
Nisman murió y las circunstancias en que esto ocurrió deben ser aclaradas, si es posible, rápido. Su muerte, sin embargo, no es la prueba de que la denuncia que había hecho unos días antes sea cierta. Cuando el juez Ariel Lijo hizo pública la presentación completa, dejó a la luz que “las grandes revelaciones” que había anunciado el fiscal no eran tales. En los tribunales de Comodoro Py, en juzgados que no pueden ser sospechados de simpatías con el Gobierno, admitieron que el escrito de Nisman podía generar un “escándalo político”, pero era menos probable que tuviera sólidas consecuencias jurídicas. Las razones fueron expuestas ya largamente esta semana, pero vale la pena repasarlas: Argentina firmó un acuerdo con Irán. Es público. A muchos, por diferentes motivos, no les pareció una decisión política acertada. Pero un desacierto político no es un crimen. Para que exista un delito, lo dijo el propio Nisman, debe probarse que se armó una pista falsa y se buscó desviar la investigación. Está dicho que esto no pasó: en los últimos dos años, nadie acercó al expediente una línea para trabajar sobre “fachos locales”, ni se levantaron los alertas rojos a los acusados iraníes. Desde la oposición y algunos medios de comunicación se afirma que la intención del Gobierno era dar impunidad, pero que el hecho no se concretó porque se trabó el memorándum en Irán o porque la Justicia argentina lo declaró inconstitucional. Es una afirmación incomprobable, ya que de las escuchas conocidas hasta ahora no se desprende que la Presidenta o el canciller compartieran el deseo de los personajes que allí aparecen hablando. Los lectores de este diario conocen bien la postura del ex secretario general de Interpol, Ronald Noble, quien sostuvo que Nisman mentía y que el gobierno argentino se había preocupado en aclarar que la firma del acuerdo con Irán no significaba que se quisiera modificar el status de los pedidos de captura. Y aun si se creyera que la “intención de impunidad” fuera cierta, el ex juez de la Corte, Raúl Zaffaroni, explicó que la voluntad de cometer un delito no es un delito en sí, que no es judiciable. Es, podría decirse, como acusar a alguien del asesinato de una persona que está viva. “Hay información, opinión, pero no un hecho que pueda imputarse penalmente”, opinó el jurista Julio Maier en igual sentido.
El futuro de esa presentación está por el momento en manos del juez Ariel Lijo, que en febrero definirá si es un expediente de su competencia o debe ser sorteado entre el resto de sus colegas del fuero. Lijo volvió a Comodoro Py de urgencia luego de la muerte de Nisman para ordenar que se preservaran los CDs en los que estaban las escuchas que se consideraban pruebas de la denuncia. Está claro que el juez no considera que haya apuro en abrir la investigación y que no había razones jurídicas para presentarla durante la feria. Nisman había dicho que compartía la decisión que la jueza María Servini de Cubría tomó en consulta con Lijo de no decretar la apertura de la feria para tratar su denuncia. Sin embargo, en su presentación, el fiscal pedía allanamientos en las casas u oficinas de algunos de los imputados, una medida que se toma cuando hay urgencia ante la posibilidad de que se pierda o destruya la prueba de un delito. ¿Qué podría buscarse dos años después de los supuestos hechos? El efecto político que podía haber tenido, en cambio, está más que claro. La difusión de la denuncia completa, con escuchas incluidas, parecen haberle proporcionado a Lijo una ventana de dos semanas para mirar desde afuera el respaldo o rechazo que la presentación genera en ámbitos jurídicos, políticos y sociales. Porque, se sabe, en Comodoro Py las razones políticas a veces priman sobre las jurídicas.
Oficialismo y oposición parecen coincidir en una cosa: un efecto importante de lo ocurrido es la visibilización de la necesidad de encarar una reforma profunda e integral de los Servicios de Inteligencia. Horacio Verbitsky fue el primero en advertirlo, pocas horas después de la muerte de Nisman. El Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), que encabeza, acompañó a los familiares de Memoria Activa en su presentación ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, donde el Estado se comprometió a reformar la ley de Inteligencia Nacional. Debía, por ejemplo, revisar el modo en que se regula la administración de fondos de los organismos de Inteligencia y establecer un método de desclasificación de documentos que garanticen el derecho a la información. Desde el CELS señalan que hay un largo trabajo para realizar en esa materia, desde la opción de desmantelar la Secretaría de Inteligencia y crear otra agencia, hasta la más acotada de modificar y transparentar, en la medida de lo posible, el funcionamiento de la actual secretaría.
Un conocedor de la trama que emparienta la Justicia Federal con los Servicios de Inteligencia recordó ante este diario que el menemismo hizo una reingeniería judicial que hizo ingresar en tribunales una casta que operó conducida políticamente (y quizá financiada) por la SIDE. Aseguró que no habrá forma de cambiar la Justicia ni lograr que deje de ser cada vez más un estado dentro del Estado, como la ex SIDE, sin terminar con ésta.
Pero si se piensa –buena parte de oficialistas y opositores parece también coincidir en esto– que los hechos de esta semana fueron provocados de una u otra manera por el desplazamiento de quien manejaba la SI, se podría prever que las consecuencias de su disolución serían imprevisibles. “Es probable, no es menor que estén todos en la calle y hay que bancárselo, pero estarían desfinanciados y no como ahora, que tienen recursos del Estado. En un mediano plazo envejecen y mueren, y en algún momento se puede empezar de cero”, señaló el experto. Otros coincidieron: “Es como una purga policial. Es riesgoso, pero hay que hacerlo”.
Una de las propuestas escuchadas –y de las tantas posibles– consistiría en reforzar la Dirección Nacional de Inteligencia Criminal del Ministerio de Seguridad, un órgano pequeño pero integrado con gente menos contaminada, que ha dado buenos resultados como auxiliar de la Justicia en investigaciones de delitos complejos. La SI podría seguir con actividades limitadas. O directamente disolverse. El experto se ilusiona: “Ese sería un gesto político de una significación muy importante; sería... como entrar a la ESMA”.
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