Lun 16.02.2015

EL PAíS  › OPINIóN

La corrosión del sentido

› Por Washington Uranga

No te dejará dormir este estrépito infinito
que intenta llenar los días de tinieblas y enemigos.
Una estruendosa jauría se empeña en hacer callar
las preguntas, los matices, el murmullo de ojalás.

Ismael Serrano

“No todo lo que reluce es oro” reza el dicho popular para señalar que las apariencias engañan y que no todo lo que aparece es verdad. El refrán, sencillo en sí mismo, puede aplicarse sin embargo a la compleja coyuntura de la Argentina de estos días. Poco o nada de lo que se dice y se formula corresponde con las verdaderas intenciones de los dicentes. Muchos de los que hablan aseguran hacerlo a título personal, así no puedan eludir la responsabilidad institucional de la que están investidos, o sea es evidente que se expresan en nombre de grupos de presión, de corporaciones o de fracciones. Todos o casi todos reclaman justicia, aun aquellos que tienen como responsabilidad proveerla o administrarla, o quienes con toda evidencia la vienen obstaculizando de maneras diversas. Otros usan palabras supuestamente neutras o ambiguas para presumir independencia, autonomía o equidistancia, aun a sabiendas de que están jugando posiciones políticas e intereses muy claramente establecidos. Son pocos los que, con sinceridad y honestidad, en medio de la confusión reinante, se ocupan verdaderamente de pensar en el interés colectivo en lugar de defender sus prebendas, sus privilegios, sus prerrogativas. Las mentiras –o las medias verdades, que finalmente son más siniestras y deplorables– le han ganado la batalla a la verdad en la construcción de gran parte de los discursos.

En medio de esta lucha por el poder, la ciudadanía padece el desconcierto propio de la falta de fuentes creíbles y la dificultad normal de quien, necesitando elementos para tomar decisiones libres, se ve tironeado y aguijonado por una lucha política y de poder en la que, aun siendo parte, se le hace muy difícil participar. Otra vez la verdad resulta inmolada, la política desciende hasta sus versiones más pobres y nefastas, y el derecho ciudadano a la información y la comunicación –que habilita la legítima y consciente toma de decisiones– está nuevamente sacrificado. Aprovechando el Carnaval, hasta los traidores aparecen disfrazados de héroes.

Ruido de patriotas que se envuelven en bandera,
confunden la patria con la sordidez de sus cavernas.
Ruido de conversos que, caídos del caballo,
siembran su rencor perseguidos por sus pecados.

Ismael Serrano

Por cierto que no se trata de dejar de lado o negar el conflicto. De ninguna manera. El conflicto es esencial a la diversidad y a la pluralidad democrática. Se necesita del conflicto como combustible imprescindible para mantener la esencia de la construcción política. Pero para que el conflicto adquiera legítimo sentido, se demanda al mismo tiempo honestidad en la confrontación de ideas y transparencia en el juego de los intereses que persiguen cada uno de los actores. Para seguir con los dichos populares: no se puede “tirar la piedra y esconder la mano”.

El filósofo y sociólogo francés Edgar Morin sostiene que “la democracia necesita tanto del conflicto de ideas como de opiniones que le den vitalidad y productividad”. La coyuntura exige a todos los actores –sin exclusión alguna– una gran cuota de responsabilidad que está inevitablemente asociada, primero, a conductas ético-políticas que resulten irreprochables; después, a la decisión de perseguir el bien común por encima de los intereses exclusivamente personales; y luego, a la imprescindible creatividad para buscar alternativas ante las dificultades que presenta el momento político.

Decíamos que nada de lo anterior supone renunciar al conflicto de ideas, al debate y a la confrontación propios de la política. Pero está a la vista que el escenario actual parece saturado de golpes bajos, intereses mezquinos y oportunistas, “chicanas” y procedimientos lejanos a la honestidad, que impiden una sana discusión de ideas para el enriquecimiento colectivo desde la diferencia y con la finalidad de producir alternativas.

Nadie puede negar que hay sectores del Estado en los que se han perpetuado los mecanismos de corrupción. De eso son responsables todos lo que han ejercido el gobierno desde el restablecimiento de la democracia hasta nuestros días. Y, por supuesto, lo ha sido fundamentalmente la dictadura que dejó instalados nichos y mecanismos de corrupción a través de los cuales muchos de sus personeros buscaron perpetuar su poder o bien contar con detonadores –a modo de “bombas políticas”– listos para estallar en el momento en que mejor les sirva a sus intereses particulares o sectoriales. Por distintas razones, y con diferentes argumentos, los sucesivos gobiernos democráticos –ni el presente, ni los anteriores– fueron capaces de desactivar estos mecanismos antidemocráticos. Se logró extraer varios tumores, pero otros tantos no. El sistema de Inteligencia y parte del Poder Judicial son dos de estos capítulos. Aunque no los únicos. Hay adeudos compartidos por todos los actores político-institucionales en el mantenimiento de situaciones que conspiran contra la institucionalidad y la democracia. Sobre esta asignatura deberían rendir exámenes desde organismos del Estado hasta los partidos políticos y la Iglesia Católica, para mencionar sólo algunos.

Ruido de iluminados, gritan desde sus hogueras
que trae el fin del mundo la luz de la diferencia.
Ruido de inquisidores, nos hablan de libertades
agrietando con sus gritos su barniz de tolerantes.

Ismael Serrano

Lo sano sería que cada uno asuma su responsabilidad, aun en medio del debate. Pero eso es difícil en tiempos electorales, y ante la polarización binaria y maniquea en la que estamos inmersos. También porque los últimos gobiernos han ido a fondo con políticas públicas que perturban intereses de poderosísimos grupos y corporaciones, nacionales e internacionales, y quienes se sienten afectados ahora encuentran la oportunidad y extreman todos sus recursos para torcer el rumbo del país y recuperar sus privilegios. En ese camino buscan y hallan aliados insospechados, incluso en grupos y personas con los que hace no muchos años habría sido impensado que estuvieran subidos en el mismo barco. Está claro que a muchos los guía más el rencor que la razón y se dejan conducir incluso por quienes, hasta hace cierto tiempo, eran claramente sus adversarios o enemigos. Para cerciorarse de esto basta mirar el estilo, el color y las características de algunas alianzas coyunturales (¿oportunistas?) o fotos (¿de ocasión?) que se sacan los candidatos.

Como expresión de madurez democrática nos está faltando que el intercambio de opiniones sea honesto y transparente, con sentido productivo y creativo. La pregunta es si esto será realmente posible en medio de tantos gritos destemplados, intereses encubiertos y puñaladas arteras que parecen haber ganado no sólo la política sino la vida cotidiana de la sociedad. Es posible que ésta sea una mirada ingenua e irreal de la política. Aun así valdría la pena intentarlo.

Las carpetas, los archivos y los prontuarios vuelan de un lugar a otro como si se tratase de argumentos o, lo que es peor, de propuestas políticas. En realidad son pocos los que podrían repetir las palabras de Nelson Mandela, el gran líder sudafricano: “No quiero ser presentado de forma que se omitan los puntos oscuros de mi vida”. Por el contrario, muchos de los actores de la política actual están tan comprometidos y presionados por sus propios “puntos oscuros” que resultan condicionados al extremo y han perdido toda libertad para actuar. Pareciera que todo lo que hacen tiene como único objetivo tapar tales “puntos oscuros”. Y eso no sirve sino para consolidar el poder de aquellos llamados “espías” o simplemente extorsionadores por cuenta propia, que están haciendo de la política su propio negocio.

De todo lo anterior, queda claro, el único que no se beneficia es el pueblo. Tampoco el sistema democrático. Pero, ¿a quiénes y a cuántos les importa realmente eso? Lo que es más grave todavía es que el proceso que estamos viviendo en estos días hace retroceder a toda la sociedad en los pasos dados en la consolidación de la democracia y en la revalorización de la política como el único y legítimo escenario de construcción colectiva. También porque reinstala en la conciencia individual y social, de manera peligrosa, depredadora y dañina, el sentido de que a nadie se puede creer, que nada es verdad y que lo único que tiene valor es el “sálvese quien pueda”. Aunque ciertamente eso no es verdad y en la sociedad existen iniciativas, grupos y propuestas valiosas, honestas y apoyadas en perspectiva de derechos, es sumamente riesgoso permitir que las usinas de corrosión de sentido (que hoy son principalmente las corporaciones mediáticas, actuando como amplificadores de sus propios intereses y de otros no menos antidemocráticos) arremetan contra el valor de la política. Porque lo contrario de la política, como conflicto productivo de ideas y opiniones, es el autoritarismo impuesto desde los intereses y los grupos de poder. Los mismos que antes usaron las armas y hoy recurren a la no menos peligrosa violencia simbólica... que opera hasta con el silencio.

Si se callase el ruido
quizá podríamos hablar
y soplar las heridas,
quizás entenderías
que nos queda la esperanza.

Ismael Serrano
(“Si se callase el ruido”).

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