Mar 03.03.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Política, felicidad y democracia

› Por Diego Conno *

La relación entre política y felicidad es compleja y problemática; su historia es larga y está cargada de tradición. Los antiguos griegos consideraban que no había posibilidad de una vida feliz o justa si no era al interior de una comunidad feliz o justa. Con la entrada en la modernidad y el triunfo del liberalismo, la felicidad quedó relegada al ámbito privado, identificada con los fines particulares de los individuos, y la política se volvió dispositivo de administración de los grados de sufrimiento y de dolor presentes en una sociedad. La época actual es una profundización de esta comprensión moderna de la política, donde la vida ha pasado a ser enteramente gobernada (y gobernable) y la política, hoy devenida biopolítica, en el mejor de los casos toma el nombre de administración; en el peor, se convierte en política de supervivencia.

Durante largos años en la Argentina, bajo la ilusión de la palabra felicidad, otras fueron silenciadas o desplazadas de los lenguajes histórico-políticos. Palabras como justicia, igualdad, libertad fueron clausuradas por un consorcio político-empresario-comunicacional que monopolizó no sólo las palabras y sus usos, sino también las condiciones en que éstas pudieron haber sido pronunciadas.

La utilización banal de la palabra felicidad manifiesta a su vez una frivolización de la palabra política. Algo de esto ha estado presente en ciertos sectores de la política local, al deslizar la idea de un consensualismo abstracto, que niega la confrontación de intereses inherente a la dinámica de lo político. Esto no significa pensar los antagonismos como modo de construcción política sin más, naturalizando así algo que debiera considerarse en su historicidad político-social. Una política verdaderamente democrática y de izquierda no es tanto la que se construye en base a una lógica de antagonismos radicales –quizá la idea de agonismo sea más expresiva de lo que intentamos nombrar—, sino más bien aquella que implica una recepción, una escucha como suele decir María Pía López en su interpretación de lo que nombra la palabra “kirchnerismo”, atenta a las distintas zonas de conflicto y de violencia que atraviesan a un individuo, una ciudad o una nación.

Desde el kirchnerismo, se corre el riesgo que implica la incorporación de lenguajes ajenos, cuando la palabra felicidad sirve para nombrar un consumismo y un bienestar económico, que reduce la democracia a una gestión de bienes, de cuerpos y de afectos, haciendo de la política –una vez más– una mera técnica al servicio del capital. La democracia requiere la satisfacción de las demandas materiales de la sociedad, pero no puede reducirse a ella; conlleva fundamentalmente, un modo de producción de lo social en un sentido libertario-igualitario.

El último discurso de la presidenta Cristina Fernández de Kirchner ante una apertura de sesiones legislativas vuelve a poner en escena el vínculo entre política y felicidad. En este contexto, la palabra felicidad se aloja en el proceso de democratización y ampliación de derechos iniciado en 2003. Proceso no exento de tensiones entre elementos fuertemente democráticos en términos económicos, sociales y culturales, como la estatización del sistema previsional, la Asignación Universal por Hijo, la política de derechos humanos, la política educativa, la ley de medios audiovisuales o la ley de matrimonio igualitario (por citar –una vez más– algunos de los momentos más interesantes de estos años, a los que ya se les puede sumar el anuncio presidencial de estatización del sistema ferroviario), y otros que precisan mayores discusiones y nuevas configuraciones político-sociales en torno de temas pendientes como la extracción de recursos naturales, la democratización del sistema sindical, el esquema agropecuario de monocultivo, los límites del sistema productivo y un esquema tributario que aún continúa bloqueando las posibilidades de seguir disminuyendo los niveles de pobreza y de-sigualdad social.

El kirchnerismo ha cumplido un enorme proceso reparador. Como en su momento el primer peronismo, y aunque en un sentido negativo también el menemismo, este proceso implicó también una transformación cultural. Una transformación cultural que desplazó el eje de la práctica política y el debate público en la Argentina, fortaleciendo el primado de la política sobre la economía, del Estado sobre el mercado, de lo público sobre lo privado.

Hannah Arendt dijo alguna vez que “nadie puede ser feliz sin participar en la felicidad pública, nadie puede ser libre sin la experiencia de la libertad pública y nadie, finalmente, puede ser feliz o libre sin implicarse y formar parte del poder político”. Algo de esta especie de devenir público de la felicidad –que se ha venido consolidando durante los últimos años en la Argentina– quedó expresado el domingo en la Plaza del Congreso, proyectando una nota sobresaliente en la historia: que los progresismos y las izquierdas de todo tipo no debieran renunciar a la posibilidad de pronunciar para sus pueblos la palabra felicidad.

* Politólogo, docente de Teoría Política de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, docente de Prácticas Culturales del Instituto de Estudios Iniciales de la UNAJ y coordinador del área de cultura y política del Programa de Estudios para la Cultura de la misma universidad.

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