EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González
No es un caso fácil el llamado “populismo argentino”, pues tiene en su memoria política una fuerte capacidad incorporativa de diversidad de temas que en principio ni le pertenecen, ni se hallan en alguna cartilla básica previamente escrita, en la que el curioso investigador desee buscar indicios concluyentes respecto de las “grandes ideologías” del mundo moderno. Compárese con el populismo ruso del siglo XIX. Ellos tradujeron El Capital del alemán antes que Juan B. Justo en la Argentina. El peronismo de los comienzos estuvo muy escrito, pero a la luz de los bloques geopolíticos originados en la posguerra. Pasión doctrinal transmitida con catecismos y resúmenes ceremoniosos. Hoy, el populismo –el que vio con exigentes escorzos teóricos Ernesto Laclau, pero para decir otra cosa– escribe menos, se confía en impromtus y en escuetos silabarios de urgencia. Sigue, es claro, un linaje. Pero le faltan escrituras que se sostengan por sí mismas, en su propia lógica argumentativa. El texto de Rafecas, al fin, cumplió en una coyuntura específica ese propósito.
El hablar populista, no obstante, hoy adquirió una dimensión nueva, aunque no se la reconoce, porque a pesar de que por momentos asume la forma de Twitter y sus sucedáneos –es comprensible que esa fatalidad suceda– sigue en sustancia las rutas de la oratoria clásica. Largos tramos, que se elaboran entre vías de explanación que ora se conjugan, ora se separan, y admiten todas clase de digresiones. Es una novedad. ¿Cómo valorarla? Se plantea un nuevo papel del país en el mundo, se mantiene las críticas a las nuevas alianzas globales (flujos financieros, judiciales, comunicacionales, tecnológicos, en un racimo entrelazado que recorre el mundo, arrastra incluso a buenos periodistas y a sensibles actrices de Hollywood). Si se es ocioso frente a estos lenguajes y coaliciones de la “nueva sensibilidad hegemónica”, el enfático discurso presidencial parecería meramente acumulativo, fáctico, apenas apto para que se le imputen vecindades resbaladizas con las políticas de clientela de los Césares romanos, o con formas bonapartistas alrededor de una figura afortunada que reparte favores por encima de las fisuras efectivas que impiden considerar que no hay “totalidad posible” ni en la sociedad ni en la nación.
Sin embargo, al ver la Plaza del Congreso en su profunda heterogeneidad, se adensa esta cuestión. No sólo en cuanto al rostro social de esas multitudes, a su estratificación en relación con edades y profesiones, sino al modo en que allí llegaron, a si predominó el ómnibus de las intendencias o la predisposición autolocomotiva (vulgo: vinieron por “su cuenta”) o si en su “infraestructura simbólica” –es un modo de decir– portaban bombos, panderetas, cartelones gigantescos de escala industrial o imágenes caseras, confeccionadas en la intimidad doméstica. Todos esos “soportes” –si nos ponemos en la jerga informática– han variado dramáticamente a lo largo del tiempo. Hablando de lo que le pertenecería originariamente al populismo del que hablamos, de “este” populismo, ni siquiera el bombo dejó de sufrir una evolución curiosa. En el peronismo, ni estuvo desde el principio –basta ver la primeras fotografías de las marchas peronistas– ni dejó de evolucionar formal y rítmicamente en las diversas épocas, registrando de una manera u otra su parentesco con la murga como formación lúdica y paródica. Pero el bombo, en lo político, no es paródico solamente, sino que otorga solemnidad y un rasgo de melancolía que se filtra en lo naturalmente festivo.
El tambor es un instrumento milenario, ritual, militar, religioso y político. De remoto origen africano y turco, se expandió por Europa –Cervantes y Shakespeare tardíamente lo introducen en sus obras– con connotaciones picarescas y populares, hasta que Haydn, Mahler y Wagner lo utilizan en sus grandes composiciones. Si hiciéramos la historia de la variedad del bombo rioplatense en su cruce con el peronismo, obtendríamos distintos resultados y diferentes maneras de interpretar su compromiso con la negritud, las mitologías barriales, el cine de Soffici y su llegada plena a los grandes espectáculos de plaza pública. El tamboril fue el peronismo de los orígenes, el bongó se introdujo en las juventudes de los ’70, los bombos gigantescos también, evidentemente una humorada pantagruélica de cuyo triunfalismo hay siempre que precaverse. Las agrupaciones de bombistas –no es necesario recordar al Tula, que le vio la veta empresarial al asunto– provienen del Carnaval y del fútbol, pero cumplen con los restos de memorias que reconocen su origen en tiempos muy lejanos. Si bien no es igual al jefe de batería del Carnaval brasileño, el director del conjunto de bombos de las agrupaciones percusivas argentinas a veces guarda una complejidad tan lograda como la que pudo introducir Berlioz en su Réquiem, al agregar doce timbales a su partitura.
En la Plaza del Congreso –me pareció– hubo menos lucimiento de los tambores, bombos, timbales y atabaques, pues la marcha hacia ese punto vital de la ciudad no es igual al acto de desembocar en Plaza de Mayo. Aquí hay que recorrer más cuadras y puede manifestarse el contorsionismo estetizante y la rítmica que altera tonos jocosos y graves. En el Congreso atestado por la muchedumbre –ironía: no faltaron paraguas– recrudeció como nunca el globo inflable, que prefieren los sindicatos, los intendentes o los candidatos. El aspecto de festival atmosférico que se produce, con dirigibles y globos polimórficos que también se remontan a largas tradiciones artísticas y técnicas para trabajar un espacio arquitectónico abierto, cambia en gran medida la naturaleza y el arte de las grandes concentraciones de masas. Les da levedad aérea, a pesar de los sucesos de honda significación política que están en juego, les otorgan a las manifestaciones multitudinarias un no se sabe bien qué, de un aire de fiesta medieval, o de plaza científico-carnavalesca donde algún hermano Montgolfier hace sus pruebas de vuelo sobre París, sin haber conocido todavía el nailon ni el gas propano.
En algún momento, en la plaza, los bombos ensayaron su conocida tendencia a disputarle el sonido ambiente al orador –la oradora, en verdad—. La historia argentina conoce muy bien los conflictos que allí se producen. Pero esta vez hubo una autocontención asombrada y asombrosa. Lo que se estaba diciendo desde la más alta silla del Congreso era muy importante. La voz humana, en sus diversos tonos –informes técnicos acumulativos, terminación de represas, satélites, anuncios en los que siempre es prudente retener la jactancia que naturalmente los envuelve, dichos con un fraseo por momentos confidencial y otros de moderada exaltación, y luego, el hilo interno para recorrer la tragedia argentina hacia el final, la voz enhebrada en tonos más airados para responder a los diputados más duchos en la vieja artesanía de las chicanas, y arrebato final para remarcar un legado—, esa voz humana, decimos, lograba una extraña atención masiva. Cifras gélidas de producción científica parecían rozar regiones épicas y el llamado a considerar la historia como “otra cosa” que los ciclos políticos y parlamentarios (ambos aspectos se entrelazan y nos importan por igual) introducía el tema del historicismo en los movimientos populares, que tanto puede ser el máximo refinamiento de la vida popular (si no cultiva liturgias inmóviles) como su grisáceo ritual (si no asume proporciones conceptuales elaboradas a la luz de la experiencia crítica universal). Toda historia nacional va y viene desde la construcción de un dique y el temblor de la memoria.
La plaza puso la historia argentina sobre sus pies, y la sacó del policial negro, de la psicología del suicida y de las maniobras parajudiciales, y esperemos, también, de los servicios de Inteligencia corruptos en sí y para sí. Le dio sustento a un gran texto: la presentación del juez Rafecas. El frágil hilo de la historia nacional estaba por debilitarse o desvanecerse. Un dictamen judicial de la tradición clásica (sensato y prudente, sin jugueteos melodramáticos), un discurso cuya longitud casi abarcaba un viaje en tren desde Buenos Aires a Rosario (inusual territorialidad de la voz pública, en momentos en que se dice que las audiencias masivas requieren pan y circo) y doscientos mil tamboriles en silencio –el pulso secreto del corazón— invitaron a pensar nuevamente el país bajo el régimen reflexivo de las grandes ideas y no de las operaciones secretas y las sigilosas deformaciones de todo lo que se dice, aun cuando sea escuchado por miles y miles de un modo y trasladado de otro a los noticieros de turno bajo un régimen de selectividad facciosa. Un mero dirigible inflable, mecido por el viento y mojado por la lluvia desmentía el anunciado autogolpe y saludaba a los tantos y tantas que fueron simplemente porque sintieron el peligro. Un famoso general (del siglo XIX), guardaespaldas de un no menos famoso diario, como los míticos guardianes que pone Dante ante los pórticos divinos que deben atravesarse, supo decir: las batallas no se reescriben como si fueran partidas de ajedrez mal jugadas. Sus herederos quieren reescribir la formación del bloque social fracasado en 1946, llamado a una nueva comprensión de las urgencias del arco opositor, a pesar de que sus flechas son pócimas que van desde el centroderecha exasperado hasta liberales en goce permanente de virtuosas abstracciones históricas. No desperdicien fuerzas, únanse, se les enseña con paciencia. Puede ser que eso ocurra y el país viva próximamente una de sus dramáticas confrontaciones electorales en un teatro emocionante entre sus dos alas históricas. Pero la historia no es un ritornello; a lo sumo, la facultad del presente para reordenar los hechos del pasado, que nunca están fijos e interpretados de antemano.
¿Pero será una confrontación con nombres repetidos? Macri ayuda poco con su lacónico enigma: “También tenemos banderas justicialistas”. Hace política con las vacilaciones electivas del cumpleañero en la sastrería: ¿corbata, pantuflas o saco sport? La familia Pinedo tiene un ascendiente que en 1955 –venía del socialismo conservador del 30– no se dispuso fácilmente al golpe notorio. Pero no es eso a lo que se refiere Macri, pues quizá no conozca este episodio, sino a la clásica técnica de tomar porciones de lo otro, de aquí y de allá. Un populismo sin energía, laxo y sin “dramatis persona”, un populismo de pogo y serpentina. En cambio, la otra partitura populista, a partir de esta Plaza del Congreso, debe repensar su bagaje, sus cordajes, sus ensambladuras. De pensar en difíciles contrapuntos –y el discurso escuchado, en su parte lluviosa y en su parte soleada, lo insinuaba– entre la ingeniería y la filosofía de la historia. Debe pensar sus liturgias, no hacerlas descansar en pilares fijos; si de su núcleo duro se desprenden sus partes de hojaldre (las “patas peronistas” del sempiterno ciempiés de la política argentina), debe readquirir lo que ya tiene, sin saberlo, y lo que sin duda sabe que no tiene. La apertura al mundo, Rusia, China, son enormes desafíos que implican estar en el mundo no sólo por los trágicos atentados aún no esclarecidos, sino la obligación de repensar la soberanía no sólo en términos de acuerdos económicos equitativos, sino en reponernos en el interior de la historia contemporánea con nuevas dimensiones y partituras: un humanismo autocentrado y universal, munido de todas las grandes ideas de progreso, justicia, memoria y crítica, que al tocar nuestros tamboriles, sabiéndolo o no, las estamos invocando.
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