EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El domingo pasado la Presidenta abrió el período de sesiones ordinarias del Congreso argentino, tal como lo establece la Constitución nacional. El hecho en sí mismo es una expresión de normalidad político-jurídica. A eso se agrega la reedición de un acontecimiento que no tiene antecedentes fuera de las prácticas de los últimos años: la rutina institucional que conecta dos de los tres poderes de la república estuvo rodeada de una inmensa y entusiasta multitud. Es un signo de los tiempos, la reconexión de la política y sus instituciones normativas con un importante sector de un pueblo que hace poco más de una década expresaba su indignación contra la “clase política” en su conjunto.
En el país en el que viven los que se movilizaron el domingo y muchos millones más de personas que no se entusiasman con el guión interpretativo de la muerte del fiscal Nisman que pretende imponer el establishment, la Argentina es un país normal afectado por un crimen de gran repercusión institucional. Es decir un crimen que, en principio, no tendría por qué crear una insalvable brecha en la sociedad y en la política y, si la tiene, es porque fue convertida en un capítulo de la larga guerra de desgaste que vienen librando poderosos sectores del país contra los gobiernos kirchneristas. En la última semana la jueza Arroyo Salgado se instaló como portavoz del otro país, del que inscribe el acontecimiento en un relato que pone en su centro la existencia de una gran perturbación en el funcionamiento del Estado y del conjunto de las instituciones. Una perturbación cuyas huellas llevan directamente desde el gran acusado actual, el gobierno nacional, hasta todos y cada uno de los más trágicos acontecimientos de la historia relativamente reciente del país. No estaríamos, según esa lectura, en un país normal donde se cometió un crimen, sino en un país esencial y definitivamente intolerante y violento cuyo itinerario ha llegado justamente ahora a un punto crítico y resolutorio, que es el actual gobierno de Cristina Kirchner. Durante los días transcurridos desde el crimen hasta el alegato público de la ex mujer de Nisman, el relato de la pureza institucional agraviada por un gobierno siempre avasallador y ahora asesino se había apoyado sobre bases muy endebles. Había testimonios estrafalarios en los medios, luego desmentidos frente a la Justicia, había forzamiento de los hechos hasta hacerlos encajar en el relato, había una lluvia de prejuicios raciales y demonizaciones políticas que construían un territorio de buenos y malos, de sospechas e incertidumbres. La jueza
inauguró una etapa de esta inusual saga política: su discurso no fue presentado como una opinión ni una versión más, sino como la verdad incontrovertible de los hechos. No intentó sostenerse sobre puntos de vista vulgares sino que convocó en su auxilio nada menos que a los científicos. Esos científicos no aparecieron en el discurso como individuos que aportaban datos a la causa sino que decían simple, llana y definitivamente la verdad.
¿Puede modificar cualitativamente la presentación de la jueza el estado de la cuestión en materia de investigación judicial? Eso está por verse; a pocas horas de saberse “la verdad dicha por los científicos” aparecieron datos de la navegación por Internet del fiscal muerto, en horas en que Arroyo Salgado y sus asesores indicaban que ya había fallecido, lo que pone en cuestión uno de los puntos más pretenciosos del dictamen televisivo de Arroyo Salgado. Ahora bien, haríamos bien en no ilusionarnos en que se esté abriendo ahora una etapa de esclarecimiento judicial puro, preciso y veloz de la contienda interpretativa puesta en acto primero por los grandes medios y los fiscales opositores y después por la jueza. La tarea de llegar a la verdad es más compleja de lo que diría la inocente espera de pruebas irrefutables en un sentido o el otro. Lo que empieza a jugarse ahora es la cuestión de cuán importante y determinante será el suceso del 18 de enero en el desarrollo de la campaña electoral y en el trascendente veredicto popular de octubre próximo. Si la alianza mediático-judicial logra revertir la decisión de Rafecas, rehabilitando así la muy descalificada denuncia de Nisman-Pollicita, y desautorizar la investigación que está haciendo la fiscal Fein para dar lugar al paso de la causa al fuero federal, entonces tendremos “caso Nisman” en el centro de la escena de los próximos meses.
Lo más funcional a esa estrategia sería una suerte de polarización interpretativa de la muerte (o del “magnicidio” que muy desproporcionadamente proclama Arroyo Salgado) entre quienes afirman la existencia de un suicidio y quienes sostienen la producción de un asesinato. De ese modo se presentarían las cosas como un choque entre quienes quieren ocultar los hechos y quienes quieren que se conozca toda la verdad. Y, claro está, que no sería una discusión entre técnicos que pugnan por imponer su interpretación sino una saga televisiva donde el gobierno estaría sistemáticamente colocado en el banquillo de los acusados. En este cuadro tendríamos el paisaje ideal para los que miran la realidad política argentina con el lente de la violencia y el ocultamiento congénitos a nuestro ser nacional; el discurso fácilmente se completaría con la “gran oportunidad” que tiene el pueblo argentino de revertir el curso de la historia con una votación ganadora para la oposición. No hay, en principio, motivo alguno para la instalación de ese tipo de polaridad interpretativa. Pocos días después de la muerte del fiscal la Presidenta sostuvo públicamente que no le resultaba creíble la historia de su suicidio. Viniendo de Cristina difícilmente pueda considerarse la afirmación como un simple pálpito. Tampoco como un intento de interferir en la investigación del hecho, lo que no solamente sería indeseable sino políticamente imposible en las actuales condiciones. Más bien debería ser comprendida la afirmación como la declaración de una posición política frente al hecho, como la afirmación de que el Gobierno no trabaja para echarle tierra a la investigación (como hizo, por ejemplo, el menemismo con el atentado a la AMIA) sino, por el contrario, para ir hasta las últimas consecuencias en ella.
No se sabe la seriedad que tiene la hipótesis de Arroyo Salgado, aunque los primeros indicios empiezan a rodearla de sombras. Lo que sí se sabe es el discurso político que necesariamente se construye a su alrededor. Y es el discurso como totalidad y no la tesis del homicidio lo que tiene que estar en el centro de la discusión. Es un discurso cuya lógica tiene el sello de una interpretación del mundo en que vivimos. Un mundo en el que el lugar bueno lo ocupan los países “serios”, es decir aquellos cuyos gobiernos no ponen en discusión el orden mundial dominante. Es un país serio, por ejemplo, Israel, cuyo presidente acaba de decir en Estados Unidos, como parte de un insólito operativo de enfrentamiento con la política del presidente de la principal potencia militar mundial, que los atentados a la embajada de su país y a la mutual judía en la Argentina fueron obra del gobierno de Irán. Es decir un presidente que se inmiscuye de forma prepotente y falaz en asuntos ajenos a la soberanía de su país. Y que además se contrapone con el propio gobierno de su país, cuyo canciller acababa de reclamar la profundización de la investigación de esos crímenes. Una “profundización” que tendría muy poco sentido si ya se supiera quiénes fueron los criminales. Este estereotipo del mundo es el que organiza el marco del relato sobre la muerte del fiscal. El relato consiste centralmente en atribuir al gobierno de Cristina Kirchner un viraje en la orientación internacional del país, respecto, incluso, de la política de Néstor Kirchner. El giro habría consistido en abandonar la cercanía de Estados Unidos y su bloque internacional para pasar a construir alianzas que directa o indirectamente la acercan al “eje del mal”. Por eso se habría firmado un memorándum para disculpar a Irán que vendría a ser algo así como “un eje del eje del mal”. Es decir que para permanecer en el mundo de los países serios Argentina debería haber acompañado sin condicionamientos el plan de destrucción de Irán que parecía el rumbo irreversible de la política de Estados Unidos hasta hace poco. Resulta extravagante que esa monserga circule hoy que el gobierno de Estados Unidos está compartiendo la guerra contra el Estado Islámico en Irak, nada menos que con la República Islámica de Irán. Lo único que pondría un poco de orden en ese relato esquizofrénico sería atribuirlo al bloque que agrupa a la derecha más belicosa con el gobierno de Estados Unidos con el actual gobierno israelí contra el giro impreso por Obama a la política en Oriente Medio. Todo indica que la cuestión no es Estados Unidos o el eje del mal sino política independiente o subordinación a los centros de poder mundiales.
Lo que empieza a quedar claro es que la muerte de Nisman se relaciona con un conjunto de oscuros intereses de los que estaba rodeado y que finalmente lo llevaron a la muerte. El hilo político de los acontecimientos podría llevarnos a la averiguación de por qué el fiscal adelantó su regreso de España, por qué realizó una denuncia que contraría la visión favorable a la política del Gobierno en el caso AMIA, incluido el Memorándum de Entendimiento con Irán que revelan los documentos recientemente sacados de su caja fuerte, por qué presentó una denuncia inconsistente hasta para quienes la miran con interesada generosidad, nada menos que contra la máxima autoridad de la república, cuál es la relación de todos estos curiosos acontecimientos con la depuración de la SI que afectó a un personaje tan cercano a Nisman como Jaime Stiuso y qué relación tienen todos estos hechos con la relación de subordinación del fiscal a la Embajada de Estados Unidos, oportunamente publicada en los Wiki- leaks que nunca fueron desmentidos por ninguna de las dos partes. Difícilmente la muerte de Nisman carezca de conexión con esta trama. Haya sido un asesinato o un suicidio.
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