EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González
Una vieja sección de un diario argentino, que sólo por una rara nostalgia puede recordarse, era encabezada por la expresión “Créase o no”. Se trataba de casos prodigiosos o insólitos que se describían brevemente y dejaban al lector en una duda simpática y provocativa. ¿En qué creer? Pues bien, esta creación de Ripley –que data de los años ’20–, puede considerarse la fórmula alquímica final de todo periodismo. No es fórmula ingrata o tramposa, siempre que se la utilice con una pizca de gracia, desafiando al lector. Pero lo que está sucediendo ahora con la investigación judicial del caso Nisman, con los peritajes sucesivos y la proliferación de interpretaciones emanadas de confusos escaños judiciales o no, dejan a miles y miles de personas en una indefensión conceptual, política y moral. Se juega con otro cuerpo, el cuerpo social de la nación a la luz de un “créase o no” de aciagos perfiles. Para muchas opiniones –son fáciles de escuchar, basta viajar en taxi algunas horas por semana o ir al supermercado– el caso Nisman es un asesinato surgido de órdenes provenientes del sitial más elevado de la República, o bien, dicen los más concesivos, de indicaciones indirectas o implícitas, que al final acabaron encontrando fieles intérpretes. Otra veta de las opiniones fácilmente circulantes indica que “no les convenía” a los supuestos mandantes el asesinato de alguien que los acusaba. La acusación provenía de páginas grávidas de obviedad y finalmente inútiles, además de que hubiera sido muy fácil en el Parlamento desarmar al día siguiente su frágil escrito, propio de un fiscal primerizo. Entonces hacen aparecer a terceros bajo la forma de servicios de Inteligencia, extranjeros y nacionales, que habrían procedido con una clásica acción que trabaja dentro de los estados de latencia espiritual colectiva y de las formas furtivas de opinión, sellando en sangre las pulsiones inconscientes siempre existentes en cualquier núcleo humano. ¿En cuántas películas lo vimos?
En los últimos días, surgieron los dictámenes avalados por la querella encabezada por su ex esposa, sostenidos por “prestigiosos científicos”, “eminencias forenses”, “maestros diseccionadores” y “celebridades criminológicas”, que ha certificado la suprema validez de un asesinato. El veredicto tiene un sostén prestigioso y la palabra “ciencia” está en el centro de la escena. Ya que se dice que el ámbito donde se cometió un asesinato es una “escena sagrada”, “intocable”, la ciencia que lo estudie –ya que no puede presentarse bajo un rubro teológico– se declara como una ultraciencia de lo intangible, una detección de huellas que supera toda gnoseología disponible y lleva al saber a cumbres epistemológicas formidables. Ellas se vivifican en ese teatro de sangre. Sin decírselo, ciencia y teatro –las dos ramas hereditarias de nuestras sociedades históricas– se dan la mano. De paso, se acusa de profanadores a quienes primero visitaron la escena –imaginemos ese azorado momento—, con lo cual la ciencia, fiel a su tarea, logra proscribir de un cachetazo a sus precarios herejes.
No obstante, rige también en el sentido común (la pobretona “doxa”, tan diferente a la “ciencia”), una idea tan obvia como la del suicidio. La fiscal de la investigación declara dudar ente las dos posibilidades, suicidio o asesinato, y una conocida figura política cuya fiscalía fantasmática tiene la perseverancia arrasadora de eximirse siempre de toda prueba, habló de “suicidio inducido”. La duda de la fiscal judicial es comprensible: en el sentido común todo señala hacia un suicidio. Las horas vertiginosas y abismales en que vivía Nisman, el arma que pide a un custodia y a un colaborador, la fugaz pertinacia con la que seguramente se le aparecía, en su vigilia, la fragilidad de su escrito, que contradecía otros suyos anteriores, el sentimiento de que había dado un paso de incalculables consecuencias, es decir, la conciencia repentina de que había movido piezas de un ajedrez internacional para cuyas consecuencias no estaba preparado, y al fin, un sórdido domingo en soledad con una guardia policial indiferente trece pisos más bajo, despachando perezosamente el tiempo con aburridos chascarrillos. Ciertamente, nada de eso llevaría a que un hombre se suicide. Pero nunca sabremos demasiado sobre este minuto fatal donde una determinación de esa tragicidad es tomada, tanto como pudo ser evitada. Intuimos a esos hombres cercados por sus fantasmas morales, políticos o económicos, con la identidad o el honor en juego, el prestigio profesional peligrando ante la rapacidad de los rivales, o ante esos dudosos personajes circundantes, en el infinito engranaje tornasolado de los servicios de Inteligencia. Un hombre inteligente y abrumado, piensa con esos dos costados de su conciencia, la lucidez y la bruma, y una brizna incalculable de orgullo, de repente susurra la palabra fatal, mientras acaso estaba jugando con la pequeña pistola Bersa en la mano, pedida en préstamo. Nunca sabemos bien cómo devolvemos y qué hacemos con lo que pedimos prestado. Prestamos y nos prestan como en un juego fatal.
Veamos ahora el asesinato que postulan los científicos tan elogiados por los periódicos (Ni Bernardo Houssay elogió tanto la ciencia como en estos días), en un gesto que ni los maestros argentinos del positivismo –un Francisco de Veyga, por ejemplo– nunca se hubieran animado a afirmar. De ser así, un asesinato calculado, se debería haber tratado de una operación de envergadura, realizada por agentes especializados con muchos cómplices en el lugar, omisiones acordadas en determinados organismos de control, capaces de burlas custodias y cámaras de vigilancia (por más precarias que sean), ocasionales testigos, sistemático borramiento de huellas, propósitos ostensibles (culpar a aquellos a los que informe culpaba), para lo cual, encima precisarían simular un suicidio, lo que evidentemente confundiría las pistas. Eso no serviría al propósito de que tal asesinato se presentara como un suicidio. Ya que al Gobierno no sólo no le convenía, sino que el Gobierno, creáse o no, no hace eso. ¿Para qué ese simulacro si no hacía más que demorar el momento añorado en que la opinión colectiva simplificara todo de un manotón, designando a los asesinos, que vendrían a ser los que menos estaban interesados en que el hecho ocurriera?
¿Poca vigilancia? Sí. ¿Descuido? Sí. ¿Pero quién estaba pensando en ese momento en que el país –este país democrático y republicano, que atraviesa sus dificultades en medio de formidables debates abiertos–, abrigase un acto de esta magnitud? El Gobierno es un tipo de gobierno que prefiere hablar de centrales nucleares y de ingenieros. Es evidente que bajo condiciones históricas adecuadas, esas son las conversaciones absolutamente promisorias. Pero nunca sustituyen lo que toda nación abriga en sus memorias y simbolismos. Precisamos también una ciencia no escrita de la condolencia, de las humanidades críticas y la filosofía del hombre colectivo –como decía Scalabrini–, pero ahora atravesado por fantasmas comunicacionales, odios que suenan a proposición amorosa, sentimentalismos con oscuras vetas de crueldad en su interior, y desde luego, esperanzas que no deben escapar de su fuerza literal, pero que tampoco deben ser saludadas con el primer espontaneísmo concesivo que brota de nuestras conciencias. Nuestras conciencias son también esperanzadas, pero deben saber que lidian con oscuros ensueños, de fallas y caídas. Tanto cientificismo terminó en celebridades de morgue, vestidas de moñito, la otra forma del Estado. Son las que en su inverosímil positivismo nos dicen que si hay espasmo cadavérico no hay agonía, que si no hay huellas de deflagración no hay suicidio, y nos abruman con sus dictámenes que muchas veces –sin desdeñar vestigios, paradigmas indiciarios, un cabello inadvertido en una puerta o un ADN olvidado– concluyen sus conjeturas con palabras tremebundas. “Magnicidio.” Nadie niega el drama en que estamos envueltos y la necesaria investigación. Pero este “créase o no” al que se somete a la población, estos tecnicismos góticos que sustituyen la razonabilidad del pensar social crítico por novelerías que pronuncian vanamente el verbo científico, es todo lo contrario a la ciencia. Esta busca pequeños detalles, puede ser un pelito abandonado en el teatro de la atrocidad humana, pero siempre debe constituirlo en el plano de los saberes, de la trama histórica por donde circuló el acontecimiento. Créase o no, así debe actuar la ciencia criminológica, a la que no negamos, pero a la que lo objetamos su pérdida trágica de nociones cuando se convierte en un “como si”, que antes de llegar a la prueba la tiene premasticada en los pliegues de su indigente lengua conjurada.
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