EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Aliverti
Ante la falta de evidencias para augurar escenarios catastróficos en la economía, como motivo no único pero sí muy considerable, el ámbito judicial fue otra vez protagonista e invita a reiterar la desafiante pregunta de cuánto durará esa vigencia.
La coyuntura quedó dominada por Sandra Arroyo Salgado y las conclusiones de sus peritos, que arrojarían la certeza de que Alberto Nisman fue asesinado y que los medios opositores trataron, primero al unísono y después bastante menos, como una verdad revelada. La frivolidad periodística también pudo entretenerse con las eventuales aventuras amorosas de Nisman en los días u horas previos a su muerte, y con su vida privada en general relativa a ese aspecto. A esa prensa no le importan ni la solvencia conducente de las probanzas periciales que presentó la ex esposa del fiscal, ni cuál sería la hipótesis que se desprende de ellas. Empezando por lo segundo y en tanto la querella sostiene que el deceso de Nisman se produjo a treinta horas y pico de realizada la autopsia, de acuerdo con el razonamiento ¿pericial? todo enfocaría a Diego Lagomarsino. Esto se vería desmentido por la comprobación de que la computadora de Nisman se encendió a las 8 de la mañana del domingo, a lo cual se suma que, curiosamente o no tanto, La Nación dedicó su título central de este sábado a poner en duda la firmeza del “peritaje” alternativo encabezado por la jueza Salgado. Al revés de Clarín, en ese diario hay dos marchas a la vez y son antitéticas: los brulotes de sus editorialistas, que supieron adherir al delirio indescriptible de un comando venezolano-iraní, entrenado en Cuba, como ejecutor de la muerte de Nisman, chocan contra los cronistas que en el mismo diario siguen la causa con buen rigor profesional. En la opinión operada sobre el suceso, los medios opositores hacen del bardo una causa común. Pero en el tratamiento técnico de la información hay diferencias a veces sustantivas. La Nación, en lo estrictamente ligado a la crónica seca y, vaya, al respeto por morfología y sintaxis, conserva ciertos códigos a los que renunciaron los medios –y socios comerciales– de su mismo palo ideológico. Al cabo, sin embargo, se trata de que las cosas no redunden en otro aporte al juego del detective que tanto entusiasma al público en casos como éstos. El registro duro, incontrastable, a salvo de pavadas, es que las deducciones presentadas por Arroyo Salgado, en una escenografía suficientemente armada para revestirse de “institucional”, no son más que un comentario, una interpretación, en su detalle y en su valor probatorio. La fiscal Viviana Fein, quien se come todos los sopapos habidos y por haber ora porque habla demasiado, ora porque se resguarda, lo dejó bien claro y además avanzó en la demostración de que Arroyo Salgado retardó y retarda el chequeo de pistas que deben efectuarse. Explicó que, finalmente, sería una junta de peritos la que despejara o vehiculizara los interrogantes. Desde ya, se la oye pero no se la escucha. Ni a ella, ni a quienes advierten sobre la seriedad de la información que debe brindarse. Sólo importa embarrar la cancha titulando que a Nisman lo asesinaron. La bajada aclaratoria de que lo dijo su ex esposa tampoco le importa a nadie, entre quienes solamente desean asentarse en la conjetura de que fue asesinato por orden oficial u oficiosa y sanseacabó. No importan ni las pruebas ni las dudas. Sólo interesa que cualquier especulación sirva al efecto de corroborar(se) que es el Gobierno quien está detrás de la muerte de Nisman. Eso es lo que piensa la parte de la sociedad adscripta a la teoría de una loca cretina en rol de Presidenta, y nada la sacará de sus trece.
Después, más tarde o más temprano, resultará que las cosas decantan. Y decantarán por dos motivos: porque el humo es eso mismo, humo, y porque el año electoral llevará a que la agenda mediática y el debate sean otros, a menos que el kirchnerismo no tenga capacidad de respuesta frente a lo que pinta, o quiere ser, monotema de la oposición. Esto es, que estamos frente a un gobierno criminal. Lo visto en la última semana, tras el impactante discurso presidencial del domingo pasado, consistió en algunos de los principales referentes opositores chocándose entre sí para aclarar que no darían pasos atrás con los logros sustanciales del período kirchnerista. Es un dato importante, porque revela que en el arco confrontado al Gobierno toman nota de que no les bastará con hacer de la denuncia sistemática, agobiante, un eje único de su discurso. Eso puede servir al espectacularismo coyuntural de los medios, pero es muy dudoso que tenga efecto definitorio en elecciones que determinarán las gestiones ejecutivas de los próximos años. El problema de la oposición, entonces, es cómo hacer para redondear una oferta convincente que sea superadora de lo realizado desde 2003 con, como si fuera poco, nombres que remiten a lo más emblemático de los noventa. Ese semblante podrá no ser de interés para la porción social que aborrece al kirchnerismo con lógicas más de vísceras que de bolsillo, pero jugará su papel en el electorado de ánimos cambiantes si es que se llega a los comicios decisivos con la economía estabilizada, o con una oposición circunscripta al mero denuncismo. Algunos grupos del establishment, con Techint a la cabeza, ya hicieron conocer los grandes trazos del programa económico que deberían tener en cuenta los aspirantes presidenciales. No hay en ello nada de novedoso, sino la certificación de una cantinela cuya puesta en práctica arrojó los resultados devastadores que no sólo Argentina ya comprobó de sobra. Fuerte descenso en la carga impositiva para las empresas, reducción de las contribuciones patronales, rebaja o eliminación lisa y llana de las retenciones a la exportación. Más mercado y menos Estado, siempre y cuando no aminoren los negocios con el segundo. ¿Cuál candidato de la oposición podría ganar las elecciones enunciando programa semejante, para aplicarlo después en condiciones de liderazgo que eviten incendios sociales? Ninguno, pero ése no es el dilema de grupos concentrados de la economía que siempre se arreglan para quedar cómodamente a flote. Es el problema de la dirigencia política que les es afín, y mucho más cuando el espacio kirchnerista –aun si resultara vencido en las urnas, y tal como se ratificó el último domingo– no dejará de ser un actor de fuste. En algo de eso se metió el primo de Mauricio Macri, Jorge, intendente de Vicente López, cuando les dice a los jóvenes del PRO que “militen así como lo hacen otros –por La Cámpora–, con la misma convicción y entusiasmo”.
El mensaje de apertura del año judicial, el martes pasado, a cargo del presidente de la Corte Suprema, expresa a su modo las enormes dificultades opositoras para articular un discurso atractivo. Es cierto que no puede pasarse por alto la increíble gaffe de Ricardo Lorenzetti, al dar por cosa juzgada la causa del atentado contra la embajada de Israel. Debió desdecirse a las pocas horas, y con estimable benevolencia hubo quienes consideraron que estuvo mal asesorado. Duro de creer, siendo que un fallo de la Corte, el 13 de diciembre de 2006, con la firma del propio Lorenzetti, ordenaba seguir investigando. Pero, en todo caso, esa fallida frase del magistrado fue literalmente la única susceptible de ser tomada como respuesta directa a la alocución presidencial del domingo, que tuvo en su referencia al ataque contra la sede diplomática uno de sus pasajes más demoledores, junto con la mención del acuerdo con los chinos. Todo, absolutamente todo el resto del discurso del supremo fue un conjunto de oraciones casi escolares, bien que coherentes con su estilo público, aplicables a cualquier gusto. Y de hecho es lo que ocurrió. “Mi zamba para olvidar” fue el notable título central de Página/12 al día siguiente. “La Justicia debe poner límites”, dijo Lorenzetti en lo que Clarín, en su portada, definió como “categórica respuesta del titular de la Corte a la Presidenta”. ¿Límites a qué? “Debemos preservar la democracia.” ¿Que estaría en peligro por obra de cuáles manos? “Es tiempo de terminar con la impunidad.” ¿De quiénes? Cabe pedir un “debate democrático”. ¿En dónde falta? Este mensaje obispal de Lorenzetti, decíamos, se emparienta a su manera con el rosario de mandobles que lanza la oposición propiamente dicha. Hay diferencias en el tono y el direccionamiento concreto, pero nada más si es por superar el rango de la imprecisión acusatoria y, sobre todo, el de la ausencia de recetas creíbles para corregir lo que los enardece. El juez Rodolfo Canicoba Corral, quien no sería “imputable” como kirchnerista (no desde sus manifestaciones públicas), dijo por estas horas: “Si yo soy fiscal y pido justicia, me tengo que ir a mi casa”. Y, sí. Es difícil retrucarlo, al margen de toda opinión que merezca su actividad profesional o su adscripción política.
De todas formas, tampoco se trata de que haya solamente un conjunto de metamensajes cual si todos hablaran en un lenguaje críptico, enroscado, gambeteador. Hay algunos bien directos según se quiera ir para atrás o seguir adelante.
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