Mar 17.03.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Gramsci y Vattimo

› Por Horacio González *

En la reciente visita de Gianni Vattimo a propósito del Foro por la Emancipación, dejó algunos pensamientos inquietantes que presuponen un gran desafío para los movimientos sociales de todo el mundo: ¿dónde colocar la figura del Papa? Mejor dicho, ¿cómo situarla ante las diversas formas de creencias que bullen, se inquietan y entrechocan en la crisis de verosimilitud en el interior de la palabra pública? El modo de reflexión de Vattino parte de un ejercicio primero de autorreflexión, es decir, de verificación de su propio cuadro de creencias. Un interesante movimiento por el que se pregunta si debe decir esto o aquello. Sí, se debe hablar. Pero también es válida la pregunta: ¿se debe hablar? Siempre pone lo que dice en estado de “lo digo por obligación de mi propia conciencia de apostador”. Se halla ante la desmesura de una afirmación a contrapelo y la posibilidad de que sea una provocación útil para pensar. Ante eso, elige hablar. Si es esto último, entonces el provocador debe reconocerse a sí mismo a través de cierto tipo de inmolación intelectual. Es el que dice algo que supera lo normalmente indecible, pero debe hacerlo en sacrificio de la verdadera discusión que según él se avecinaría. Por eso Vattimo ha dicho (o sugerido, en su estilo enunciativo da igual) que todos los problemas políticos sustanciales (pobreza en el mundo, desarraigos crueles, nuevas formas de explotación laboral, violencias que establecen riesgosas cartografías de época, creencias colectivas en crisis, neocolonialismo diversos) deberían remitirse a la historia general del cristianismo en busca de ejemplificaciones, compromisos y estéticas nuevas de la militancia. En esa historia cristiana se contendrían los problemas políticos y artísticos del presente mundo resquebrajado, por lo que no sería impropio jugar (no me animo a decir otra palabra) con la figura del Papa para condensar esos graves asuntos en una voz de tipo reparadora.

De alguna manera, este movimiento equivaldría al encuentro de un “nuevo príncipe” como significante central en la recomposición de todos estos temas en una nueva internacional de los ofendidos y humillados. De ahí la frase que Vattimo deja caer con gracia en el Foro (el Papaintern) como una figura retórica que evocara el grado operativo de los extintos Comintern, los comités que hacían entrar en su visión mundializada la solución de los angustiantes problemas de la humanidad, temas en los cuales las izquierdas de las décadas pasadas pusieron sus esperanzas que luego vieron derrumbadas. Ahora, con el Papaintern (Vattimo admite el lado “provocateur” de esta ideasticker) podrían reproducirse aquellas acciones reparatorias, pero ya con el idioma que crece en el ámbito de la cristiandad.

En la agencia digital Paco Urondo, Vattimo dejó otra oblea electrizante de sus ejercicios de tímido alborotador: el Papa sería el nuevo Gramsci. Esto último interesa para nuestras consideraciones, que concurren asombradas al sitio de emergencia de una alegoría que interrumpe un momento de calma como si a un peatón de repente le tocara ser testigo de un súbito accidente de tránsito. Evidentemente, entre los tantos temas por los que puede definirse la obra de Grasmci, tiene un lugar fundamental el estudio de la historia eclesiástica europea, la comparación de la Reforma Protestante con el Renacimiento en Italia, la “questione meridionale” como el ámbito moral en que ocurre la existencia del intelectual tradicional en el mundo agrario religioso y que construye la idea campesina como una atadura a la comunidad de las inocentes almas. Todo ello lo refiere Gramsci con el estudio de la literatura del sacerdote jesuita Bresciani. En este popular cura, Gramsci percibe la tácita atadura de la cultura eclesial a toda clase de prejuicios que llevan, dulcemente, a una cruda sumisión. Pero esa literatura moralizante y disciplinaria siempre fue leída por Gramsci con atención y respeto. Pues también fue agudo lector de la antigua revista Civiltà Cattolica, a la que estudia como parte del trato que tiene la Iglesia con los “hombres simples y su sentido común”. Esa revista más que centenaria había sido fundada en Italia por la Compañía de Jesús, con una trayectoria publicística ligada a las derechas mundiales y con tratamientos no ingenuos de la cuestión social, bajo el estilo de tomar algunos de sus temas para contenerlos en estructuras “perinde ad cadaver” (esto es, “rígidas como un cadáver”), aunque en las lecturas de Gramsci nunca hay una consideración despectiva, y su modo polémico siempre se refugia en un espíritu curioso, que metiéndose dentro de cualquier pensamiento adverso, lo examina con cautela y veces, señalando con deferencia los errores que cometen sus contrincantes, que de no haberse materializado, los podrían llevar a otro tipo de consideraciones más abiertas. Así lo hace cuando analiza el pensamiento de Corradini y otros fascistas de su época; nunca desprecia, nunca lamenta, examina y critica con la resignación lúcida del prisionero que nunca es sorprendido por ninguna materia rara, dispersa o implacable del mundo.

Gramsci se inspira francamente en la cultura italiana antigua y moderna, en este caso en el crítico Francesco de Santis y en Benedetto Croce. Mucho de lo que hoy se le atribuye pertenece a la obra de estos grandes críticos y filósofos. Pero el genio de Gramsci está en su modo de enunciación y en la manera en que sugiere problemas centrales de la filología, filosofía literaria y la retórica política. Su idea del partido político, al cotejarla e incluso igualarla a lo que llama “libro viviente” o “mito”, renueva toda la arquitectura conceptual de las izquierdas (las hace “intelectuales y morales”, es decir, las hace surgir del tejido histórico nacional). Pero tiene especial significación su idea de “catarsis”, el máximo concepto de la filosofía dramática griega, la comprensión por medio de la convulsión pasional. Esta idea, como la de praxis (donde une a Aristóteles con Marx), implica una lógica de pasaje del mundo empírico al mundo subjetivo, de la cuestión económica a la cuestión política, que pone en un lugar distinto a la tradición dialéctica y la introduce, por decir así, a la misma altura de La Divina Comedia. Es sabido que Gramsci analiza el famoso capitulo X de esta grandiosa obra, donde Dante encuentra en el Infierno a Farinata y Cavalcanti. Gramsci se pregunta si la función lingüística, en una consideración verdaderamente original, hace que la fuerza del poema dantesco se corresponda con su estructura discursiva. Al descubrir el punto en común –como lo hará con Pirandello o con Maquiavelo– descubre lo “viviente” de un texto, el modo en que se acerca a nosotros desde un tiempo abstracto para hacernos lectores del tiempo presente, es decir, militantes culturales y personas vivientes de y en las culturas políticas.

En los años ’70 argentinos, la revista Pasado y presente (Portantiero, Aricó, Del Barco) designó otra asombrosa equiparación entre conceptos y arriesgó que la “questione meridionale” de Gramsci tenía equivalente en la “cuestión del peronismo” en la Argentina. Hubo gramscianos argentinos. Pero, en verdad, es Gramsci el que es un tema argentino, una voz del interior de nuestros propios textos. Su idea de la conexión de una frase casual en la Enciclopedia de Hegel con otra frase de un proverbio popular salida de una peluquería, que a su vez podría recordar a Pascal, habla de una compleja espesura en la relación de todos los planos de la cultura. El concepto de hegemonía, que no es lo central de su magníficamente dispersa obra, le impide ser un hermeneuta del posmodernismo, como Vattimo, quien también ejerce errancias por planos heterogéneos de pensamiento, o sea, entre distintas formas de aparición del sujeto ante los usos del arte y la técnica. Agradable persona, amigo de las vicisitudes latinoamericanas más originales, la idea de Vattimo de una nueva internacional –que definida bajo otros propósitos compartiríamos– no nos parece adecuada si tiene como centro la figura del Papa, sin ignorar el visible papel político con el que actualmente se interpreta su figura.

Entendemos estos asuntos como una discusión de los laicos lúcidos a los que les interesa el trasiego religioso de las conciencias, con los antiguos militantes laicos de la razón revoluciona secular europea, que varias décadas después recurren a diversas equiparaciones entre santas militancias y santidades militantes. Lo vemos en su todo como el cuadro de un debate sobre identidades, herejías, compromisos sociales y formas subjetivas del sacrificio. Y si bien es cierto que una conjugación inesperada de un verbo puede hacernos entrar en infraatmósferas desconocidas del lenguaje, hay que convenir que la equiparación de Gramsci con el Papa no es apropiada. Revelaría un debilitamiento inusitado de las fuerzas políticas y sociales de la transformación, una asignación impropia de una herencia maquiaveliana (cuál es la del “llamado laico a salvar el mundo”) otorgada a una notoria figura religiosa y una translación de Gramsci al pensiero debole que se presenta ahora como un doblez del pensamiento sacramental. Gramsci sin duda fue un pensador teológico-político, pero vio la política como temor y temblor, vigorizando al laicismo visionario con esas virtudes, y vio a la Iglesia como portadora de una paternalista visión de la pobreza. De todos modos, estas frases que sobrenadan nuestra difícil actualidad pueden dar sus frutos si los hombres más penetrantes de la Iglesia estudian a los pensamientos más sutiles de las izquierdas mundiales, como éstas hicieron con aquellos. Así lo recordamos en el inmediato pasado, porque en el fondo, este intercambio nunca deja de hacerse, no conoce descanso ni interrupciones.

* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.

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