Dom 22.03.2015

EL PAíS  › OPINIóN

El peronismo realmente existente

› Por Edgardo Mocca

La última Convención de la UCR ha depositado su impulso de supervivencia en la convergencia electoral con la derecha macrista. La apuesta se sostiene en la esperanza de que la candidatura de Macri se constituya en un paraguas eficaz, debajo del cual el radicalismo pudiera acceder a algunas gobernaciones provinciales y acaso a una defensa del volumen de su actual representación parlamentaria. Todo esto se hace en nombre de la reconstrucción de un sistema de partidos en el país, en el que la UCR estaría llamada, por su larga tradición histórica, a ser la fuerza que balancee la preeminencia peronista y pueda asegurar la famosa “alternancia”. Esta jerga politológica, sin embargo, no tiene casi ninguna vitalidad a poco que nos alejemos un poco de las aulas de alguna carrera de ciencia política. Fue Europa la cuna de esa visión institucionalista de la política, necesaria para construir una mecánica política moderada y orientada hacia el centro, capaz de exorcizar los fantasmas del totalitarismo de entreguerras y, al mismo tiempo, construir un cerco contra la participación del comunismo en los gobiernos de aquellos países en los que llegó a tener una importante fuerza de masas. Hoy Europa vive la crisis del centrismo político; los partidos que la representaron –particularmente quienes se situaron en el supuesto hemisferio izquierdo de la contienda– están atravesando una fuerte crisis y defendiendo su espacio ante la irrupción de nuevas fuerzas a las que la ortodoxia académica califica como “antisistema”. La alternancia inocua y plenamente respetuosa de las reglas de juego del capitalismo financiarizado solamente puede sobrevivir en la ausencia de reales alternativas políticas de poder, como la que acaba de triunfar en Grecia y la que disputa palmo a palmo en España con el bipartidismo conservador. En nuestro país hace doce años que ese esquema de moderación y alternancia no funciona; previamente lo había devorado el incendio social de la crisis de 2001.

Puede sospecharse que el paisaje de recuperación que pinta la cúpula radical impulsora del acuerdo con el macrismo es un síntoma de “optimismo burocrático” que intenta ocultar la gravedad de la crisis partidaria. Lo más grave, sin embargo, no sería que la táctica fracase sino que tenga éxito. Si fuera así, el radicalismo se convertiría en el gran partido de la derecha argentina, esa fuerza de la que históricamente carecieron las clases dominantes argentinas, a partir de 1916. El círculo abierto por el triunfo de Yrigoyen contra los conservadores se cerraría con la resurrección de los conservadores organizados bajo la bandera de quienes se postulan como herederos del gran caudillo radical. Lo más probable, claro, es que todo esto sea pura imaginación porque el partido competitivo de la derecha argentina ya existe, es el macrismo.

Lo más importante de todo esto no es la suerte de un viejo partido político, sino la función que la decisión radical tiene en la definición de lo que verdaderamente está en juego en estos meses, es decir la continuidad del rumbo político que tomó el país en 2003 o su reversión –drástica o gradual– a partir de diciembre. La poco disimulada alegría de los columnistas del establishment con los resultados de la convención revela la esencia de la función adoptada por el radicalismo; su cúpula le abrió paso al gran reclamo del capital concentrado, articulado por los grandes medios de comunicación, el de facilitar la concentración del voto opositor para evitar un eventual triunfo del Gobierno en primera vuelta. ¿Por qué no triunfó entonces la propuesta de abrir una negociación amplia que incluyera a Massa? En principio, porque era una falsa hipótesis que presuponía decisiones que el radicalismo no podía tomar; obligaba a dos candidatos presidenciales bien instalados a resolver sus disputas en las primarias y ninguno de esos candidatos obedece las resoluciones de la convención de la UCR. Para concentrar el voto, entonces, hay que aliarse con uno de esos dos candidatos y se elige a aquel que tiende a predominar. Y no es solamente una cuestión de predominio en las encuestas: es la política del macrismo la que claramente se impuso a la de Massa. Así lo refleja la decisión radical, en llamativa coincidencia con el “fallo” que ya venían pronunciando los grandes medios de comunicación.

El desdibujamiento de Massa tiene, seguramente, más de una causa. Pero hay una que es la más relevante políticamente. La gran promesa de Massa era en 2013 la de construir una fórmula política de dominio neoliberal que incluyera al peronismo del orden, una suerte de neomenemismo. La estrategia tenía el gran atractivo de constituir una derrota muy profunda para la experiencia kirchnerista que sería doblemente desarraigada, del gobierno y del peronismo. El contexto previsto para el ascenso de Massa era el de un gobierno en retirada desordenada, enmarcada en una crisis de gobernabilidad, generada en el descontrol económico y un alto nivel de desafío callejero de los sectores que más encarnizadamente lo vienen resistiendo. Esa escena, el más audaz sueño de la derecha argentina, no se ha producido. La expectativa de una estampida de recursos políticos desde el kirchnerismo al Frente Renovador terminó en un puñado de deserciones de segundo orden en el andamiaje del justicialismo. Lo que se preveía como una pelea de los candidatos justicialistas por despegarse de la experiencia kirchnerista se convirtió en su exacto contrario: la disputa entre ellos hoy es para mostrar quién es el mejor garante de la continuidad del rumbo. Más allá de tal o cual encuesta circunstancial, el proyecto de Massa ha sido derrotado. La Convención radical no hizo sino refrendarlo. Los esfuerzos para generar la tan ansiada escena apocalíptica no desaparecerán sino que se intensificarán durante estos meses.

Puestos a justificar la línea de exclusión que contiene su propuesta de acuerdo con el macrismo, sus impulsores radicales han incursionado en una argumentación fundada en el antiperonismo. Algo así como que al peronismo no lo quieren ni para derrotar al kirchnerismo. La sinceridad, en casos como éste, no interesa. Lo que sí es importante es el cuadro que la operación deja abierta: se trata de que el kirchnerismo es en esta campaña el peronismo realmente existente. Lejos de ver debilitada la construcción de una identidad propia, el kirchnerismo tiene en esa condición hegemónica dentro del peronismo un activo político de extraordinario valor que fortalece esa construcción. La hegemonía consiste en que hasta quienes se le oponen deben hablar en su nombre. Lo que queda de peronismo fuera de las internas del Frente para la Victoria es una candidatura en franco proceso de declinación, el gobernador de Córdoba, más un conjunto de nombres aislados que responden sistemáticamente al comando de los grandes medios de comunicación.

Por otra parte, para que la decisión de la UCR se concrete falta una compleja ingeniería que la haga operativa. Que se sepa, la gestación de una “alianza” nunca se concreta con la decisión de uno de sus socios. Por si esto no quedara claro, el propio Macri salió a primerear la interpretación de los hechos: no hay coalición, dijo, el que gane la interna será candidato y será quien gobierne si la alianza triunfa. Nadie duda de que así será y son muy pocos los que dudan de que será Macri el candidato: tendría que haber una revolución de las conciencias a favor del radicalismo para que se revierta una tendencia en la que Sanz ocupa un lugar absolutamente marginal en las expectativas de voto. Carrió, por su lado, ya cumplió con su misión, la de hacer estallar el FA-Unen y empujar al radicalismo a las filas de la derecha. El hecho es que se forma una alianza que dice a los cuatro vientos que no es una unidad programática ni un proyecto común de país sino una fórmula de transacción entre la mejor colocación de Macri para llegar al ballo-ttage y el correspondiente pago al radicalismo en forma de triunfo en alguna provincia. El “nuevo ciclo” que proclama la derecha es, por ahora, una promesa bastante pobre.

La cuestión ordenadora de la disputa de octubre sigue siendo la continuidad o no del rumbo de gobierno de estos años. Y se resolverá en dos planos que se cruzan entre sí: por un lado la disputa entre el kirchnerismo –como la suma del peronismo realmente existente y los nuevos afluentes políticos que se articularon en estos años con el proyecto de gobierno– frente a una propuesta situada sin disimulo en el cuadrante de la restauración neoconservadora; y por otro lado la tensión interna del kirchnerismo que se resolverá en las primarias abiertas. La incógnita no es solamente quién será el candidato oficialista en octubre, sino cómo se resolverá políticamente la cuestión y, particularmente, cuál será la actitud de Cristina Kirchner frente a este dilema. Visto desde cierta perspectiva, no hay posibilidad de no intervención para Cristina, porque no sería sino una forma de decisión a favor de quien se encuentre en mejor posición a la hora de las internas. Los indicios de los que hoy disponemos son un gobierno en pleno ejercicio de la iniciativa política, recuperado del terrible golpe político que fue la muerte de Nisman y su utilización como arma política por la oposición mediático-política, con una fuerte decisión en materia de medidas redistributivas y con un discurso imposible de emparentar con la actitud de retirada ordenada. Una vez más el Gobierno sale fortalecido de una situación de amenaza política extrema sin hacer concesiones a los artífices de esa amenaza. En un par de meses se sabrá cuál es el tipo de decisión presidencial que las condiciones políticas habilitan.

Lo que produjo esta deriva no fue la intervención feliz de un candidato o una táctica de oposición fallida. Fue una política y un liderazgo cuyo futuro es la principal incógnita que esta etapa política terminará por develar.

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