EL PAíS › OPINIóN
› Por Horacio González *
Poner un bastidor de madreselvas sobre los hierros de los puentes del Ferrocarril Sarmiento (lo veo todos los días al pasar por la calle Bulnes) origina una quisquillosa cuestión. Para los autores de la obra, parecería haber concluido el ciclo del acero y las grandes estructuras de metal a la vista. Mínimo decorativismo que puede enlazarse con el anuncio de la gran estación colectora debajo del Obelisco, realizado en medio del “agit prop” electoral. Esta sí es una utopía urbana de grandes consecuencias, cuya característica saliente es el poder centralizador que le otorga al todo el sistema de transporte interligado. Declararía definitivamente la obsolescencia de las viejas terminales ferroviarias de porte catedralicio del sistema de la “vieja Argentina moderna”, pero a diferencia del sistema interconectado de París –cuyo nombre toma– vuelve a darle un único factor centrípeto a la ciudad. Vuelve, pues, a considerarla como un sistema nervioso con un exclusivo núcleo repartidor y concentrador. Una súbita aglutinación que repite en la forma de grandes túneles subterráneos en el centro del ciudad, la idea urbanística de los años ’30, que llevó a la construcción de las diagonales, el ensanchamiento de la calle Corrientes, el subte B y la implantación del fuerte simbolismo del Obelisco, “pica de Flandes” de la ciudad modernista desde 1936, construida por Alberto Prebisch. El Obelisco, repudiado entonces por diversos sectores intelectuales –se destacaba la diatriba de Martínez Estrada–, estuvo a punto de ser demolido. Entre otras cosas, hay que cotejarlo en un lejano paralelismo con las teorías económicas del hermano de Alberto Prebisch, el economista Raúl Prebisch, que está inscripto polémicamente, tanto como provisto de una extraña actualidad, en la historia contemporánea argentina.
Más allá de la practicabilidad de la idea y de la forma liviana en que se hizo el anuncio macrista, importaría también discutir el tipo de razón urbanística a la que se aplica este indeterminado movimiento. Tentado estoy de llamarlo la urbanística de las madreselvas en flor, o urbanística de enredadera, por el predominio de la superficie a ser embellecida sobre el fondo de la materia arquitectónica que deja de ser visible en sus modos, materiales, aparejos, etc. No se trata de volver al “brutalismo expresionista” que practicó el estimable y también polémico Clorindo Testa, pero es necesario discutir lo que primero vemos del semillero macrista, esa excitación por recubrir con ornamentos vegetales la materia viva de acto constructivo, la categórica presencia del hormigón. ¿Pero no sería injusto pensar de esta manera este anuncio, más allá de las dudas que origina su efectiva realización? Aquí habría grandes conectores viales y controles de circulaciones técnicas de gran corpulencia para ordenar un flujo gigantesco de multitudes. Sin embargo, cuando el macrismo piensa formas de circulatorias de grandes masas urbanas, no deja de imaginarlas también decorativamente, aunque en ese atavío que remeda el reino vegetal que recubre las armazones sólidas, su pensamiento real es en metros cúbicos de cemento y actos de remodelación financiero-inmobiliaria del viejo centro urbano (¡fusionando tres grandes estaciones, esas basílicas urbanas centenarias, Constitución, Retiro y Once!). No obstante, su fervor imaginario es el del “buen vivir”, un “Sumak Kawsay” de derecha que brindó una salida conceptual a las difusas clases medias expropiadas de sus viejos ideales. Las sacó de su abstracción injuriante, de su bronca abstracta, aunque sin abandonar estas oscuridades espirituales. Consiguió depurarlas con una utopía urbanística despojada de toda raíz histórica y constituyó con una seudomodernidad globalizada, un ideal de ciudad estamental, cercada. Con fronteras mentales cada vez más duras en el sentir urbano, que no impiden a nadie cruzar el Riachuelo pero dejan flotar una “invisible pavura”, como en el infierno del Dante, a los millones que van y vienen.
Sería un error pensar que el macrismo no es un sistema de lectura de las corrientes sociales que declaran explícitamente un proyecto de cambio social con indagaciones diversas sobre el pasado histórico (¿no se dice de izquierda?, ¿no se dice peronista?). Solo que el macrismo calla sobre la razón histórica –es una madreselva de silencios, el programa ya está escrito en los medios de comunicación globalizados–, y presenta como utopía del buen vivir (invirtiendo su significado, surgido de una larga memoria popular) a la construcción de un individuo con ciudadanía ciclística (“el buen circular”, en una ciudad caótica, subsumida en maquinarias técnicas que hacen de habitar un hecho residual) y una multitud con ciudadanía de cariñosas florestas que recubren el hierro forjado y los grandes negocios urbanísticos. De una manera u otra, el macrismo finca su éxito en una gran expropiación histórica, dejando sobrevivir algunos mustios pedazos de la ciudad anterior.
Por cierto, tenemos la tarea de discutir las razones profundas de este período de “larga duración” donde aflora el buen-vivir-shopping-center; que es el otro nombre que tendrá la aglomeración de pisos de tránsito de muchedumbres pasajeras cercadas por pantallas, electrodos de inspección, novedosas tarjetas bancarias, ofertas consumidoras que se forjarán como industria, ya no como aquella nostálgica fila de vendedores de baratijas que recorrían los vagones de los trenes suburbanos, pero a las que les ocuparán su lugar. En verdad no sabemos si este anuncio es posible. Aunque claramente percibimos el trabajo permanente del macrismo sobre una utopía urbana conservadora regida por ordenadores sensorios de la Gran Mirada que traerá todas formas de coacción a los circuitos urbanos (el macrismo nace de suponer que el hombre “urbanitas” reclama ser fiscalizado) y consolidará el recinto amurallado en el que piensa, como un peronismo a la inversa, esperando la vez de cruzar los límites de la Capital para realizar el país de un nuevo ciclo. No se preocupa por ser una nueva ilustración que surge de las luces centrales, pues su estilo deshistorizador, su pequeños hedonismos de refrigerio y piscolabis lo despoja de las grandes horizontes de la política problematizadora, y así elige personajes rebajados para llevar a otros territorios el mensaje espectral de la ciclovía imaginaria (la forma recurrente de la utopía urbana conservadora).
Es claro: no es posible estar en contra de las bicisendas, pero no es imposible verlas complementariamente, como el simpático rostro manifiesto de las otras grandes utopías de la imaginación empresarial, apenas formuladas como el capricho de un diseñador que bromea con un neo Obelisco sumergido que nos reabsorba en lo que sospecha que podría llamarse modernidad conservadora, subalterna o guardiana. La improbable Estación Obelisco para todos y todas. Pues si en las ciclovías vemos a la “individualitas” circulante en su felicidad concreta, a los viandantes concentracionarios de aquel nuevo y quimérico núcleo urbano, los veríamos como el público experimental de las nuevas formas del urbanismo de derecha, autorizados con tickets oficiales a cruzar en masa los límites de la ciudad que heredamos de la vieja Batalla de los Corrales.
Es una pena, a esta altura, que el implícito movimiento intelectual que ha acompañado transformaciones palpables realizadas por el gobierno nacional no tenga más que algunas palabras de ocasión para devolverles a las necesarias utopías urbanísticas un grano de imaginación. Con ello contribuiría a rediscutir la democratización urbana y la resistencia a la “metrópolis unificada” por los fondos de inversión, los fabricantes buitres de las nuevas centro-vías urbanas semienterradas, que procuran la fusión regimentada de los públicos, los espectadores y los trabajadores en una única rueda cremallera de miradas impasibles. Fríos ante el desfile de superficies florales que ocultan a los autómatas genéricos de dominio. Esos que rigen el fluir cotidiano de personas y cosas.
* Director de la Biblioteca Nacional.
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