Vie 22.05.2015

EL PAíS  › OPINION

Equivocación

› Por Noé Jitrik

Hasta no hace demasiado tiempo, voceros de las diversas izquierdas en situación de ganancia electoral, así como otros grupos políticos, euforizados por sus triunfos, se jactaban de sus éxitos apelando a una frase muy contundente: “El pueblo no se equivoca”. No sé quién la concibió, pero es evidente que tiene mucha fuerza y que por eso se impuso derrotando reticencias y recortes argumentales de aquellos a quienes el voto les fue esquivo.

Al día siguiente del domingo 26 de abril y aun durante la noche de ese promisorio día, la frase no apareció en ningún comentario político, ni siquiera los intelectuales del PRO, conocidos por su agudeza interpretativa y la lucidez de sus análisis, o las modelos que acompañan a Lousteau y le añaden esa particular seducción que emana de su sonrisa, la emplearon. Lo que queda, en principio, es una curiosa situación capilar: el “Ruludo” Lousteau se está enfrentando al “Pelado” Rodríguez Larreta, aunque vaya uno a saber si además de ésa hay otras diferencias entre ambos victoriosos contendores. Un enfrentamiento ejemplar produjo Sarmiento, que era calvo, cuando describió la cabeza enmarañada de Facundo aunque, no es preciso decirlo, Rodríguez Larreta, pese a su segundo apellido, no sería nada parecido a Sarmiento ni Lousteau, por su elegante desenvoltura, al cerril caudillo riojano.

Obviamente, los voceros del Frente para la Victoria, que quedaron algo arrinconados y un tanto frustrados, se cuidaron de desempolvar la frase por razones de prudencia, el pueblo al que apelan, en parte al menos, les hizo una mueca y se fue para ese otro extraño lado. Las izquierdas, hubo dos o tres, prefirieron hablar de “trabajadores”, muchos de los cuales los apoyaron pero no dijeron, tampoco, haciendo una adaptación poética que bien habrían podido hacer, “los trabajadores no se equivocan”; consideraron, sin decirlo, que quienes los votaron, un poco en general –obreros, estudiantes, pequeños empresarios, intelectuales– no se equivocan.

Mientras las informaciones llovían y, simultáneamente, muchas caras desaparecían, la televisión, quizás el Canal Encuentro, recuperó una entrevista que un periodista español le hizo a Evo Morales hace un par de años. Preciso, el boliviano desbarató algunas trampitas que el español intentó tenderle, no por él, buen profesional lleno de buenas intenciones, sino por el público español, deseoso de que el adusto indio, huérfano de saco y corbata al entrevistarse con el atildado Zapatero, metiera la pata y mostrara la hilacha, o sea que diera la razón a esa ejemplar racionalidad que exhiben los españoles que votan a Rajoy. Morales conservó la calma y señaló que no es él quien toma esas medidas que tanto irritan a los bienpensantes, sino, vaya casualidad, que hace lo que el pueblo quiere, él no es, argumentó, un dictador ni un monarca. Lo imaginé, en seguida, en Buenos Aires, siguiendo esa misma filosofía, o sea haciendo lo que el pueblo porteño quiere. Imaginé, también, su perplejidad filosófica, “si esto no es el pueblo, el pueblo dónde está”.

Evo, por suerte para él, no tiene ese problema, está bien lejos de Buenos Aires y del pueblo que votó el domingo 26 y, por lo tanto, puede muy tranquilamente asumir en su país la frase en cuestión: “El pueblo no se equivoca”. ¿Quién le podría negar su coherencia? En cambio aquellos que el domingo 26 sacaron toneladas de votos en la volátil Capital Federal no lo hicieron y se perdieron una oportunidad, acaso la palabra pueblo los incomoda, no saben qué hacer con ella, les gusta más la palabra “público”, o “gente”, o “vecinos”, jamás “trabajadores”.

Sin embargo, y casi estoy soplándoles la idea, tanto Rodríguez Larreta como Lousteau podrían legítimamente apropiarse de la frase si es que “pueblo” es nada más que una cantidad de personas de todo tipo –ricos, pobres, afortunados, desgraciados, sanos, enfermos, ocupados y desocupados, amas de casa y mujeres que trabajan fuera, homo y heterosexuales, en fin, todos–, que ocupan un territorio determinado, un sinónimo de “población”; prudentemente, no lo hacen porque esa palabra es propiedad de un genérico pensamiento de izquierda forjado durante la Revolución Francesa y empleado en exclusiva por quienes, perteneciendo a él o haciéndose cargo de su suerte abogan en favor del sector menos favorecido de la sociedad, la masa de víctimas del sistema, las manos y los cuerpos que sostienen el aparato productivo, los no reconocidos y olvidados, quienes están al margen de los beneficios de la cultura, la tecnología y la distribución, todo ese conjunto definido o considerado como “pueblo”.

Si optamos por esta definición, porque no nos resignamos a perderla, si seguimos creyendo que lo que llamamos pueblo existe y sigue mereciendo los esfuerzos de todo pensamiento humanitario, distribucionista, revolucionario, si la otra idea de pueblo es teóricamente desechable porque no indica nada, se habría producido el domingo 26 una paradoja desconcertante: ese pueblo de la ciudad de Buenos Aires, que como tal no se equivoca porque posee una sabiduría que ha ido acumulando desde el fondo de la historia, ha resuelto apoyar, sostener, justificar a personajes que, como Rodríguez Larreta y/o Lousteau no creen ni sienten sus necesidades, dolores, expectativas, deseos y derechos. Razón por la cual si sus integrantes no se han equivocado es porque creen lo mismo que los personajes o partidos por los que votaron, están identificados con ellos, comparten no digamos sus ideas, puesto que no parece que las tengan muy claras, sino esa especie de sentimentalismo negativo y tartamudo motivado –no sé si la palabra indica la desconcertante construcción imaginaria de las creencias– por no sé qué aspecto o momento o persona de la realidad que les produce temor o bien odio o resentimiento, todo muy confuso, en diapasón con las vacías propuestas que formulan muchos de los rostros que empapelan las calles cuando logran articular algunas frases, en particular los más votados. Pero no es cierto: sé muy bien quién es la persona que produce ese temor o rechazo o hace brotar un resentimiento que se expresa a los gritos o con frases inarticuladas o bien, lo más simple, con injurias.

¿Cómo analizar semejante distorsión? El hecho de que una votación es un momento de la vida democrática y, por lo tanto, que todas las opiniones y decisiones y apoyos son en la lógica del sistema respetables por igual, impide hasta cierto punto una calificación, pero no una reflexión, no me parece sincero que se acepte bondadosamente que opciones no ya aberrantes sino meramente mediocres deban ser aceptadas con una sonrisa o justificadas como deficiencias de la comunicación, eso de que “no supimos transmitir nuestras propuestas”.

En consecuencia, dadas estas limitaciones, se me ocurre que no es que esos votantes emanados del pueblo sufrido y escéptico se identifiquen con políticos que distan de ser sus legítimos representantes mejor vestidos o capaces de bregar por sus intereses con el fervor de los iluminados, sino al revés y eso es un mérito, de entre los escasos de que se pueden vanagloriar, de tales figuras: interpretan un estado de ánimo o un confuso sentimiento y en sus discursos lo reproducen; esa operación es brillante pero al mismo tiempo terrible, es un darse cuenta de afecciones del pensamiento y, en lugar de apartarse de ellas o intentar corregirlas, les dan la precaria forma que los así interpretados pueden admitir, no los enaltece pero tampoco, porque lo igual tiene esa virtud, los humilla y en consecuencia les produce en la fugaz ceremonia del voto dos sensaciones casi de goce, o sea inexplicables: por de pronto destruyen simbólicamente a quien odian, léase CFK y, por el otro, experimentan una ligera ebriedad de poder al conferirlo a quien les habla de ellos hablando de sí mismos aunque los deje como están y haga, porque se sabe que lo hará, todo lo posible para seguirlos manteniendo en la zona de un deseo inarticulado y primario, la quietud de lo que se obstina en ser igual a sí mismo y no quiere cambiar.

¿Se puede calificar lo que pasa por la cabeza de quienes entran en ese juego? No seamos catastrofistas, eso está pero no por fuerza va a durar para siempre: es una oleada, la derecha sopla en todas partes y lo que la constituye es precisamente todo eso, mediocridad, odio, resentimiento, temor, irracionalidad. ¿Va a durar? ¿Va a resistir los embates de la verdad?

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