Mar 26.05.2015

EL PAíS  › OPINIóN

La patria

› Por Sandra Russo

La palabra “patria” está en ese limbo lingüístico que comparte, por ejemplo, con las palabras “libertad” o “democracia”. No tienen un significado unívoco: hay que dárselo. Esas palabras han sido y son usadas para designar, en diferentes lenguas y latitudes, cosas contradictorias y muchas veces completamente opuestas. Que alguien hable de patria, en principio, no delata ninguna profundidad ni de sentir ni de pensamiento. En nombre de la patria y en nombre de la libertad se han hecho también cosas aberrantes. Generacionalmente, los argentinos de mediana edad hemos debido sobreponernos a esa otra idea de patria que nos fue enseñada junto con la idea de un “ser nacional” que en nuestra juventud estaba siendo impuesto a sangre y fuego, y que nos pretendía poca, muy poca cosa, constructores de sillas que se rompían, soplones, gritones, homofóbicos, misóginos, anticomunistas, avivados, ególatras y fanfarrones, presuntamente más altos y blancos que cualquier otro latinoamericano. Uno creció buscándose a sí mismo en el tejido grasoso, tétrico y dorado de ese “ser nacional” que planeaba sobre clases escolares y medios de comunicación. En nombre de la libertad, en tanto y según se nos enseñaba en las clases de educación cívica, era que en l955 había sido prohibido el peronismo.

Claro que ése era un relato, uno de otros relatos posibles sobre quiénes y cómo somos, qué queremos, qué tenemos en común, qué nos diferencia, qué diversas y múltiples identidades –regionales, de género, políticas y étnicas– confluyen en eso superador que nos abarca, en eso que cuando por fin lo rozamos nos hace felices, como ayer. Pero aquél no era un relato cuestionado por los factores de poder. Todo lo contrario. Era el relato que les pertenecía y que habían derramado como nunca derramaron la riqueza. Y ante ese artefacto al que le llamaban patria, uno se atajaba, se defendía, se diferenciaba, se rebelaba, quedaba dolorido. Como aquel “ser nacional” nos quería a cada uno peleando por lo exclusivamente suyo, los puentes entre nosotros no existían y había que crearlos. Pero no sabíamos ni cómo ni por dónde. No fue fácil ser argentino durante muchas décadas. A la conciencia de no querer llevar esa falsa antorcha manchada con sangre y con cinismo, se le sumó después una culpa esfumada, difusa y compleja, la vergüenza de una nacionalidad que había consentido tantos crímenes.

Uno hace el ejercicio de recordar aquellos años y abrir los ojos hoy, y constatar que algo intensamente profundo ha cambiado por donde las cosas cambian de cuajo, que es en lo cultural y en lo simbólico. Este año, en el último 25 de Mayo de su mandato, Cristina Kirchner agregó un ingrediente filoso, como lo es el sable corvo de San Martín, al que volvió a referirse anoche en su discurso, para exponer y religar la mirada esperanzada del prócer unánime sobre Juan Manuel de Rosas, el prócer reprochado en el viejo relato. Expuso más que un sable y más que un símbolo: expuso de qué brutales maneras se ha manipulado la historia que nos fue contada como aséptica. Había allí una continuidad histórica que fue abortada y negada por las elites. A propósito, es bueno recuperar aquí una palabra: lucha. El establishment la reserva al pasado. A las luchas actuales las niega y las llama pelea, confrontación o crispación. La historia es un continuo. El presente será la historia del futuro. Lo que Néstor Kirchner y luego Cristina Fernández iniciaron en 2003 y continúa es un ciclo de lucha renovada por las conquistas inacabadas de la emancipación, de la independencia o como se le llame: significa que el pueblo –y no los lobbies– gobierna a través de sus representantes. Suena sencillo, pero la lucha es ésa.

Como en un extraño mandala cuyas piezas fueron primero esparcidas y luego recuperadas, la idea de la patria se reconstituyó en estos años. Hubo tantos movimientos simbólicos puestos en marcha simultáneamente, que es difícil analizar su funcionamiento y hasta su planificación: más bien, uno tiende a creer que lo que se modificó, esencialmente, fue el sujeto histórico del ayer, del presente y del mañana. Hoy miro las calles inundadas de gente que habla en distintas tonadas, que tiene diferentes edades, que ríe y que confraterniza con el de al lado, que propaga su buena energía, que agradece ser tenida en cuenta, los niños que saben qué pasó hace 205 años pero también quién es Cristina, la multitud que no le cree a Clarín, la conciencia del valor que tiene estar aquí y ahora parados en un lugar y no en ninguna parte, como sucedió durante años y años con los sectores invisibles. Hoy miro la fiesta patria y popular, y pienso que esta idea de patria no es la única posible pero es la que mejor nos hace porque incluye a todos los que quieran entrar. La fiesta patria y popular dice a través de su coro feliz y atronador que la patria es popular o no es.

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