Mar 02.06.2015

EL PAíS  › OPINIóN

La Tercera Guerra Mundial

› Por Jorge Elbaum *

La escena tiene poco de pedagógica. Un salón de actos de un colegio privado de la ciudad de Buenos Aires, ubicado en la calle Yatay, en el barrio de Almagro, y un auditorio de cientos de alumnos abarrotados ante la recordación del fin de la Segunda Guerra Mundial. En el escenario –sustituyendo a una directora adusta y gravosa–, un “pensador” de la derecha argentina se empodera de profetismo apocalíptico y advierte ampulosamente a los jóvenes: “Todos ustedes lo saben: estamos hablando desde el marco de una Tercera Guerra Mundial. Ya ha comenzado. La Argentina ha tenido el triste honor de ser uno de los países donde la Tercera Guerra Mundial puso de manifiesto su índole, y el no esclarecimiento de lo ocurrido en la AMIA, coronado como encubrimiento por el asesinato del fiscal (Alberto) Nisman, prueba hasta qué punto es peligrosa la complicidad que la no búsqueda de la verdad puede generar con los promotores de esta guerra tan particular, que no se caracteriza por la confrontación entre ejércitos convencionales”.

Dicha alocución, enunciada por Santiago Kovadloff a mediados de mayo –y reproducida por las redes sociales como una pieza de lucidez geopolítica–, produjo un revuelo entre los participantes del acto. “Si realmente estamos frente a una guerra mundial –se preguntaba una docente a la salida de la escuela– y los muertos empiezan a apilarse a pocas cuadras de acá, en Puerto Madero, debe ser hora de defenderse”. Un alumno de cuarto año afirmó, luego del incendiario discurso: “Los que hacen esta guerra son los terroristas, los musulmanes, los árabes, los iraníes...”, contribuyendo a desatar la paranoia montada sobre el cadáver del ex fiscal.

La irresponsabilidad de la arenga bélica desatada en una escuela, amparada además por el megáfono de la legitimidad “cultural” que otorga la institución, dejó absorto a más de uno de los estudiantes presentes. La construcción de fantasmas, internos o externos, instituidos a base de paranoia, ha sido históricamente uno de los mecanismos más eficaces para inventar enemigos. Y ha sido también el dispositivo inicial para cosificarlos y deshumanizarlos: cuando la actitud defensiva y el miedo se apoderan de un actor social, aparece como necesario el mecanismo de segregar, perseguir y excluir. La escuela debería ser pensada y actuada como un espacio para el encuentro y la tramitación pacífica de los conflictos, pero los popes letrados de la derecha vernácula se empecinan en sumar las aulas educativas a la promoción perversa del miedo y del odio. Nuestra historia salpica de ejemplos en los que la estigmatización –interna y/o externa– ha sido caldo de cultivo para perseguir y quitar derechos.

La “hora de la espada” frente a esta tercera guerra mundial a la que hace referencia Santiago Kovadloff, es coherente con la defensa que realizó en abril del año pasado en relación a Vicente Massot: el barbado bahiense, propietario del periódico La Nueva Provincia desde el cual –hasta el día de hoy– se defiende la última dictadura militar genocida, fue amparado por la denominada “Academia Nacional de Ciencias Morales” cuando la Justicia acusó a Massot por la complicidad en la desaparición de delegados de su diario. En aquella ocasión, dicha Academia repudió la apertura de la causa contra Massot, pese a que el acusado era, desde el año 1975, el encargado de la relación con el personal del diario y siendo que en 1976 desaparecieron los dos delegados de esa empresa editorial familiar.

Entre quienes acompañaron a Kovadloff en la defensa de Massot figura Manuel Solanet, ex viceministro de Economía de la dictadura, y Carlos Escribano, hombre fuerte del diario La Nación, quien intentó sin éxito extorsionar al ex presidente Néstor Kirchner al inicio de su mandato. Pero el dato quizás más simbólico reside en el hecho de que Kovadloff defendió sin miramientos a quien fuera en los años ’70 el secretario de redacción de la publicación más judeofóbica de la historia argentina: la revista Cabildo.

Otro de los alter ego de Elisa Carrió, en lo referente a la siembra de “malas noticias” es el literato Marcos Aguinis. El psiquiatra cordobés es descripto por muchos aficionados como el atacante central del seleccionado de la derecha liberal local. Junto a Kovadloff se disputan el segundo puesto –luego de Lilita– en la fabricación de peligros y cataclismos supuestamente emergentes. Aguinis publicó recientemente una columna de opinión en su periódico de referencia (La Nación), en la que compara el Islam con el hitlerismo. La brutal sutileza de su artículo radica en que no hace ninguna diferenciación entre el Islam (religión que tiene 1800 millones de adeptos en el mundo) y lo que él denomina “islamismo”, avalando la confusión entre el extremista Estado Islámico y el resto de los musulmanes del mundo que repudian –pero sobre todo sufren en carne propia– las lapidaciones cometidas en nombre de la Shaharía. La burda comparación entre el Islam y el nazismo podría ser simplemente una provocación reaccionaria si no fuese por el hecho de que esos mil ochocientos millones de musulmanes están siendo estigmatizados por personeros de la palabra como Aguinis. Alguien dijo, años atrás, que los musulmanes europeos de hoy están siendo tratados como los judíos en la década del veinte del siglo pasado. Y no hay huevo de la serpiente más eficaz que ir culpabilizando de a poco a quienes únicamente pretenden vivir su fe sin ser desacreditados. Aguinis completa la negación y la invisibilización de su enemigo al afirmar en el artículo de marras que: “La confusión y la hipocresía se manifiestan con intensidad al acuñarse la palabra islamofobia. No hay tal. En Europa viven más de veinte millones de musulmanes que pueden acceder a todos los derechos”.

Apreciaciones como la antedicha aparecen como un calco de aquellas formuladas por los responsables cosacos y las juventudes hitleristas cuando eran interrogados sobre la situación de los judíos en Europa a principios del siglo XX. Hoy en día, todos los organismos de derechos humanos del viejo continente ranquean la islamofobia como la forma más presente de la discriminación, que genera resentimiento y malestar entre aquellos inmigrantes obligados a convertirse en refugiados al escapar de los conflictos armados, principalmente niños y niñas, mujeres y personas ancianas.

Tanto Kovadloff como Aguinis han caracterizado las polémicas políticas de los últimos doce años como una muestra de “crispación”, llegando a catalogar a los debates democráticos como ejemplos de intolerancia. No deja de ser llamativo que, paralelamente, anuncien guerras mundiales o invisibilicen a las víctimas de la discriminación sin considerar dichos posicionamientos como mecanismos de intimidación. Para Aguinis trabajar para Massera no supone una forma de violencia simbólica hacia los desaparecidos y sus familias. Para Kovadloff defender al secretario de redacción de Cabildo tampoco. Ambos han decidido indignarse frente al debate público sin avergonzarse por promover el odio a través de discursos guerreristas que necesitan construir un enemigo para canalizar sus fantasiosos miedos.

* Sociólogo. Ex directivo de la DAIA.

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