EL PAíS
› OPINION
Como si fuera la luz de un fósforo
› Por Eduardo Aliverti
El centro de la mirada política está posado –y es probable que se asiente cada vez más– en el conflicto con algunas de las empresas privatizadas. Muy por encima de las pullas verbales, que concentran la atención informativa, se esconde un hecho de significado mucho mayor por el que (tal vez a corto plazo), el gobierno de Kirchner tendrá su primera prueba de fuego respecto de la distancia entre los discursos y las cosas. Esto es: entre la proclamada decisión de hacer frente a los intereses de los dueños de la economía y la acción efectiva. Debe ser por eso que nadie se anima a llamar a los peligros por su nombre concreto salvo, claro, algunos desparpajados voceros empresarios.
Hasta aquí, el oficialismo golpeó con mucha eficiencia en asuntos que, sin perjuicio de su valor gestual y real, le salieron gratis. Sencillamente, porque apuntó a sectores que hace rato vienen perdiendo por goleada en la consideración pública y en la disputa del poder real. Y sin capacidad de respuesta. Fuerzas Armadas y de seguridad, Corte Suprema, sindicalistas como Barrionuevo y dirigencia política todavía ligada a la rata. Todo importante, cómo no. Y todo “pasivo” en términos de la gran batalla que ni siquiera empezó, bajo el beneficio de inventario de que en efecto comenzará algún día: la del mejoramiento de las condiciones de vida populares, la de la inclusión de los excluidos, la del trabajo. En una palabra, la que supone cotejar contra los intereses de los ganadores.
No parece advertirse lo que se juega en la profundidad de la política, tanto en el caso del suministro de agua como en el de la electricidad. Las razones de que eso sea así no son muy fáciles de comprender, siendo que son asuntos bastante obvios, y por tanto cabría deducir que se prefiere no ver la realidad. El debate acerca del tema da vueltas sobre sí mismo, porque sus ejes no apuntan a la cuestión de fondo: que los emporios extranjeros ya obtuvieron rendimientos astronómicos durante el menemato, con tasas de ganancia inéditas en el mundo entero; que sin embargo tienen razón “técnica” cuando arguyen que la devaluación y el retraso tarifario les desacomodó el programa de inversiones; que los cortes son casuales; que no, que son producto de chantaje. Los motivos que fueren no alcanzan ni de lejos a torcer la verdad de que, sobre todo en el área energética, el sistema está al borde del colapso. Lo sabe cualquier periodista mínimamente informado y lo sabe el Gobierno. Frases como las del Presidente (“Yo no negocio bajo presión”), o como las que se atribuyen al ministro De Vido (“Si no invierten se van”), son muy simpáticas al vocabulario progre pero lo concreto es que si el Gobierno está dispuesto a hacerse cargo del muerto tiene que poner los fondos para resucitarlo. O bien arbitrar resoluciones inmediatas. Sin embargo, la hipótesis de que otros grupos quieran, puedan y sepan tomar la operación de los servicios lleva un tiempo de implementación que corre muy por detrás de las urgencias. Y es por eso que, inclusive sin caer en pronósticos catastrofistas, más tarde o más temprano las autoridades enfrentarán la transa o la imposición. Si no les dan el aumento de tarifas que pretenden, en medio de salarios que siguen en el freezer, no quedan demasiadas opciones: se quedan e invierten, en efecto, o el Gobierno toma el timón bajo cualquiera de sus empuñaduras. Y ahí sí que los gestos adquirirán un rol superlativo, en tanto se habla nada más y nada menos que de prestaciones esenciales. El riesgo de volver a los apagones, sólo por citar la amenaza más mentada de estos días, no es el mismo si hay detrás la aceptación de la penuria en aras de un mejor destino distributivo –y de un esquema verdaderamente nuevo de servicios públicos– que si apenas se trata de situarse en víctima.
Es una historia que la Argentina ya vivió y de la que cabe suponer que se habrá aprendido algo. Desfinanciaron y desprestigiaron a las empresas estatales a fin de favorecer su privatización a precio vil, para que apenas unos años más tarde las puteadas sociales vuelvan vivas y coleando. No había modelo estratégico de Nación que no fuera el negocio y la corrupción hasta límites inverosímiles, y he aquí los resultados. ¿Qué corresponde hacer ahora? Se puede preferir la reestatización, la reprivatización o el mantenimiento de los actuales operadores bajo otras condiciones. Lo que no se debe es continuar postergando una definición, porque entonces quedaría avalada la chicana de uno de los portavoces de las eléctricas. Eso de que el Presidente “está haciendo fulbito para la tribuna”. Es una provocación, por supuesto, pero también es cierto que la manera de contestarle es con hechos. No mediante una escalada de declaraciones. Y los hechos son bien puntuales: aumento o no de las tarifas; inversión o no para mantener y mejorar el equipamiento y, según sean las respuestas a esos interrogantes, conservación o cambio de rumbo en la operación de los servicios.
Esa lógica de “esto o lo otro” puede parecer simplista, pero no se ve la forma de desmentir que terminará imponiéndose en cada una de las áreas donde se juega el futuro económico, social y finalmente político del país. El reemplazo de un juez de la Corte, el destino del jefe del Ejército, los cambios en la Policía o la táctica de alianzas partidarias para crecer “transversalmente”, o por dentro del PJ, son movimientos que pueden hacerse más lentos o más rápidos sin que vayan a alterar el humor colectivo. Y además, son puntos en los que el Gobierno ya estableció una base de operatividad y apoyo popular que le da un buen margen para regular sus acciones.
En la economía, en cambio, y sin desmedro de algunos parches significativos (como el salvataje a los deudores hipotecarios), más que “hacer fulbito” se vienen tirando todas las pelotas afuera. Se maneja, pero no se conduce. Algunas consecuencias de esa determinación –el acuerdo con el Fondo, por ejemplo– recién se percibirán el año próximo. Y entonces muchos se toman su tiempo para preocuparse.
El toma y daca con las privatizadas, por el contrario, no semeja permitir tanta displicencia. Y por eso, el modo en que vaya a resolverse dará, quizá, una primera pauta de cuánto de guitarreo y cuánto de valentía progresista hay en el discurso oficial.