EL PAíS › TESTIMONIOS DE MUJERES Y HOMBRES EN LA PLAZA DEL CONGRESO, IMáGENES DE UNA CONVOCATORIA INéDITA
Una mujer hacía pública la denuncia contra su marido, con foto incluida. Otra contaba su historia como víctima de la violencia. Hubo muchos hombres. Y adolescentes. Para muchos, fue la primera vez que concurrían a una concentración popular.
› Por Alejandra Dandan
Ella se llama Casandra, tiene ocho años. Va pegada al cuerpo de su madre. Están en el cruce de Paraná y avenida Rivadavia, donde anoche se perdían las fronteras de la calle o de la plaza. Y las señales del Congreso. Donde un changarín empuja su carro cartonero entre los carteles levantados al cielo que esta vez dicen el Ni una menos. Casandra habla después de su madre. ¿Por qué estoy acá? “Porque hay demasiada violencia”, dice con la voz finita de pequeña. “Y ya hay muchas chicas secuestradas, muertas, heridas. Y entonces no hay que ser violento. Yo no prefiero eso. Le hace mal a nuestro cuerpo. Hay que cuidarse.”
Tres de la tarde en el vientre de Parque Chas. Dos chicos y una chica estiran las patas sobre la vereda, guitarra en mano, murmuran algo sobre Pando. Dicen que va a la marcha. Los varones eso parece no decirles demasiado, pero la flaca apunta que es la que maltrató a las madres de los pañuelos blancos.
Bajada del subte. No están los carteles habituales. No hay trenes demorados. Esta vez los letreros electrónicos congregan como un megáfono que gira en la ciudad al Ni una menos. Callao y Corrientes también cambió. La fachada del Citibank quedó tapada con una enorme bandera rosa, la consigna del día y la firma de la Federación de Trabajadores Universitarios. El puesto de diarios de la esquina exhibe la portada de una revista con la consigna. Una mujer pasa con una bolsa que dice por un mundo menos descartable, y su brazo dialoga con esos cuerpos que avanzan en busca de lo no descartable.
En la esquina, rumbo al Congreso, una mujer corre desesperada hasta la bandera del Instituto Docente y Técnico N°77, desplegado en clave de convocatoria.
“¿Están acá?”, les grita. “¡El Instituto, no puede ser! Yo soy egresada de acá, diez años ya de docente.” Y no para. Y sus compañeras la hacen hablar.
“Yo te lo voy a decir por qué vine”, dice. “Vine porque quiero romper un legado generacional. Mi mamá fue víctima de violencia de género, que le derivó en un cáncer. Yo fui víctima de violencia de género. Y pude decir basta. Hoy estoy con una pareja sana y esperando un bebé. Y por mi hija. Para que el día de mañana no tenga que repetir lo que pasó con su abuela y su mamá. Mi nombre es Rut Ricci, docente, de Vicente López.”
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Desde el Savoy salen los jugadores de Racing, con público tal vez inesperado. Michel, que tiene 22 años, hace foco con su cámara sobre un afiche de Evita, que ahora y aquí también se plegó al lema. “Vengo porque creo que se pierde el tiempo si no estoy acá”, dice ella, de La Matanza, primera vez en un espacio como el de una marcha. Primera vez y a pura cámara, como si lo abrazara todo de una vez. Está su prima, Nuria de Pontevedra. Y Edith Portillo, de Ciudad Evita. “Me sacudió cuando empezaron a prender fuego a los cuerpos”, dice Edith mientras espera. “No hubo un caso puntual, pero empezaron a aparecer. Era como que un día había uno y al otro día otro. Y no paraban, como una epidemia. Tengo una nena de 15 años. Ella tuvo una amiguita de 16 que se peleó con el novio y la mató. Una chica del 22 de Enero, del mismo barrio.”
Una chica del 22 de Enero, ahora como identidad.
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Callao es una marea autorrepresentada. Las banderas aparecen y desaparecen tragadas por otras como si formaran parte de una práctica conocida. “Basta de femicidios”, avanza el Bachillerato Popular La Esperanza, de las barriadas populares de San Martín. Detrás, colgaron pequeños portantes. “Que el Estado hable menos y haga más.”
“La Iglesia, la justicia y el Estado son responsables.” Laura Perraud egresó de ese bachillerato. Y cuenta. Y habla. Ella también. Seis años, un tipo. Golpeador. Aguantó. Por un hijo. Hizo un clik. Se paró.
Una bandera no se acerca sino que genera su propio escenario. R.E.I.R, dicen las letras grandes. Arte y Resistencia. “Quiero que el prejuicio no trasforme a la víctima en violencia.” “Puta pero no tuya.” “La víctima no es culpable”, van diciendo los carteles que exhiben como viñetas de una historia en avance. Allí bailan mujeres. Varones. Otros simulan algunos gritos de mandatos:
¡Esa pollerita está muy cortita!
¡Parate derecha y cerrá las piernas!
¡Comportate como una dama!
¿Cuándo te vas a casar?
Alguien respira muy fuerte: ¡Ay –dice–, me da escalofríos!
Ni princesas ni machos, mujeres reales, siguen sus carteles. No estamos solas. Quiero que se haga justicia y no costumbre. Aborto seguro, legal y gratuito.
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Gabriel Devoto duda entre la calle y la vereda. Florencia Riggi, Josefina Márquez y Sol Díaz, de 5º y 6º año de un secundario de Lanús, pasaron cerca el 24 de marzo, el 25 de mayo y se suman a las movilizaciones de mujeres. Imposible tomar nota cuando hablan. “Y porque repudiamos los femicidios”, logra anotar la cronista mientras ellas repasan la agenda de lo pendiente a pura velocidad y mirada política. Ahí van hablando del “acoso callejero” o “las prácticas culturales que hacen que en los boliches quizá nos toquen el cuerpo”. Y siguen. “Aunque no nos haya pasado sabemos de qué se trata y queremos contribuir para que no le pase a nadie más.”
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“La violencia contra las mujeres siempre mata”, dice el cartel de la Asociación Pablo Besson. Y ahí, atrás, de ellas y ellos cuelgan perchas sin cabeza. Andan vestidas de despojos. Los restos de una remerita de brillos con strass. Otra más chica de color rojo. Un jean prelavado. Una polera a rayas negras. Y una remerita violeta. “Venimos trabajando hace varios años contra la violencia hacia las mujeres –dice una mujer–. El recurso de la ropa representa a las mujeres que han muerto a causa de los femicidios, por manos de sus esposos o sus padres.”
Y seguro que de otros más.
El Silencio no es Salud, pusieron los estudiantes de medicina nucleados en Miles.
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Un dron cruza el cielo.
Una mujer muy bien vestida levanta la foto de su esposo. “Empresario, concesionario de autos. Es mi marido”, dice. “Y entonces estoy acá denunciándolo. Ya lo hice en la policía. Para que esto no ocurra nunca más, ni conmigo ni por nadie. Sufrí violencia de género. Me lo hacía no todas las veces adelante de los chicos, pero esta vez me lo hizo delante de ellos y ellos dentro de todo me salvaron con 12, 10 y 8 años. Pensando que iban a matar a la mamá, todo con puños, en la puerta de mi casa. Vivimos en Nordelta, eh. Y él es un empresario importante.”
La señal que rompe las cuatro paredes corre ahora en las calles. Pasa un poeta. Pregunta si hay algo que firmar. “Yo siempre espero que no haya ni media menos”, dice el varón. Pasan militantes más conocidos. Sobrevivientes de los campos de concentración de la dictadura. “Esto demuestra que hay derecho, ahora y para el que venga. Esto ya está”, dice Alejandra Naftal. “¡Y las consignas!”, dice Ana Nora Feldman. “Acá está y acá se ve la posibilidad de decir esto sí y esto no. Y muestra que la cosa es distinta. Que hay una consigna que aglutina. Antes estábamos los troscos por un lado, el PRT por otro, el Partido Obrero, el Frente para la Victoria. Pero después aparece esto, todos nos vimos para acá.”
Las mujeres muy chicas tienen una enorme presencia. Micaela, Paula, Ludmila y Lurdes, de 18, 21, 15 y 16 años, se tomaron el 159 desde el oeste de Bernal. Son dos pares de hermanas, amigas del barrio. Preguntaron para llegar al Congreso, aunque ya habían estado cerca el 25 de mayo. Tienen pañuelos en los pelos, piercing, cuerpos marcados con sus propios trazos. Llegaron porque quieren. Porque además la madre de Lurdes y Micaela les dijo que vinieran, ella no podía porque tenía que cuidar a los otros niños de la casa.
Pasa la gran Marlene Wayar enojadísima con los petardos y cohetes que saltan en el aire. “¡Pero qué están celebrando, digo yo!”, dice ella. “En todo caso esto no es una celebración, sino una conmemoración por todas, por todas nuestras muertas.”
Alrededor está el vallado. Algo de la plaza del Congreso cubierto con los nombres de cientas de mujeres. La edad en la que las mataron. Y abajo del nombre la huella roja de una mano.
Azucena, 27 años
Beatriz, 35
Anahí, 41
Marta Nievas, 23
Antonia, 39
¡Ay!, dice una viejita cuando pasa. “¡Esto es un impacto tan fuerte que me pondría a llorar! ¡Es increíble, por favor!, dice otra. ¡Todas estas son... ! ¡Mirá vos!”, se escucha. “¿Vos te das cuenta que esto da toda la vuelta?”
Y en eso llega Paula, una señora, de saco negro, elegante. Tiene los ojos llenos de lágrimas. Paula es abogada. No sabemos si se llama así. Trabaja en una administración del Estado. “Estoy acá porque me parece que tengo la oportunidad en mi vida a los 48 años hoy de poder pronunciarme por esto. Y no tengo ninguna duda de que tenía que venir porque es una obligación moral, como mujer y víctima de la violencia, abogada, madre, y porque soy mujer.”
Dijo todo. Y demasiado. Nunca había estado en una marcha.
Pasa un cura. Pasaron unas monjas vestidas con atuendo marrón. Pasaron los fiscales de la Procuración. Pasó Micaela y Fiorella, de 21 y 19, y de Río Gallegos. Acaban de “fumarse a diez tipos que nos acosaron con violencia verbal mientras veníamos para acá, es re irónico”, dice una. “¿Y qué hacés? Seguís caminando. Es más, a veces te cruzás a la noche con otra mujer y las dos nos miramos y no nos conocemos, pero en esa mirada te das cuenta que nos decimos que las dos estamos pasando por lo mismo.”
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