EL PAíS › OPINIóN
› Por Sandra Russo
La conciencia por asalto, como el cielo. La conciencia como una dentellada. La conciencia está ahí, apenas detrás del velo que durante siglos ha nublado los ojos y los corazones de hombres y mujeres que creyeron cuando eran niños lo que se les dijo sobre ellos, sobre ellas. La cultura es en su base eso que nos relatan en la infancia, y que creemos y que luego enseñamos a nuestros hijos. Esto está mal. Esto está bien. Esto es así. Esto no puede ser. La cultura es la que funda esas certezas, que tantas veces están rotundamente equivocadas, o asentadas no en la verdad, sino en el miedo. Y no se trata sólo de la cultura judeocristiana, si a las mujeres chinas les deformaban los pies para que fueran bellos, y si a las mujeres de algunos países de Asia y Africa les cosían la vagina o les cortaban el clítoris para que desconocieran el placer. La humanidad entera tiene una deuda de conciencia en relación con su propia mitad, que somos las mujeres.
“Ni una menos” es una aspiración o una exigencia o un grito que ya se puso en marcha en la Argentina. Nada nos hacía esperar, después de tanto tiempo de insistencia, que una convocatoria surgida de un grupo de periodistas y activistas de género iba a correr como un reguero prodigioso de buena voluntad entre hombres y mujeres, y que a la enorme mayoría de quienes escucharon y adhirieron a esa consigna la acompañara el buen tino de hacerla transversal y preservarla de debates pequeños, infinitesimales ante las voces que nos faltan porque yacen en su silencio prematuro y permanente, congeladas por un asesinato.
Ayer fue a ellas, a las que ya faltan, a esas cuyas muertes fueron en lo privado, una revancha o un arrebato impotente, y en lo público una mercancía informativa, a las que la multitud honró. Pero las destinatarias fueron las que viven y peligran. Las que hoy sufren golpes, amenazas, humillaciones, descrédito, psicopateadas, insultos, indiferencia. Las que pueden ser asesinadas mañana. “Ni una menos” señala todo lo que falta por hacer, en un país en el que como ya todos sabemos –eso de lo que ya somos conscientes–, cada 30 horas una mujer es asesinada por un marido, un ex marido, un novio, un ex novio, un hombre conocido que descarga su furia sobre ellas. No es una problemática doméstica. El femicidio cunde en este continente, donde el machismo sigue siendo confundido con lo normal.
Pero una expresión tan multitudinaria y abarcadora, una manifestación –qué buena palabra para volver a ella a propósito de la marcha de ayer– tan clara en sus planteos, tan punzante frente al velo que todavía cubre la conciencia de buena parte de la población, fue inesperada y acaso por eso tan visceral. No podemos seguir asistiendo a este festival de muertes femeninas sin la revulsión que se manifestó ayer, en paz, sin falsas puebladas, sin regresión cultural. La marcha por “Ni una menos” expresó a una sociedad con pilares sanos y democráticos. Hubo tanto hombres como mujeres. Hubo madres y hubo niños. Hubo parejas. Hubo organizaciones. Hubo independientes. Hubo remeras estampadas y carteles hechos con marcadores o lápices. Hubo chisporroteo político pero madurez para acordar que “Ni una menos” sólo puede ser el resultado de un trabajo de hormigas culturales que desparramen por la faz de la Tierra que a las mujeres se las ama o se las olvida o se les discute o se las seduce o se las evita, pero no se las mata. Es el “no matarás” cultural que tenemos que desarrollar juntos, entendiendo que las frustraciones masculinas pueden tener muchos destinos, pero jamás el cuerpo de una mujer. Y entendiendo también que esa violencia que termina en femicidio no sale de la nada ni brota por generación espontánea o como un acceso de crueldad sin explicación. El femicidio tiene explicación. Y empieza a germinar ahí donde el cuerpo femenino es una cosa para ser consumida, ahí donde el cuerpo de una mujer es mercantilmente separado de su ser, y expuesto, visto, percibido como un envase que puede ser usado para el propio placer o como basurero de la personalidad de otro. El femicidio empieza a germinar ahí donde un hombre o una mujer creen que los varones tienen preeminencia o supremacía sobre las mujeres. Que su punto de vista importa más, que su voluntad tiene más peso, que sus cualidades son mayores. El femicidio arranca en ese malentendido cultural que como nación hemos decidido colectivamente condenar. Puede ser una anécdota si se diluye, o una refundación de nuestra idiosincrasia. Para esto último, hay que seguir insistiendo.
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