EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
La derecha habla de cambios, la izquierda tradicional opositora también y el Gobierno también. Todos son promotores del cambio y hablan de cambios, pero para cada uno de ellos tiene significados distintos. Esto resulta confuso sobre todo cuando es la derecha la que se apropia de esta palabra que fue siempre inherente a los movimientos populares disruptivos de la historia. A los que, por definición, siempre se opuso la derecha.
El frente que encabeza Mauricio Macri con otras fuerzas de ese espacio se anotó con el nombre de Cambiemos. En Cambiemos, junto al PRO confluyen los sectores más conservadores del radicalismo y Elisa Carrió, también está el partido del Momo Venegas y el intendente de Malvinas Argentinas, Jesús Cariglino, como expresión de la derecha peronista, así como los partidos Conservador Popular, el Demócrata, de Mendoza, y otros provinciales afines, representantes de los viejos partidos conservadores. Cuando una fuerza conservadora trata de ser identificada con el cambio, pareciera que tratara de ocultar su verdadera esencia que es la conservación de un esquema de circulación del poder, de las riquezas y los derechos en una sociedad. Cuando en política se habla de cambio, el término estuvo siempre referido a modificar ese esquema que privilegia a una elite. Pero desde el menemismo en adelante, la palabra “cambio” fue travestida por los conservadores.
Los viejos seguidores de Patrón Costas, de los que ya sólo quedan vestigios, se ufanaban de estar en contra del cambio. Pero a los nuevos no les gusta. Prefieren que los identifiquen como los que están con el progreso. Se asumen como modernos en las tecnologías y en los sistemas de eficiencia tipo empresarial. Están a favor de ese cambio mientras no se cambien las pautas que garantizan sus privilegios. El dinamismo de los mercados del neoliberalismo destruye a las empresas que no evolucionan rápidamente (aunque rápidamente desembocan en crisis sistémicas mundiales como la actual y la que vivió Argentina en 2001). En esa metáfora, los nuevos conservadores piensan como los dueños de una empresa que debe estar en cambio permanente para crecer y aumentar los márgenes de rentabilidad. Y la rentabilidad muchas veces se juega con el tipo de cambio, con los salarios, con las condiciones de trabajo o ajustes y despidos, es decir, ellos piensan como los dueños de las empresas y no como los trabajadores que siempre están al filo de la navaja cuando se habla de hacer más eficiente y rentable un emprendimiento.
Esta idea de los conservadores sobre el cambio tiene como sujeto beneficiario a los grandes empresarios y banqueros y a unos poquitos más, como sucedió en los ’90. El otro cambio, el que se refiere a situaciones de atropellos, anacronismos, injusticias y desigualdades, tiene como sujeto activo a los sectores populares, aunque en definitiva entre los beneficiarios están incluidos también los grandes dueños porque este modelo se sostiene en el crecimiento del consumo popular.
Resulta insólita esta disputa por la palabra “cambio”. Para reafirmar su apropiamiento, la derecha tiene que deslegitimar los cambios que hayan producido sus antípodas. Todo lo que haga el kirchnerismo con un sentido de cambio tiene que ser desmantelado, desmentido y presentado como un invento, una construcción virtual y discursiva: el famoso relato. Porque necesitan instalar que no existe ningún cambio posible con sentido igualitario, tienen que mostrar que todas las medidas que se toman con ese objetivo, como la Asignación Universal por Hijo o las jubilaciones, o las paritarias, tienen una contracara que siempre perjudica a algún sector popular. Aunque votaron en contra cuando alguna de estas medidas debió pasar por el Congreso, nunca dicen que se oponen a ellas ni las critican en público y no se atreven a decir que las dejarían sin efecto. No tienen un discurso para defender la desigualdad o las injusticias. Se limitan a desprestigiar las medidas que buscan combatirlas.
En estos doce años, todo el discurso conservador o reaccionario o de derecha o centroderecha, como se lo quiera llamar, se estructuró para demostrar que ningún cambio motivado por un sentido de justicia o de igualdad tiene efecto ni resultado y que, en todo caso, sólo se llega a esos resultados por la vía de los cambios que buscan eficiencia y competitividad. Tienen un ejército de periodistas e intelectuales que con un disfraz de izquierdismo coinciden con otros históricamente reaccionarios para menear la discusión eterna sobre los índices de pobreza e indigencia.
Estos supuestos izquierdistas críticos tan funcionales a los reaccionarios tratan de demostrar que todas las medidas relacionadas con el mejoramiento de la calidad de vida de los sectores populares no tienen ningún efecto ya que según los índices, apócrifos a veces y desactualizados en la mayoría de los casos que ellos manejan, los niveles de pobreza e indigencia se mantienen igual que antes que esas medidas fueran tomadas. Fue una discusión de esta semana a raíz de un discurso de la presidenta Cristina Kirchner en la FAO.
No existe otro arsenal muy diferente al que se ha usado estos años para combatir la desigualdad. Con sus particularidades, cualquier gobierno que se diga progresista tendrá que asumir derroteros parecidos. El impacto de este discurso desarmador no es sólo contra el gobierno kirchnerista sino contra cualquier otro que trate de implementar medidas parecidas y afecta también a los llamados progresistas que acompañan bovinamente estas críticas de la derecha. Se trata de desacreditar a todas las políticas de distribución de la riqueza y ampliación de derechos, no solamente las que ha implementado el kirchnerismo.
La intención es que la sociedad se asuma impotente frente a las desigualdades. Los conservadores precisan imponer como sentido común que hablar de justicia o de igualdad no es serio, sino demagógico. Según ellos quieren hacer creer, a la igualdad y la justicia se llega sin necesidad de mencionarlas, por la vía de la eficiencia y la competitividad. Es lo más parecido a la teoría de la copa derramada de los años ’90 que llevó al país a la peor crisis de su historia, con los más altos índices de pobreza, desigualdad e injusticia. La mayoría de los referentes económicos de Cambiemos, entre ellos Federico Sturzenegger, que fue funcionario de la Alianza de Fernando de la Rúa, o Carlos Melconian, surgido del auge menemista, ya sean radicales o del PRO, tienen esa connotación tan obvia. Con ellos “cambiemos” tiene un sentido de “seamos más eficientes”, pero también de “volvamos atrás”. La sensación de que este sector visualiza la idea de cambio desde lo que podría ser una cúpula empresaria es muy clara cuando las pocas medidas que anuncian son todas de carácter macro, no hay ninguna de tipo social o salarial.
La puja ya no es entre las “fuerzas del cambio” y las que no lo quieren, sino por quién le da sentido a esa palabra, hay una embestida de los conservadores para disputar el significado de la palabra cambio. Parece una tontería disputar una palabra, pero desde la época del menemismo los sectores de derecha le han dado tanta importancia a esta discusión, al punto que ahora, fuerzas que nunca han ocultado su filiación de centroderecha conservadora, han bautizado su alianza como Cambiemos.
Es cierto que en este contexto se le suman otros significados. También están diciendo “cambiemos de gobierno”. Es otro aspecto del cambio, quizás el más visible ahora después de doce años de gobierno kirchnerista. Pero de todos modos no lo hacen cerrándose a los contenidos progresistas del Gobierno, sino que por el contrario lo hacen buscando una imagen que sugiere progreso desde su lugar. Para ellos el progreso tiene una connotación fuertemente empresaria, pero al elector le llega desde su lugar de progreso más personal y familiar. Esos dos sentidos se oponen muy marcadamente, pero el discurso conservador los confunde en forma consciente. En algún punto está aquella famosa de Carlos Menem de que “si decía lo que iba a hacer no me hubiera votado nadie”. Por eso “Cambiemos”.
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