Mié 15.07.2015

EL PAíS  › OPINIóN

CandidatAs

› Por Florencia Saintout *

Es notable la supremacía de candidatos varones para ocupar los cargos ejecutivos en las próximas elecciones. Hemos avanzado como nunca en las luchas por la igualdad de género, pero la política sigue siendo un territorio complejo para las mujeres.

La desigualdad de género se hace visible en las candidaturas que se han venido conformando de cara a las elecciones primarias y generales. Basta con observar las listas presentadas: en el caso de las nacionales, las candidatas a presidenta son el 23 por ciento, y a vicepresidenta el 46 por ciento. El panorama es aún más desequilibrado en las provincias, que actualmente son gobernadas por mujeres sólo en un 12,5 por ciento de éstas, cifra que se repite en el caso de las vicegobernadoras. Esta realidad tiene pocas chances de modificarse: apenas 15,4 por ciento de las candidaturas para gobernar una provincia son presentadas por mujeres. La situación es apenas más esperanzadora en el caso de las candidatas a vicegobernadoras, que representan el 29,5 por ciento de las postulaciones.

Finalmente, al interior de la provincia de Buenos Aires el panorama no es más alentador. Hoy, el 5,92 por ciento de los partidos son gestionados por intendentas: son ocho distritos que representan sólo el 1,82 por ciento de la población bonaerense. Y, por tomar una fuerza política, entre los postulantes a la intendencia del Frente para la Victoria en dicho distrito, apenas el 6,57 por ciento son mujeres.

Pero esto no sólo es visible en las candidaturas, sino que también podría ser leído en la persistencia de un lenguaje sexista para hablar de las prácticas políticas. En la configuración de una lengua que, aunque cada día menos admitida públicamente, forma parte de las jergas militantes: se habla de huevos y pelotas para nombrar la valentía; de medírsela para nombrar la competencia; de romper culos a la hora de designar victorias; de poronguear como sinónimo de un tipo de ejercicio de poder. La mayoría de las veces, además, éste es un lenguaje entre varones. Como si siempre la masculinidad se jugara entre ellos, con las mujeres por fuera. Y sobre todo, la permanencia de estructuras patriarcales está presente en las mesas donde se toman las decisiones.

En esta campaña además aparecen en primer plano las mujeres de, que son magníficamente distintas a la mujer coraje que ha gobernado en los últimos años haciendo de su nombre un nombre del pueblo.

Muchísimo ha cambiado en materia de género. Pero tal vez la política sea uno de los territorios en los que por su propia constitución estén más fuertemente arraigadas las lógicas patriarcales. Porque durante siglos la feminidad fue construida en la reclusión de las mujeres al espacio privado, doméstico, por oposición al espacio público. Ser mujer fue ser no/varón. Y si el varón estaba en la plaza, en la guerra, en la calle, la mujer debía estar en la cocina. El varón como sujeto de la razón (la razón moderna como eje de la política) y la mujer ubicada en el campo de la sensibilidad: como resto y reaseguro del cuidado y reproducción de lo producido por ellos.

La política tiene que ver con el poder y desde la noche de los tiempos pesa sobre las mujeres una prohibición: la de ejercerlo (M. Le Doeuff).

Es esa prohibición que no tiene que ser ni siquiera enunciada porque es la que enuncia un orden, la que se reproduce capilarmente y se asume muchas veces sin saberlo. Lo hacemos tanto las propias mujeres (la culpa de dejar a nuestros hijos; el sentimiento profundo de estar en lugares de otros) como los varones (deseando mujeres domesticadas que se comporten como objetos propios). En ese orden los varones deciden y las mujeres obedecen. No son iguales para ejercer poder.

Desconocer las inequidades es la mejor forma de mantenerlas. Por eso es necesario no pasar por alto la actual distribución por género de la representación política. Es importante a la vez volver a una reflexión en torno de las consecuencias de unas representaciones más equitativas. Reconfirmar, por ejemplo, que las mujeres ocupando lugares en el Estado podemos aportar un plus o una diferencia con respecto al ejercicio y construcción del poder masculino.

Puede ser que en cuerpos de mujeres se reproduzcan las lógicas patriarcales de ejercicio de poder (de la misma forma que con un presidente negro no tenemos asegurada la matriz de la negritud transformando un Estado blanco y macho en sus orígenes). Pero tal vez ciertas lógicas de la feminidad hecha en su lucha por la liberación puedan aportar lo que para el Estado estuvo negado durante tiempo. Me refiero puntualmente a la capacidad de “ver doble” (el lugar propio/el lugar del otro); de haber aprendido los caminos abigarrados de la emancipación. Me refiero también a la sensibilidad a la que fuimos condenadas durante siglos, pero ahora transformada de estigma en emblema de identidad.

Hay al menos cuatro argumentos a tomar en cuenta a favor de la incorporación femenina a los lugares de representación (Marx Jutta): 1) atendiendo a que las mujeres constituyen la mitad de la población, su subrepresentación estaría lesionando la legitimidad que caracteriza a las instituciones democráticas; 2) si se supone que las mujeres son diferentes a los varones, o al menos tienen algunas diferencias, con intereses particulares, se puede suponer que éstos serán mejor defendidos por las propias mujeres; 3) las mujeres tienen experiencias y realidades cotidianas que deben integrase a la vida política para enriquecerla; 4) las mujeres que acceden a cargos políticos institucionales pueden erosionar prejuicios sexistas que hoy están en la sociedad y que producen daño a las mujeres, pero también a los varones.

Finalmente, y con la profunda experiencia de una mujer presidenta, nunca está de más recordar que han sido las mujeres también las que protagonizaron los movimientos de derechos humanos en la Argentina, y a las que les debemos las mejores tradiciones de lucha y valores de dignidad y democracia. Es inaceptable entonces la naturalización de la hegemonía masculina en las propuestas de representación para cargos ejecutivos.

* Decana de la Facultad de Periodismo de la Universidad Nacional de La Plata.

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