EL PAíS › PANORAMA POLITICO
› Por Luis Bruschtein
Lo que impresiona en la denuncia del Grupo Clarín contra Aníbal Fernández es que no busca que la crean. Se basa en la espectacularidad pura. No hay pruebas ni la intención de buscarlas, pero el que acusa, Martín Lanatta, es la persona que secuestró, torturó y asesinó a tres hombres cuyos cadáveres fueron arrojados en General Rodríguez. El morbo se regocija con la cara del asesino, con sus gestos y sus palabras. Por esos antecedentes es el menos creíble, pero el más espectacular y la morbosidad han sido siempre las armas del periodismo chabacano. La denuncia mediática no tuvo consecuencias judiciales por su inconsistencia. Lo único que pudieron destacar los medios opositores fue la forma en que había impactado en la campaña.
Reemplazar credibilidad por espectacularidad reduce al periodista a su expresión más pobre, aunque suele ser más rentable. Puede decirse que ni siquiera es periodismo sino que deviene un nuevo género de la industria del entretenimiento. La confusión entre credibilidad y espectacularidad distorsiona la función del periodismo genuino de cualquier signo ideológico, que sí necesita ser creíble aunque no sea espectacular. El problema del periodismo no está en su carga política, ya sea de izquierda o derecha, conservadora o progresista, que siempre tendrá, por más que se trate de ocultarla. El problema radica en mantener un criterio de credibilidad sobre esa carga ideológica. Un testimonio espectacular se descarta si es dudoso, si además está comprado y si, además, no está respaldado con pruebas concretas y por otras fuentes. El testimonio de uno de los cuatro condenados por el triple crimen de General Rodríguez es espectacular, pero no está respaldado por ninguna otra fuente, ninguna prueba ni circunstancia, y su ex abogado defensor Roberto Casorla Yalet asegura además que fue comprado, una práctica periodística poco aconsejable.
El hecho de que Clarín haya esperado al programa de Jorge Lanata previo a las elecciones para difundirlo y que la parte haya sido grabado en la casa de una candidata de la oposición muestran que tampoco interesaba ocultar la intención de impactar en la campaña electoral en contra de un candidato. Confiados en la espectacularidad ni siquiera ocultaron la operación mediática que quedó impúdicamente expuesta, lo que tuvo un costo porque los demás políticos de la oposición tomaron distancia. El contenido de la denuncia era tan grave que si la hubiera sostenido alguna prueba habría sido letal para el denunciado. Si no esperaron para reunir alguna prueba para que la denuncia fuera más contundente es porque se trata de un artificio para montar una operación mediática sobre la base de un testimonio espectacular. Se sabe que Clarín es enemigo de este gobierno, por lo tanto tendría que exigirse más rigor cuando presentan denuncias que son previsibles por sus intereses y por su posición política. Pero actúa como si pensara al revés: que esa posición tan clara contra el Gobierno lo eximiera de la obligación de hacer denuncias con más respaldos concretos. El periodista de investigación más importante del periodismo argentino, y al que todos los llamados periodistas “independientes” dicen admirar, nunca dijo que era independiente. Rodolfo Walsh asumió una posición muy clara en el peronismo y nunca la escondió detrás de una supuesta “independencia” para tratar de ser más creíble. Por el contrario, entendía que ese compromiso político lo obligaba a ser aún más riguroso con la información que publicaba. Nunca habría lanzado una acusación, aunque se tratara de sus peores enemigos, si no la sostenía con una catarata de fuentes, argumentos, pruebas, testimonios y antecedentes. Y no trabajaba con el panfleto, sino desde una intención de informar y comunicar con una propuesta estética tan rigurosa como el contenido. Lo que implicaba su rechazo a la mentira, el golpe bajo, los prejuicios y el circo.
Desde que empezó el año electoral ya hubo dos miembros del Gobierno acusados de “magnicidas”: la Presidenta, por la muerte del fiscal Alberto Nisman, y ahora el jefe de Gabinete, por un triple asesinato mafioso. Ya pasaron unos meses desde la primera acusación y a cualquiera le daría vergüenza repetirla ahora. Y lo mismo sucede con la denuncia contra Aníbal Fernández apenas pocos días después de su difusión, porque nadie quiere repetir el papelón que hicieron con la muerte del fiscal. Son tan desmesuradas y con tan poco sustento que no se podrían plantear, ni siquiera en el circo mediático más burdo, si no existiera una porción de la población dispuesta a creerlas porque le sirven como justificadoras de sus limitaciones democráticas. Son prejuicios que se disparan en un sector minoritario para justificar su superioridad sobre las mayorías. Para esta minoría, ella es la poseedora de una inteligencia y una ética superiores que no son reconocidas mayoritariamente por la sociedad. Y estas denuncias le confirman la equivocación mayoritaria. Frente a gobiernos que representan intereses de las mayorías, los grupos de poder económico estimulan estos prejuicios a través de las corporaciones mediáticas que representan sus intereses.
Nadie se salva de prejuicios y hasta de resentimientos que, sin embargo, pueden quedar relegados en el momento de tomar decisiones. Construcción de ciudadanía implica también la maduración de la sociedad para que en las decisiones políticas prive la racionalidad y no estas emociones negativas. Acudir a los prejuicios y los resentimientos para obtener réditos electorales expresa una forma primitiva y burda de intervenir en la política donde el sujeto político es degradado. La estrategia denuncista desaforada de los medios corporativos se monta sobre la subestimación de su público al que conciben como un idiota dispuesto a aceptar cualquier cosa que ellos emitan. Hay un maltrato mediático en el uso de la información no solamente contra el acusado sino también contra el público que buscan impactar, que queda totalmente psicótico viviendo en el supuesto país terrorífico que describen estas denuncias.
Un mago avisa que hará magia. La información tratada de esta manera es un acto ilusionista pero sin aviso: por un lado, exacerba los prejuicios para distraer la atención y, abracadabra, por el otro hace prevalecer intereses que afectan a las mayorías, incluyendo a muchos de los que se ilusionan con esos pases de magia.
Según las encuestas, las denuncias no hicieron cambiar el voto a nadie, lo cual habla de un nivel de madurez. Pero seguramente muchas personas entre las que estaban más predispuestas, con más prejuicios –por lo que ya tenían decidido su voto–, ahora además quedaron envenenadas, enfermas de indignación, en una situación fronteriza entre la paranoia y la violencia, como estaría cualquiera si viviera en el país en el que ellos imaginan vivir. La enfermedad de esas personas o las reacciones violentas que tengan son responsabilidad de estas estrategias mediáticas al igual que el daño que produjeron a las personas difamadas.
Se trata de un viejo debate relacionado con la información y los medios sobre quién es más responsable, si la persona que prende la televisión en busca de que le confirmen sus prejuicios o el canal de televisión que manipula con esos prejuicios a sus espectadores. Son responsabilidades diferentes, pero en todo caso ya existe una ley de medios que ha sido el motivo de gran parte de estas embestidas de Clarín que hasta ahora ha impedido que se aplique plenamente. La ley tendría que democratizar la oferta de contenidos y bloquear situaciones dominantes en el mercado como la del megamultimedio.
Cuando fue el escándalo por Nisman, estaba en el aire que el año electoral recién empezaba y que habría otras operaciones mediáticas aprovechando o generando situaciones de ese tipo. Clarín no defraudó esas profecías. Pero todavía faltan una o dos elecciones generales más, según haya o no segunda vuelta. La evidencia demuestra que en los casi tres meses que faltan se verán más fuegos artificiales.
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