EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
El fallo de la Cámara en lo Contencioso Administrativo de Tucumán termina de esclarecer muchas cosas, entre otras el lugar político en el que ha quedado situada la Unión Cívica Radical. No hay nada nuevo en el texto de fundamentación del fallo. Si se excluye el hecho desopilante de las “pruebas” que aporta (imágenes del programa de Lanata, recortes de diarios y videos que nada prueban) lo más jugoso que tiene ese texto es la alusión al clientelismo, lo que vuelve la cuestión a su esencia ya comentada en este espacio: fraude es el voto de los pobres.
En cualquier otra etapa de estos treinta años de vigencia de la democracia el episodio hubiera quedado circunscrito a una más de las viejas querellas bipartidistas en diversas provincias del país, de esas que siempre se arreglan sin comprometer el suelo común en el que se sostienen y caminan los peronismos y radicalismos realmente existentes en el vasto territorio nacional: ninguno de los dos puede presentarse como el símbolo de la virtud republicana y ambos saben que una elección que se define por más de diez puntos de diferencia es totalmente inapelable. Lo que ha logrado que un puñado de irregularidades se haya convertido en un cuestionamiento raigal del “sistema electoral” es el resultado de la Convención Radical de Gualeguaychú de marzo de este año y su decisión de colocar al radicalismo como furgón de cola de la derecha, organizada por primera vez en la historia posterior a la Ley Sáenz Peña, en un partido con aptitud de competir por la presidencia del país. Hoy cada uno de los dos grandes partidos con presencia nacional se ha convertido en las bases estructurales de uno de los dos proyectos que disputan entre sí el rumbo futuro de la Argentina, el de la profundización del rumbo de estos años y el de la restauración neoliberal.
La gran promesa que permitió el triunfo de la ponencia favorable a la alianza con Macri fue la de reubicar nuevamente al partido radical en el centro de la escena, sobre la base de la alta probabilidad de ganar la gobernación de un conjunto de provincias que el presidente partidario situaba en quince y un importante encuestador muy vinculado al partido tasaba más modestamente en nueve. No faltó tampoco una sofisticada argumentación “politológica” a favor de la decisión de Gualeguaychú: se decía que lo permanente en la Argentina eran los dos grandes partidos y que el macrismo era uno de esos fenómenos fugaces de la política mediática sin mayor proyección futura; después que se termine el malentendido kirchnerista, se decía, el porvenir será del viejo bipartidismo.
El saldo de todas estas jugarretas retóricas está a la vista: el radicalismo ganó hasta ahora una sola provincia nueva, Mendoza, y mantiene su posición de socio secundario en el gobierno de Santa Fe. Los mejores augurios para el final de este ciclo –augurios ciertamente problemáticos– le asignan chance en un par de provincias más, en la que tendrían que torcer las tendencias que arrojaron las primarias abiertas. A cambio de tan escasa cosecha, el radicalismo quedó colocado como una fuerza insignificante en términos nacionales, con un candidato que perdió abrumadoramente la pelea por la candidatura presidencial y un discurso dirigencial totalmente indistinguible del que impulsa el macrismo: la promesa de la cúpula radical sí que ha sido un verdadero fraude. Sin embargo, la macrización de la UCR tiene efectos prácticos que se ponen de relieve en la actual escena tucumana. El radicalismo no tiene competitividad alguna en el plano nacional y su peso en el mapa de las provincias se mantiene más o menos estancado, pero tiene recursos de poder territorial de los que el PRO carece; la capacidad de “acertar” en qué oficina hay que hacer una denuncia de fraude en Tucumán está claramente entre esos recursos.
El candidato radical recientemente derrotado en las elecciones dispone hoy de una centralidad política nacional (fugaz seguramente, pero innegable) gracias a que su aventura se inscribe en el núcleo de la estrategia de la derecha. El operativo fraude es hoy el eje de un plan desestabilizador. Lo ilustra el artículo editorial de Morales Solá en La Nación del domingo anterior: si Scioli consigue el triunfo en primera vuelta asistiremos al capítulo final de la opereta, el del cuestionamiento a la legitimidad de su asunción presidencial y el aprovechamiento de esa circunstancia para desatar una onda de ingobernabilidad. Hay dos antecedentes sobre este plan: es el mismo que, en circunstancias diferentes, se viene llevando a cabo en Venezuela después de la elección de Maduro y en Brasil después de la reelección de Dilma Rousseff. No hay que ser muy desconfiado para advertir que compartimos con esos países la condición de objetos de una mirada muy poco simpática de los Estados Unidos; el lugar en el que se colocó el país después de la resolución de la ONU sobre las futuras reestructuraciones de deuda soberana claramente orientada contra los buitres como expresión más agresiva del capital financiero global, refuerza esa presunción.
Claro que también podría pensarse que antes que el condicionamiento a Scioli, el operativo pretende intervenir en la orientación del voto del 25 de octubre en la dirección de aumentar las posibilidades de una segunda vuelta y potenciar a quien aparece como el candidato propio, Mauricio Macri. Es posible que así sea, pero aún así el plan A del establishment no es el simple cambio de signo de un gobierno sino la construcción de un escenario de crisis, una situación explosiva que señale el día cero de un “cambio de ciclo”, una situación que justifique cambios bruscos y dramáticos, que aliente la restauración neoliberal, que paralice cualquier resistencia y que abra el camino para una política de choque contra las transformaciones producidas en estos años; el operativo fraude es el nombre actual de esa estrategia. Si esa situación se produce, no importa quién sea el nuevo presidente, se habrá cerrado un capítulo de la resistencia al neoliberalismo y se habrán creado condiciones para que en el futuro previsible no vuelva a presentarse desafío alguno contra el poder del privilegio argentino.
El nivel de la apuesta de la derecha produce un efecto no deseado, el de una mayor unidad del territorio peronista-kirchnerista. La decisión de la candidatura de Scioli fue una operación compleja y delicada a la que se juzgó necesaria. Significó la puesta en el centro de la actual coalición gobernante de un espacio político sin el cual no hubiera sido posible el rumbo asumido en estos años y que, al mismo tiempo, no fue su impulsor ideológico ni práctico. Estamos hablando de la estructura territorial del justicialismo, cuya agenda después de 2001 pasaba más por la reparación urgente de los daños del derrumbe social y la consiguiente recuperación del orden político que por la apertura de una hoja de ruta nacionalpopular que terminaría abriendo la famosa grieta con los sectores privilegiados del país y con las fuerzas rectoras del capitalismo neoliberal a escala global. Fueron la iniciativa política de Néstor y de Cristina y la positiva respuesta popular las que crearon condiciones para una coalición heterogénea en lo políticocultural y al mismo tiempo extraordinariamente eficaz para construir pisos de gobernabilidad frente a la creciente hostilidad de sus enemigos. Es posible que la preservación y profundización de esa unidad sea la clave del desarrollo del proyecto político actualmente gobernante. Y lo que estamos viendo es cómo la brutalidad del accionar de la derecha –en sus vertientes tradicionales y en la que terminó de sumarse plenamente en Gualeguaychú– va favoreciendo el reforzamiento de esa unidad. Scioli ya dejó de ser el niño mimado de los grandes medios y tiene su suerte cada vez más atada a una dinámica conflictiva que tal vez no hubiera querido pero en la que está obligado a moverse. Cualquier tentación de colocarse al margen del conflicto central terminaría no aportándole nada en su estrategia por la presidencia y afectando sus bases de sustentación realmente existentes. La actual conducta del gobernador bonaerense, que viene desoyendo sistemáticamente los consejos de sus ex amigos para que se corra hacia una posición más distante de la actual presidenta, muestra que comprende profundamente esta situación.
Un hecho no menor, en medio de los cálculos preelectorales, es el nivel de popularidad de la Presidenta pocos días antes de la elección de su sucesor. Es una cifra que casi ningún encuestador sitúa debajo del 50 por ciento de la población, lo que certifica un logro histórico en materia de capacidad de resistencia a las más diversas operaciones en su contra, que fueron desde la resistencia económico-corporativa hasta la negación de su legitimidad electoral, pasando por la acusación de asesinato a un fiscal cuya hoy conocida foja lo asocia más a lo oscuro de la intervención de los servicios de inteligencia nacionales e internacionales en la política que a la aureola de héroe que se le quiso adjudicar en los días posteriores a su muerte. El peso de los apoyos populares a Cristina Kirchner es actualmente y seguirá siendo en el futuro próximo una de las claves del desarrollo de la política en la Argentina.
Aparece en la dramática escena preelectoral un profundo interrogante sobre el rol del Poder Judicial en la democracia argentina. Es extraordinariamente importante el cierre que tenga el fallo de la Cámara tucumana porque se acumulan elementos que inducen a pensar que la corporación judicial se ha convertido en uno de los pilares de la restauración neoliberal, en un plano de igualdad con las cadenas monopólicas de comunicación en un interesante reparto de roles: los medios construyen el mapa de los “buenos” y los “malos” en la política argentina y algunos jueces traducen esa cartografía en fallos judiciales, sin abstenerse siquiera de tomar las operaciones mediáticas como fundamento de esas decisiones. La revisión constitucional de los atributos del Poder Judicial de manera de terminar con el bloqueo antidemocrático que constituye la actual sistemática intrusión en esferas que corresponden a otros poderes de la nación y que acaban de alcanzar nada menos que al sufragio popular está en el horizonte de un ciclo de definiciones políticas que parece lejos de cerrarse en la Argentina.
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