EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
La fórmula “debate político” no es tan llana y unívoca como suele pretenderse. En los últimos días se ha vuelto a construir entre nosotros la identificación del debate con un montaje televisivo de atriles, animadores y cronómetro. Sumadas algunas chicanas de porte menor, su contenido fue una prolongada declaración de propósitos bienpensantes que mejorarían la vida de los argentinos sin resistencias de ningún sector de la población.
La iniciativa estuvo rodeada, antes y después de su puesta en acto, de un unánime pronunciamiento a su favor por parte de todo cuanto se opone al actual gobierno, fundado siempre en términos morales y en prejuicios racionalistas. “El debate es una obligación de los candidatos porque es la expresión del respeto por el electorado y porque de ese modo conocemos las propuestas de los candidatos para el futuro del país”, fue el mensaje abrumadoramente difundido por los mismos medios que promovieron la iniciativa deliberante de una fundación muy amiga de Estados Unidos. El respeto es una conducta moralmente apreciable, pero poco y nada tiene que ver con la aceptación de participar en un espectáculo televisivo; que se hiciera en un lugar abierto y con público no cambia en nada la esencia mediática del acto. La otra fórmula, la que alude a “las propuestas” es más de fondo: presupone que el show se justifica porque permite al electorado (es decir a la audiencia ocasional de un programa de televisión) conocer qué piensa cada uno de los candidatos sobre el país y su futuro. Es más de fondo porque la subyace una ontología de la política. La política sería la competencia entre un conjunto de cadenas racionales de argumentos que los aspirantes a gobernantes presentan ante sus eventuales gobernados. El pueblo mira, compara y elige. La transparencia rige la relación entre lo que los candidatos piensan, lo que dicen y lo que van a hacer en el futuro. De esa escenografía está radicalmente ausente la historia –la del país, la de sus luchas políticas, la de los propios deliberantes–. No hay un país con una historia y con un lugar en un determinado tipo de mundo sino que hay “problemas”: el narcotráfico, la inflación, la corrupción... que preocupan a “la gente”. Frente a esos problemas aparecen las propuestas, que suele ser el nombre que se le presta a la promesa de una solución final al “problema”: vamos a derrotar al narcotráfico, a eliminar la inflación, a terminar con la inseguridad, a aniquilar a la corrupción y así de seguido. Cuando la propuesta va acompañada de la formulación de un camino de acción –como el que enuncia Massa a propósito del narcotráfico– se produce la remisión a un país distinto de la Argentina realmente existente en nuestros días, un país en el que el ejército entra a la casa de la gente de los barrios pobres y las fuerzas armadas atacan y bloquean (sic) los puntos que unen a la Argentina con sus países vecinos de la región. Se postula, sin respeto por la experiencia mundial, que esa es la solución para el narcotráfico sin la más mínima alusión a qué efectos “secundarios” podría tener semejante acción para la democracia y la convivencia civilizada en el país.
Cualquiera que mire el espectáculo llamado debate con atención y con honradez advertirá sin dificultades que no está asistiendo a una discusión “racional”. Que lo que se presenta como argumento neutral, como propuesta técnicamente sustentable o como futuro deseable en cualquier orden, tiene detrás de sí una enorme carga de prejuicios valorativos, de presuposiciones normativas no explicitadas y, ante todo, de necesidades de todo tipo, formales y materiales, que están dictadas por la intención de que el “argumento” sea capaz de juntar votos. Claro que toda la idea de la democracia representativa se sustenta en una ficción racionalista según la cual el representante y el representado están relacionados sobre la base de la transparencia, y el interés del representado puede, en consecuencia, imponerse con el solo recurso del voto. La democracia representativa es, además de racionalista, individualista porque presupone la existencia de intereses exclusivamente individuales; en la práctica deja en manos del representante la construcción de un sentido político general. La fórmula constitucional, explicitada hace 162 años y nunca modificada en las sucesivas reformas, dice que la forma de gobierno que adopta la Argentina es “representativa, republicana y federal”. El adjetivo “representativa” es el primero en enunciarse y el sustantivo “democracia” ni siquiera se nombra. Podríamos perdernos en el camino de una discusión sobre si no es hora de una discusión en serio sobre nuestra constitución y la definición de nuestro régimen político, pero no es el objetivo de este comentario. Diremos sí que la aceptación de la letra constitucional no impide el cuestionamiento de sus pilares filosóficos ni la crítica de la representación realmente existente.
La exaltación del debate (televisado) como principio central de la democracia se apoya en el dispositivo ideológico del neoliberalismo antipolítico porque la reduce a una relación de oferta y demanda entre un empresario y un consumidor pasivo de sus mercancías. Además establece entre ambos polos un diálogo mediatizado, cuyas formas y tiempos están pensados en términos estrictamente televisivos. La mediatización es el grado último de la distancia representativa: la política prescinde de concentraciones masivas, de apelaciones históricas y de identidades colectivas; se reduce a una lógica de audiencias a las que se presupone compuestas por individuos racionales y de expositores a los que se presupone transparentes. Quien se atreva a poner en duda esta presunción y ponga en el centro la capacidad teatral del candidato y las ansiedades inconscientes de la masa, tendrá que aceptar que su descripción no mejora el estatus democrático del espectáculo. Estamos ni más ni menos que ante una política que se niega a sí misma. Que se vacía de conflictos orgánicos y de discursos que los expresen. De antagonismos. De cuestiones en disputa. De poder en juego. La política se vacía y su lugar lo ocupa el mercado, el de las mercancías materiales y también el mercado de la sugestión y la manipulación de las subjetividades. La antipolítica neoliberal no se conduele ni siquiera de las instituciones a las que sus epígonos progres rinden falsa pleitesía. Cuando dicen debate piensan televisión y nunca, por ejemplo, en congresos de la nación o en asambleas populares. El mismo candidato que no va a trabajar como diputado después de haber sido electo se convierte en un campeón del debate cuando se lo invita a un programa de televisión. Y si de instituciones hablamos por qué no reconstruir una parte jugosa del verdadero debate político de estos años. Por qué no revisar el modo en que habló cada uno y cómo votó cada uno en el Congreso cuando se pusieron en escena los grandes conflictos de esta época, cuando estuvo en discusión el rol del Estado, la distribución de los recursos, la reestructuración de la deuda defaulteada después del colapso neoliberal, el destino de los aportes jubilatorios, la pluralidad o el monopolio de los medios de comunicación, la soberanía energética y la soberanía política frente al mundo. Tranquilamente cada uno puede agregar su opinión actual sobre la cuestión pero no es leal la pretensión de ignorar esa genealogía de la discusión en la que participa.
Queda por aclarar que quien escribe no se ruboriza por el lado teatral de la política, por la capacidad de los líderes de movilizar pasiones y temores del pueblo, de producir identificación y amor personal. Al contrario, la política es la capacidad de construir poder a partir de redes colectivas de identificación, y su producción no es función de asesores ni comandos de campaña sino resultado de largos procesos de experiencia popular y aptitud de auténticos líderes. Un debate por televisión no está, en sí mismo, ni bien ni mal, lo que no debería hacerse es llamar “el debate” a un episodio cualquiera de una saga que tiene muchos. Es una saga que está en los discursos presidenciales, en el Congreso, en las asambleas gremiales, estudiantiles, culturales, de mujeres, de minorías de género, en la producción artística y científica. El frente opositor se define “pluralista” pero suele subestimar y con frecuencia vaciar esos centros de auténtica discusión política: su pluralismo no les impide a algunos de los más furiosos enemigos del proyecto actualmente en desarrollo solicitar la eliminación de programas de televisión en los que predomina un punto de vista antagónico con el suyo.
Nunca en los últimos sesenta años de historia ha habido un momento de tanto debate político como el que se desarrolla hoy en nuestro país. Va desde los grandes foros institucionales hasta el supermercado y la esquina de cada barrio. Para algunos puede ser un poco fatigosa tanta politización popular. Desde aquí se sostiene que lo verdaderamente democrático es encauzar pacíficamente el conflicto, pero de ninguna manera silenciarlo o travestirlo en la forma de un amable debate entre damas y caballeros respetuosos, en el que las pasiones, los conflictos, la historia y las identidades colectivas simulan estar ausentes.
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