EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
El debate que viene
› Por Luis Bruschtein
Muchos conocieron la cara de Néstor Kirchner en la campaña presidencial. Muchos otros, incluso después. Entre los que lo apoyan y entre los que lo critican hay quienes piensan que el Presidente es producto del azar, de una especie de ruleta argentina. Otros, que es deudor del aparato justicialista bonaerense que sostuvo su candidatura. Y algunos estiman que solamente pudo ganar gracias a la polarización contraria que producía su adversario, Carlos Menem, o sea que Menem sería el responsable del triunfo del patagónico. Cuando hay muchas explicaciones es que en realidad no hay ninguna. Pareciera que la razón por la que Kirchner llegó a la presidencia fuera un enigma argentino.
Otro enigma es quien lo antecedió en el cargo, Eduardo Duhalde. Para quienes lo siguen es lo más parecido a Perón. Para quienes lo critican es el jefe de la mafia bonaerense. Y, en general, durante muchos años proyectó hacia el público menos comprometido una imagen más bien pobre, de un caudillo acotado a su propia fuerza, hábil en el manejo de una interna llena de otros pequeños caudillos de prácticas mezquinas y clientelares, que no producía ni grandes ideas ni grandes dirigentes.
Pero cuando fue presidente durante la etapa más aguda de la crisis, mostró que era capaz de abrir la cabeza a una realidad de descontento, protesta y oposición popular, distinta a la que están acostumbrados los presidentes peronistas. Y tuvo que inventar un lugar distinto como presidente, seguramente a contrapelo de toda su formación política previa. Hechos como los asesinatos de Kosteki y Santillán deben ser investigados y castigados, pero lo cierto es que Argentina era un polvorín que podría haber derivado en varias masacres como las del 19 y 20 de diciembre de 2001.
Duhalde es un enigma, como son un enigma los vericuetos de su pensamiento cuando tomó conciencia de su debilidad total en la presidencia. Un punto donde seguramente cayeron verdades absolutas, surgieron dudas y replanteos sobre los hábitos y las actitudes políticas en las que se formó. Pero el enigma Duhalde es quien puede aportar algunas precisiones sobre el enigma Kirchner presidente.
En algún momento tuvo la intención de ser él el candidato que enfrentaría a Menem. Después trató de instalar la candidatura de Carlos Reutemann y, después, la de José Manuel de la Sota. Kirchner corría de fondista, era un candidato marginal del peronismo que sólo aspiraba en ese momento a llegar a la meta, aunque no fuera como ganador, pero fue el elegido. La pregunta es cuánto hubo de descarte azaroso en esa elección y cuánto de imposibilidad concreta por parte del corazón del viejo sistema político para generar candidatos creíbles.
El azar siempre juega su carta tapada pero el factor decisivo fue esa impotencia en el seno del PJ, a partir de las transformaciones culturales profundas que se estaban produciendo en la sociedad y que se habían puesto al descubierto el 19 y 20 de diciembre. Kirchner fue el candidato porque el PJ no tenía muchas otras opciones. La inteligencia de Duhalde fue darse cuenta después de haber intentado todas las demás. El aparato podía instalar una candidatura, pero era incapaz de ganar una elección general.
Además del rechazo al modelo neoliberal representado en Carlos Menem y la Alianza, el impulso que llevó a Kirchner a la presidencia estuvo compuesto por esos dos factores: un aparato plagado de todas las limitaciones del viejo sistema político y una expectativa con formas difusas, pero muy extendida en la sociedad, de transformación de ese viejo sistema. Son fuerzas contradictorias y desde la lógica es fácil señalar a la que debería desaparecer. Pero desde la práctica no es tan fácil. Porque no es solamente el aparato del PJ bonaerense, sino el de las fuerzas políticas de todo el país, incluyendo los aparatos del interior donde volvieron a ganar muchos caudillos que asientan la base de su permanencia en prácticas y formas organizativas similares o peores. El modelo neoliberal, más tarde completado por la convertibilidad, creó una cultura política que delineó las prácticas partidarias durante casi treinta años, incluyendo las de los partidos de izquierda que lo cuestionaban. Instaló modalidades, discursos, estructuras y paradigmas que fueron entretejiendo una matriz cultural que durante mucho tiempo se expresó en los resultados electorales, en la educación, en las relaciones laborales y comerciales y hasta en la producción artística.
Cuando se cayó el modelo, y sobre todo cuando se quebró la convertibilidad, resultó evidente que se ponían en discusión todos los contratos, desde la deuda externa hasta los salariales, pasando por los tarifarios. En un sentido es más fácil esa discusión que la de romper hábitos y estructuras –cuando son las únicas que existen– y reemplazarlas por otras que deben ser construidas.
El problema no es fácil porque una matriz cultural perversa tiene capacidad de degenerar propuestas. Una demostración fueron el Frepaso, la UCR y, en general, la Alianza, que en el intento de reformar parte de esa realidad terminaron reproduciéndola. Una acción solidaria y de contención como fueron los planes Jefas y Jefes de Hogar puede tener efectos que contribuyen a mantener el sistema de exclusión. Y hasta la idea de fortalecer el Estado puede convertirse en una forma de debilitarlo con ñoquis y una casta prebendaria si no se cambia esa matriz cultural. Y de la misma manera un militante se transforma automáticamente en un operador multiuso cuando ata la sobrevivencia económica personal a su relación con la política y los vaivenes del poder.
En el ámbito político hay conciencia de este reclamo de la sociedad. Desde distintos lugares, Kirchner y Elisa Carrió lo han expresado en forma explícita. Para Kirchner el desafío es doble porque tiene que afrontar esa problemática en la gestión de gobierno y en la construcción política al mismo tiempo. El espacio opositor que eligió Carrió la limita en lo cuantitativo, pero desde el llano es más fácil construir desde planteos éticos que no son los establecidos. Por lo menos para ella será claro que quienes se le acerquen lo harán porque creen en sus propuestas.
Pero si Carrió tiene cierto margen para elegir su lugar, Kirchner debe asumir esa responsabilidad desde el gobierno, como hubiera tenido que hacerlo ella si hubiera ganado las elecciones con una estructura muy limitada.
La nueva matriz cultural, los nuevos contenidos y paradigmas, los nuevos principios éticos, valores y pautas de conducta no se instalan por ósmosis en las instituciones como un proceso mecánico que va de las relaciones económicas hacia los demás ámbitos de las actividades humanas. Si fuera así, no habría más que sentarse a esperar. Hay una confrontación en el plano de las ideas y los contenidos, un esfuerzo consciente, sostenido y enérgico que necesita apoyarse en un proyecto compartido de sociedad y de país. Compartir ese proyecto, democratizarlo y construir consenso alrededor de él también implica confrontar con el viejo país.
La construcción política será el escenario principal de este gran debate, tanto para Kirchner y Carrió como para aquellos que se proponen transformar a los partidos tradicionales o los que se planteen nuevas propuestas. Y el final del cronograma electoral despejará mañana el horizonte de la actividad donde más se lucen los aparatos. En el caso de Kirchner es evidente que muchos que apoyan a su gobierno no están organizados. Las encuestas sirven para medir ese apoyo, pero no para canalizarlo y tampoco generan formas de participación ciudadana por lo que muchos políticos han preferido circunscribirse a ellas. Porque cuando ese respaldo es canalizado a través de formas de participación el liderazgo está más condicionado por las decisiones del conjunto y, por lo tanto, aunque mucho más sólido, es más difícil.
El plano económico ha sido el escenario casi central de estos primeros meses de la gestión de Kirchner en el que se han producido sacudidas en los sectores de poder que hegemonizaron el ciclo neoliberal. Es probable que en los próximos meses el escenario principal del debate y la confrontación sea el de la construcción política, tanto desde el Gobierno como en la oposición y allí se medirá el impulso y la trascendencia de los cambios que plantea cada uno de ellos.