EL PAíS › OPINIóN
› Por Eduardo Fabregat
Mi relación con mi viejo fue, para no entrar en detalles excesivamente personalistas, rara. Se separó de mi vieja cuando yo era muy chico. No nos vimos mucho. Estuvo más bien ausente. Habrá tenido sus razones: con el correr de los años aprendí a no resentirme, y cuando fui padre a mi vez empecé a entender –sigo entendiéndolo y tratando de manejarlo cada día– que uno hace lo que puede y no existen los universos perfectos.
Como sea.
Hacia fines de los ’90 de algún modo nos reencontramos, tuvimos un mejor vínculo, aunque nunca llegó a ser todo lo fluido que hubiéramos querido. En 2000 vino un mediodía a mi aguantadero de recién separado y tuvimos una charla que aún hoy agradezco. El estaba golpeado: sin laburo, con cuatro hijos –mis hermanos–, se tenía que sostener cobrando changas y hasta teniendo que salir a hacer pintadas rentadas para Duhalde. No podía soportar, dijo, la dolorosa realidad de que diez años de menemismo habían arrasado con el país, y que tendría que pasar mucho tiempo hasta que pudiera repararse todo lo destrozado, si es que aparecía alguien que quisiera hacerlo. “Lo terrible no es solamente este presente, sino todos los años de miseria que tenemos por delante. No dejaron nada en pie, esto no se arregla así nomás”, dijo, palabra más palabra menos.
Un aneurisma cerebral se lo llevó poco después, dejándome el dolor de todo lo que podría haber sido entre nosotros.
Néstor, mi viejo, no conoció a Néstor, mi presidente. En el incendio de 2001 y la desesperanza de 2002 me acordé muchas veces de esas palabras, pero las tuve aún más presentes cuando Néstor se convirtió en ese “alguien que quisiera hacerlo”. En todos estos años lamenté no haber tenido la oportunidad de más charlas como aquélla, pero también lamenté que mi viejo no pudiera sentir el resurgimiento de la esperanza. El, que se fue derrotado, no pudo volver a sentirse victorioso, no pudo sentir que sus hijos y sus nietos volvían a tener un presente y un futuro. Quizá por eso el 27 de octubre de 2010 lloré por los dos, por los sueños destrozados y las esperanzas renacidas, por lo que creemos que tendremos para siempre hasta que un día no está más.
Hoy que todo parece estar en riesgo, vuelvo a vernos sentados en aquella cocinita inundada de sol, tratando torpemente de encontrarnos como padre e hijo que hicieron lo que pudieron. Vuelvo a pensar en el país que fue, el país que es, el país que puede volver a ser. Y me vuelven a saltar las lágrimas. Por Néstor. Y por Néstor.
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