Por Jorge Taiana *
Hoy se cumplen diez años de aquella histórica Cumbre de Mar del Plata en la cual se decidió decirle No al ALCA. Creo que, a la luz de los importantes debates que estamos viviendo sobre el modelo que elegiremos para los próximos años, resulta más que oportuno recordar aquel hito transcendente para nuestro país, la región y el proceso de integración que se puso en marcha.
La Cumbre de Mar del Plata marcó un punto de inflexión importantísimo porque el No al ALCA trascendió el “no” a un acuerdo de apertura indiscriminada de las economías latinoamericanas y caribeñas. En esa Cumbre se rechazó un acuerdo cuyo objetivo era liberalizar los flujos de comercio entre los países del hemisferio sin contemplar ni el grado de desarrollo ni las asimetrías existentes entre los 34 países. El No al ALCA fue el “no” a un proyecto de inserción internacional que implicaba la subordinación a la gran potencia hegemónica en materia económica y militar de la región.
La IV Cumbre de la Américas, más conocida como la Cumbre del No al Alca, se produjo en el marco de un proceso excepcional en la región por el surgimiento de nuevos liderazgos que intentaban superar los déficits de la transición democrática que habíamos vivido en nuestros países, en especial, los problemas heredados del neoliberalismo o de la mal llamada “modernización económica”. Los líderes, como Néstor, Lula o Chávez, comprendieron y compartieron la necesidad de dejar atrás el modelo neoliberal basado en la apertura indiscriminada, la desregulación, la privatización y el endeudamiento y recuperar un rol activo para el Estado. Coincidían, en definitiva, en la importancia de trabajar por una democracia más participativa, más justa y equitativa, poniendo el acento en la recuperación del trabajo, como factor fundamental para el desarrollo y la estabilidad de nuestros países. Para todo ello, veían imprescindible avanzar en la integración regional.
Argentina, como país anfitrión de la Cumbre, propuso que el lema de la misma fuera “Crear trabajo para enfrentar la pobreza y fortalecer la gobernabilidad democrática”, argumentando que los países latinoamericanos percibían la necesidad de un cambio de paradigma económico y social. En la mejor tradición peronista, queríamos poner al trabajo en el centro del escenario político y social, lugar del que había “desaparecido” durante los 90, años de desempleo y precarización laboral.
También sostuvimos que el gran desafío que debíamos afrontar en la región era quebrar la tendencia que venía sometiendo a nuestras democracias: el crecimiento de la brecha entre ricos y pobres. Las recurrentes crisis institucionales en la región, como las de nuestro país, Ecuador o Bolivia, nos daban elementos de sobra para pensar que trabajo, pobreza y gobernabilidad democrática eran tres conceptos que estaban estrechamente vinculados.
Resulta paradójico que hasta ese momento, primeros años del nuevo siglo, la única propuesta de integración para el continente fuera la liderada por Estados Unidos. El proyecto del ALCA no se limitaba a un acuerdo de libre comercio, sino que implicaba una propuesta de inserción internacional basada en un mundo posguerra fría, con su pretensión de convertir el territorio que va desde Alaska hasta Tierra del Fuego en un solo mercado. Esta propuesta hubiera significado la vuelta a un modelo económico que en la Argentina se derrumbó en el año 2001, dado que una apertura indiscriminada e ingenua del comercio como la que se aplicó en la década del 90, necesariamente supone la destrucción de miles de empresas y de puestos de trabajo, un alto endeudamiento y la imposibilidad de aplicar políticas activas que nos permitan alcanzar un desarrollo sustentable como país. La propuesta de Estados Unidos buscaba un modelo de inserción política, económica, social y cultural en el mundo, donde los países de la región jugaran un rol subordinado y funcional a los intereses de la gran potencia.
Si miramos aquel proceso con diez años de perspectiva, queda claro que el ALCA hubiera frustrado la creación de la Unasur y de la Celac como proyectos de unificación de representación política y como vocación de integración latinoamericana. Asimismo, el Mercosur hubiera visto aún más dificultosa su ampliación y consolidación.
El rechazo a la propuesta del ALCA fue una decisión correcta a favor de la integración y el desarrollo entre iguales, que vislumbró los cambios que se desarrollaban en el escenario internacional, donde un mundo dominado por una sola potencia económica comenzaba a dejar paso a una multipolaridad creciente en lo económico y en lo político.
Para concluir, el No ALCA fue una decisión estratégica a favor de un proyecto de integración regional entre países en desarrollo que buscaban fortalecer la propia autonomía y la defensa de la soberanía nacional, así como apostar al fortalecimiento de los vínculos y la cooperación Sur-Sur.
Esos debates entre modelos de integración que se dieron hace más de diez años, hoy vuelven con fuerza y se reformulan con nuevos conceptos. El rol del Estado, el modelo de inserción internacional para nuestro país, el grado de autonomía que conservamos para diseñar las políticas más convenientes para nuestras sociedades y la mejora de las condiciones de vida de nuestros pueblos es parte de lo que estamos debatiendo por estos días nuevamente.
Porque hay “cambios” que se proclaman y no son otra cosa que aquellos modelos de exclusión y subordinación a intereses ajenos a nuestros pueblos. Las negociaciones que encabezamos en los meses previos a la Cumbre de Mar del Plata y en aquellas largas deliberaciones que lideraron Néstor, Lula y Chávez conservan su vigencia a la luz de lo que estamos debatiendo de cara al próximo ballottage del 22 de noviembre.
* Ex canciller y parlamentario electo del Mercosur.
Por Agustín Lewit *
Decir que un ciclo histórico comienza en una fecha precisa supone, como mínimo, incurrir en un reduccionismo. No obstante, hay momentos en la historia que, por la intensidad y la forma en que se despliegan los hechos, se convierten en bisagras. Algo de ello sucedió con la IV Cumbre de las Américas celebrada en Mar del Plata, hace ya una década. Veamos.
Lo primero a decir es que aquella Cumbre debe ser vista como un acontecimiento en el significado más profundo del término; esto es, como un hecho –la suma de muchos, en realidad– que propició un corte, una torsión en el ciclo histórico de la región. En efecto, aquellos días de noviembre en la atlántica ciudad balnearia, lo que sólo pudo ser dimensionado con el transcurrir de los años, fueron testigos de un poder instituyente que expuso con toda claridad la dimensión fundacional de lo político. Allí, efectivamente, comenzó algo nuevo.
Y esa novedad supuso, antes que nada, dejar algo atrás. ¿Qué, concretamente? Un proyecto de alcance continental impulsado por EE.UU. –el ALCA– que buscaba convertir a América en una enorme zona de libre comercio subordinando el resto de las economías a sus intereses, y que, de concretarse, hubiese significado para el continente entero la coronación absoluta, bajo el liderazgo hegemónico norteamericano, de las pesadas décadas neoliberales y un reaseguro de la continuidad de ese costoso rumbo por varias décadas más.
Quienes se encargaron de frenar ese proyecto imperial, fueron un puñado de presidentes de los países del Mercosur –Néstor Kirchner, Lula da Silva, Tabaré Vázquez y Nicanor Duarte Frutos–, la mayoría de ellos críticos respecto al derrotero neoliberal y arribados al poder con llamativa sincronía, que decidieron acoplarse a la temprana resistencia del líder bolivariano Hugo Chávez, quien había mostrado ya un solitario desacuerdo al ALCA en la Cumbre de Quebec en 2001.
Toda esa inédita y potente convergencia de voluntades políticas, que terminó torciendo el deseo del gigante del Norte, se constituyó –para decirlo finalmente– en el puntapié inicial de la reconfiguración regional que vino tiempo después, la cual se cristalizó en el surgimiento de nuevas instancias de integración –el ALBA, la Unasur y la Celac–, surgidas de forma soberana y respondiendo a los intereses reales de los países latinoamericanos, y la reformulación de otras tantas, tales como la ampliación del Mercosur con la incorporación de Venezuela y Bolivia. Es decir: aún sin ser consciente del todo, aquel encuentro movido por la resistencia sembró las condiciones de posibilidad de aquello que llamamos un nuevo tiempo regional, que incluye, entre otras cosas, la emergencia de espacios sin precedentes de vinculación entre los países de la región.
Para ser justos, también hay que señalar que aquel punto de inflexión que constituyó el freno al ALCA –que, por lo demás, era en un sentido amplio un freno al neoliberalismo– venía expresándose con fuerza y de diferentes modos en distintos escenarios nacionales: el Caracazo en Venezuela, en 1989, el surgimiento del zapatismo en México, en 1994, las convulsionadas jornadas argentinas del 19 y 20 de diciembre de 2001 y la guerra del agua en Bolivia, sólo por nombrar los acontecimientos más conocidos, deben leerse, en tal sentido, como antecedentes de aquella gesta histórica transcurrida en Mar del Plata.
Ahora bien, así como sostenemos que la región se ha transformado profundamente en estos últimos diez años, evidenciando avances sociales, económicos, culturales e integracionistas de fuerte alcance, y que muchos de esos avances –sino todos– deben su origen a aquella osadía del 2005 capitaneada por Chávez, los peligros para la misma en absoluto se han acabado. No sólo porque EE.UU. no ha desistido de sus objetivos de imponer el libre comercio en la región –basta analizar la extensa lista de TLC’s que ha firmado con países como Colombia, Perú y Centroamérica y su impulso a la Alianza del Pacífico– sino porque los propios sectores conservadores de cada uno de los países inscriptos dentro del eje posneoliberal no cejan en sus deseos de retomar el poder sea por las vías que sea.
Tras varios años de acumulación y beneficios claros para las mayorías populares, con un contexto internacional, además, que aportaba condiciones importantes para esa recuperación y que ahora ya no tanto, el escenario se presenta hoy cuanto menos complicado. Sin caer en tremendismos, empezamos a abandonar la década ganada para adentrarnos sin respiro a una década que –anticipándonos– podríamos llamar en disputa. En ese porvenir, recordar aquellos días de noviembre de 2005 resulta fundamental para continuar, como dijo Chávez ante un estadio mundialista colmado, “no sólo con la tarea de seguir enterrando al neoliberalismo, sino empezar a parir una nueva historia”.
* Cocoordinador del libro Del no al Alca a Unasur.
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