Dom 08.11.2015

EL PAíS  › OPINION

Hay diferencia

› Por Horacio González

¿Se puede hablar de política sin hablar de personas? Sí, se puede y es necesario hacerlo. Pero la “personificación” de las fuerzas sociales o de las ideas colectivas, es un tema inagotable e imprescindible de la propia política, entendida como una discusión de su propio estatuto frente a lo humano, lo subjetivo y lo singular (lo que solemos definir como “el papel del individuo en la historia”). Es así que la decisión de no hablar de personas y sí de proyectos, que corresponde a la tradición socialista de “ideas sí, hombres no”, siempre puede considerarse una manera elegante de omitir nombrar a lo que de una manera u otra, se hace presente como la irreductibilidad de un nombre. Por eso, cuando no hay nombre, el nombre de una manera u otra está latente. Política es latencia. Y nuestra forma política, quizás la única conocida, es la de que en la políticas hay rostros; rostros en espejos, frente a los cuales nos sumimos en la contemplación de nuestra propia fragilidad, pues somos en ellos del mismo modo que ellos son nuestro “otro” infinitamente humano.

El rostro, desde luego, no es el nombre, como lo demuestran los estudios de todo tipo sobre el semblante humano, que por un lado sigue una serie antropológica que vemos en su diferencia, y por otro puede atenerse a su propia máscara, que en vez de ser una duplicación del original, es el propio original condenado a la actuación en torno a sí mismo. El nombre es otra cosa, posee algo de misterio –de misterio racional, diríamos– donde los hechos de una persona son adoptados o seguidos por otra que aceptan ser identificados por un nombre originario. Hay muchos nombres originarios, que a su vez son fugaces, pues quizás cada época no sea otra cosa que las sustitución de un nombre originario por otro.

Los temas del rostro y del nombre propio en política –sin ser lo mismo– siempre tropezaron con signos más amplios que corresponden a la representación de las fuerzas sociales, las corrientes colectivas de pensamiento o la convicciones ideológicas implícitas o explícitas de los ciudadanos. Por eso, es habitual escuchar que los nombres y las personas que son su sustento, aparecen apenas emergentes de la vida social en su conjunto, tomados en sus requiebres y factores diferenciales. En la tradición bonapartista, se confiere un halo de exceso, una cuota mayor de “hybris” al personaje, a su decurso honorífico o a su preparación para encarnar un papel social predominante. Pero en la tradición autonomista, tampoco se rechaza el “papel de individuo”. Contrariamente, hay que recordar que Plejanov lo debilitó en su famoso opúsculo, donde resaltaba el papel de “las fuerzas productivas de la historia”. En el autonomismo, en efecto, hay individuos que en un momento dado son preponderantes como signos de un contorno que los excede, aunque todos son conscientes del significado democrático de tal excedente.

Es el individuo que encarna una circunstancia comunitaria, aun estando claro que se trataba de alguien que no estaba predestinado sino que se tornaba depositario de dones amasados por un conjunto mayor. Entonces, quizás no escape su nombre de la cualidad de denominar el conjunto de las demás conciencias que se movieron precisamente para configurarlo. Es lo ajeno en lo propio y lo propio en lo ajeno. De ese modo, esa multiplicidad de singularidades actuando en común, al nombrar al otro, se nombran ellas mismas e infunden en lo que nombran otras energías. Digo esto a pocos días de una elección crucial. Como muchos, escribí y dije cosas. No desdigo; agrego. Y lo que agrego es que cada nombre es autor inconsciente de su propia diferencia. Vemos que Scioli enfatiza un programa industrialista, soberanista y de derechos humanos. Lo escucho. Vemos que Macri dice que no va a deshacer nada de lo que haya sido bueno, y que acusarlo de lo contrario es campaña sucia. También lo escucho, pensando que el miedo que dice que se inventa en su contra, ni lo tenemos, ni deja de ser otro arbitrio de sus asesorías que confunden la objetividad de la crítica con lo excitable del recelo.

Quiérase o no, estos dos nombres son dos síntomas y ese será un componente real del gran dramatismo de esta elección. Escucho algo más, que es lo que no corresponde ni a lo que cada candidato piensa de sí mismo ni a lo que cada uno toma del otro. Es que el excedente de la situación son las diferencias objetivas entre ambos. Más allá de lo que digan, cada candidato va delegando su singularidad –que efectivamente cada uno tiene–, en ámbitos que con mayor nitidez recogen las fórmulas más agonísticas de la historia nacional. No son lo mismo; está claro, si ellos mismos lo dicen. Pero otra voz está diciendo de muchas maneras alternativas esta misma frase. “No son lo mismo”. Que si triunfa Macri se abriría un período de deshistorización, con una población sometida muy directamente a la lógica reproductiva de la globalización. El resultado serían penurias evidentes; son muchos los que pueden explicarlas mejor que yo. Y que si triunfa Scioli, con toda la complejidad que esto implica, volverían a ganar los votantes de 1916 que le entregaron una responsabilidad cierta a Yrigoyen, los votantes de 1946 que se la entregaron a Perón, los de 1983, que se la entregaron a Alfonsín, los de 2003 que se la entregaron a Kirchner, y los del 2008 que se la entregaron a Cristina Fernández. No soy dado a cristalizar líneas históricas, porque si se ponen de continuo ante nosotros, terminan obstaculizando la persistente inactualidad del presente, lo que significa el presente pensándose lúcidamente a sí mismo, abierto siempre en inesperadas direcciones. Pero en este momento, que Scioli logre aventajar a las nuevas derechas que se dirigen hacia el imán de Macri, revelará que sigue vigente una diferencia que es necesario seguir examinando e interrogando, como insignia y sello de las más significativas formas de la democracia en tanto hilo sensible de la memoria popular. Quizás esas multitudinarias sombras del pasado que votaron para formar mayorías en aquellas elecciones que rápidamente rememoro, secretamente personificadas, son los lazarillos o cicerones de las urnas de hoy.

Está claro que hay bases populares de ambos lados del tablero. Pero el voto, que es una de las formas más puntuales de la existencia en común, debe portar ahora el más viejo saber de las sociedades, aquel que las pone ante la magna disyuntiva: o cultura pública con economías populares no sacrificables a las leyes del mercado, o sociedades de mercado con políticas emanadas de gerenciadores especializados en inscribir esas “leyes” en el cuerpo general de una nación.

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