EL PAíS › OPINIóN
› Por Diego Tatián *
La adulteración de acontecimientos sociales que inspiraron la memoria popular durante generaciones por operaciones de marketing electoral es sin duda más lesiva que el olvido. Si el “cordobesismo” espetado por José Manuel de la Sota hace algunos años en otra noche electoral pudo ser reducido a la exacta contracara reaccionaria del Cordobazo, la obscena y banal usurpación por Mauricio Macri del significado que entrega a la historia Mayo del 69 requiere, en cambio, un más exigente trabajo de la crítica.
El paso del tiempo, enseñaba Hannah Arendt, expone la fragilidad de los hechos a la mentira y a la supresión (“no hubo asesinato de judíos durante la Segunda Guerra”; “los desaparecidos están en Europa”...) y los reduce a ser una interpretación entre otras. Se da el nombre de “negacionismo” a esa supresión de la historia. Sin embargo, la invocación del Cordobazo por Macri es algo más macabro y de otro orden: lo que hace no es negar los hechos sino malversar su sentido, vaciarlos de significado en el acto mismo de invocarlos por su nombre, despojarlos de su espíritu más auténtico con un manotazo más cínico que paródico. Otro tanto ocurrió con la estatua de Perón.
Desde luego, las marcas de la historia son objeto de disputas legítimas y su significado no está exento de litigio en la conciencia pública, que así preserva su vitalidad. Sin embargo, el estropicio de esos legados contenciosos por arrebato oportunista de quien nunca tuvo nada que ver con ellos y sí con todo lo contrario destruye la política en lo que tiene de más noble y la historia misma como fuente de inteligibilidad para el presente.
La necesaria reposición del Cordobazo en la conciencia política argentina no equivale a una conservación purista ni a una pura repetición anacrónica, sino a una renovada exploración de su sabiduría militante y su certeza profunda: en un momento de peligro, la unidad de las fuerzas populares es lo único capaz de detener el avance del saqueo económico, cultural y social en ciernes. Este tesoro político elemental obtenido en el fragor de mil combates sociales es también el legado más precioso de Agustín Tosco, quien el 5 de noviembre de 1975, hace cuarenta años, moría en la clandestinidad.
Tres años antes, cuando estuvo detenido en el penal de Rawson –corrían los primeros meses de 1972 y en poco tiempo se produciría la masacre de Trelew–, el doctor Arturo Illia intentó visitarlo en dos ocasiones, sin lograrlo por impedimento del servicio penitenciario. A través de Solari Yrigoyen, Tosco le hace llegar una carta emocionada donde agradecía la preocupación del ex presidente por su injusta situación de presidiario: “a pesar del impedimento (de conseguir el permiso de visita) quiero decirle –le escribía Tosco en esa carta fechada el 2/3/72– que para mí es como si usted hubiera estado aquí, y esa solidaridad la aprecio en todo su inestimable alcance. La torpe actitud de los censores burocráticos no hace más que enaltecer su amistoso gesto”. Eran tiempos en los que el partido radical y sus hombres aún formaban parte del campo popular y no se confundían en su pertenencia a las causas sociales, muy lejos del actual vasallazgo que abjura imperdonablemente de su origen y de su mejor historia.
La alentadora reacción del pueblo argentino que parece haberse producido tras la primera vuelta electoral no está motivada por el miedo, como busca hacerse creer, sino por una toma de conciencia colectiva de las conquistas que podrían ser arrebatadas, y quizá también por una memoria popular involuntaria de la herencia abierta que Agustín Tosco y el Mayo cordobés dejaron en ofrenda a todos los futuros argentinos: la tarea de construir una unidad sin exclusión de los sectores populares reconocidos mutuamente en una misma alerta democrática frente a la amenaza de siempre, que en la historia argentina ha producido las grandes devastaciones sociales en beneficio de los mismos.
Esa unidad, nuevamente hoy, podrá ser pensada como una gran hospitalidad recíproca de las izquierdas, el anarquismo, los libertarismos en todas sus variantes, los peronismos y los radicalismos desengañados y atónitos, desamparados por las derivas que –en Córdoba sobre todo– han sufrido sus antiguos partidos.
La reacción de las fuerzas progresistas deberá suceder como un encuentro entre quienes llevan adelante su diverso compromiso militante; como una gran convocatoria a los trabajadores organizados, los trabajadores en soledad, los artistas, los hombres de ciencia, los intelectuales, los desocupados, los maestros, las fuerzas de estudiantes que procuran estar en sintonía con la antigua potencia transformadora del movimiento estudiantil; los artesanos, los que se oponen a los desalojos de campesinos; los que se organizan para preservar la naturaleza y se oponen a su saqueo; los que trabajan en las cárceles, en los hospitales de locos, en la salud comunitaria; los que se enfrentan al envenenamiento de la alimentación; los organismos de derechos humanos, que han sabido perseverar a través de las generaciones...
Esa unidad, en cuya urgencia Tosco no se cansó de insistir, reinventa la memoria colectiva donde el Cordobazo encuentra su desagravio a la vez que revela su sentido histórico: Macri no.
* Profesor de la Universidad Nacional de Córdoba.
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