Mar 29.12.2015

EL PAíS  › OPINIóN

Bendito sea el narco

› Por Horacio Verbitsky

“El narcotráfico da mensajes todo el tiempo, pero no nos va a amedrentar”, dijo la ministra de Seguridad de la Nación, Patricia Bullrich. “Es un mensaje mafioso para el nuevo gobierno”, agregó su compañera Margarita Stolbizer. Para el ministro de Seguridad Bonaerense, Cristian Ritondo, es probable que el dinero del narcotráfico haya pagado las complicidades que permitieron la evasión. El jefe de gabinete Marcos Peña proclamó un “compromiso absoluto” del gobierno de Maurizio Macrì, “de terminar con este flagelo” y la gobernadora María Eugenia Vidal se colocó en el papel de víctima. Esto pasa porque Maurizio Macrì anunció que combatiría al narcotráfico. También afirma que la responsabilidad corresponde a la administración anterior, porque aún no se había designado a las nuevas autoridades del Servicio Penitenciario. Por eso no sólo abrirá sumarios sino también presentará denuncias penales. Tendrá que mirar muy bien alrededor: antes de que las concrete, la Procuradora General María Falbo se lanzó en auxilio de uno de los sospechados, el viceministro de Justicia César Albarracín, a quien hoy le tomará juramento como fiscal adjunto de Casación, cargo para el que lo designó el ex gobernador Daniel Scioli con notables antelación y previsión. Algo pasó por lo que la ceremonia se suspendió a último momento.

Ninguno de los proyectos de emergencia autoriza la presunción de que Vidal afectó pactos y perturbó negocios preexistentes. Todo lo contrario: ya se trate de la policía, del Sistema Penitenciario o de la infraestructura y los servicios públicos, las respectivas declaraciones de emergencia sólo sirven para liberar al poder administrador de todo tipo de controles, tanto para la contratación y ejecución de obras como para las compras de todo tipo de materiales e insumos. No enfrentan la corrupción, la favorecen. Los fundamentos para declarar la emergencia penitenciaria se basan en una realidad innegable, pero que no guarda relación alguna con el escape. Lo que la gobernadora invocó fue la superpoblación carcelaria y las deplorables condiciones de detención de las personas privadas de su libertad, por lo que se requiere una urgente inversión en infraestructrura. Es obvio que ése no era el caso de los sicarios del triple crimen de General Rodríguez, cuyos privilegios llegaban al ingreso a su lugar de reclusión de cámaras y micrófonos y a la posesión de armas, de fuego o de juego. Tampoco explica por qué los tres condenados estaban juntos, los sistemas de control electrónico no funcionaban y la Inteligencia no alertó sobre lo que se incubaba. Jueces, fiscales y defensores que conocen la UP 30 se ríen ante la versión oficial.

Para ningún lector de esta columna es una sorpresa que durante los últimos ocho años, el Servicio Penitenciario gozó de márgenes excepcionales de autonomía, que coincidieron con un incremento insensato de la tasa de prisionización y de la violencia intramuros como forma perversa de gobernabilidad, que luego se vuelca en forma inevitable a todas las calles de la provincia. Por primera vez en la historia, el SPB pudo colocar a uno de sus hombres al frente de la Justicia y de la Seguridad bonaerenses, el alcalde mayor penitenciario Ricardo Blas Casal. El debate acerca de la situación en que se encontraban su viceministro César Albarracín y la directora del SPB, Florencia Piermarini, es bizantino. Ambos presentaron la renuncia, pero luego de una reunión de Casal con su sucesor, Carlos Mahiques, fueron confirmados por el nuevo gobierno. Después de la fuga, las versiones de cada uno difieren. Albarracín y Piermarini insisten en que habían renunciado, el gobierno replica que los confirmó, aunque no está claro por qué lapso. Pero ya fuera por acción u omisión, no puede ponerse en duda que la responsabilidad corresponde a la Administración provincial, que el 10 de diciembre cambió de titular, ya sea que el servicio estuviera acéfalo o con sus anteriores autoridades confirmadas.

Las referencias de todos los funcionarios al narcotráfico y la mafia son una coartada para no mirar de frente el desastre del Servicio Penitenciario, cuya capacidad de negociación política con los sucesivos gobiernos describe una progresión, en la que cada etapa es un escalón desde el que trepar al siguiente. La misma ministra Bullrich y su segundo, Gerardo Millman, el delegado de Stolbizer en Seguridad, invocaron el espantajo del narco para rechazar el fallo de la Suprema Corte de Justicia de Mendoza que se propuso reintroducir la legalidad en el imperio discrecional del servicio penitenciario de esa provincia, tan parecido al bonaerense. Los jueces mendocinos no pretenden gran cosa: sólo que se cumplan las leyes, las constituciones y las convenciones internacionales con rango constitucional, por las cuales nadie puede permanecer detenido por tiempo indefinido por mera decisión policial o del ministerio público, sin control judicial. Para Bullrich y Millman, las adecuaciones presupuestarias que insumiría el cumplimiento del fallo distraerían recursos que la emergencia de seguridad prefiere destinar al denominado combate contra el narcotráfico, que sirve para justificar cualquier barbaridad. Las consecuencias de esta miopía están a la vista. Bendito sea el narco, que provee a los gobernantes una respuesta muy simple para los problemas más complejos.

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