EL PAíS › OPINIóN
› Por Marcelo Fabián Sain *
La declaración de emergencia en materia de seguridad en el ámbito de la provincia de Buenos Aires es justificada por el gobierno provincial sobre la base de una afirmación incomprobable: “la existencia de una gran cantidad de hechos delictivos” que impone “la adopción por parte del Estado de soluciones concretas”, según se sostiene en el mensaje de remisión de la iniciativa del Poder Ejecutivo a la Legislatura provincial.
En el ámbito del Ministerio de Seguridad no existe un órgano técnico abocado al estudio y análisis de las problemáticas de las violencias y los delitos así como de la situación y el desempeño de los organismos del sistema de seguridad pública provincial y de su impacto sobre aquellas problemáticas. No se sabe con precisión cuánto delitos se cometen, cuándo y dónde se consuman, ni cómo se perpetúan. Menos se sabe quienes los cometen y en qué circunstancias lo hacen.
Desde hace mucho tiempo, la seguridad pública provincial se gestiona “a ciegas” y esa ceguera gubernamental impone hablar del “delito” o el “crimen” sin discernir entre diferentes problemáticas delictivas y sin tener en cuenta sus fenomenología, sus diferentes condiciones de tiempo y lugar y distintas sus secuelas sobre la vida social, económica e institucional. Todo da igual y todo amerita un solo tipo de respuesta institucional: la “emergencia”.
La indigencia cognitiva del gobierno provincial ante los fenómenos criminales y las violencias birla la posibilidad de desarrollar políticas y estrategias (o, al menor, acciones) focalizadas y acordes a cada tipo de problemáticas específicas y, más aún, de intervenir sobre las condiciones determinantes de las mismas en función de su prevención. Ello no deja otra alternativa gubernamental que responder al “aumento del crimen” con la única fórmula imaginada y postulada por los gobernantes –de derecha y progresistas– durante la última década: aumentar el número de policías y el patrullamiento en el ámbito público así como adquirir mayor equipamiento de uso policial. No más. Así lo dice el mensaje oficial: “fortalecer la institución policial y penitenciaria, potenciar sus áreas operativas y dotar a los organismos estatales de los instrumentos que permitan adquirir el equipamiento y realizar las obras para el desarrollo de una acción más eficaz en materia de seguridad en el territorio provincial”.
Poco importa la formación de esos y esas policías; la labor de patrullamiento y vigilancia al tuntun, o sea, sin planificación basada en el “mapeo” de los delitos –ello no existe en el ámbito provincial–; las condiciones laborales de los trabajadores/as policías; ni el desarrollo de un plan logístico e infraestructural que guíe la adquisición de materiales. Estas son especulaciones diletantes de los expertos en seguridad sin capacidad de gestión. Lo que vale es que haya rápidamente más policías en las calles y que se compre de manera inmediata más equipamiento, es decir, que la gente vea que se hace algo y que se gaste mucho dinero de manera “extraordinaria” o, dicho de otro modo, sin seguir los procedimientos y los controles ordinarios de compras. “Los criminales se mueven más rápido que los procesos licitatorios”, murmuran en la intimidad los gerentes gubernamentales para hacerle una gambeta a la transparencia y a la planificación estratégica. Todo siempre es “urgentísimo”.
Asimismo, el gobierno provincial sostiene la necesidad de darle continuidad a la emergencia en seguridad dictada el año pasado por la administración anterior. “Se estima indispensable la adopción de un conjunto de medidas de similar tenor, en pos de contribuir a aumentar la seguridad ciudadana, eje central de la agenda de este gobierno”, se afirma en el mensaje gubernamental.
Ahora bien, si después de un año y ocho meses de emergencia en seguridad sigue habiendo en el ámbito provincial “una gran cantidad de hechos delictivos”, ¿para qué insistir con ese tipo de intervención? El anterior ministro de seguridad bonaerense, Alejandro Granados, sostuvo sin ruborizarse que el aumento de policías “locales” capacitados (sic) en tres meses en academias de poca monta instaladas en dos o tres semanas por intendentes poco entendidos en estas lides había hecho descender el delito en un “70 por ciento”. El actual ministro de seguridad, Cristian Ritondo, en un alarde de “política de Estado”, reivindicó las alaracas y la mitomanía de su antecesor, pero su gobierno sostiene que es necesario continuar con la emergencia en seguridad porque hay “una gran cantidad de hechos delictivos” ¿En qué quedamos?
Finalmente, la respuesta gubernamental –la anterior y la actual– le otorga a la policía todo el poder para “controlar” el crimen, lo que constituye una verdadera falacia por dos razones. Primero, porque la policía, aun actuando de manera planificada mediante el mapeo y análisis criminal y con integrantes bien dotados y capacitados, no puede controlar el “crimen” sin más. Muchos tipos de delitos no son prevenibles o conjurables sólo con la mera presencia policial en la calle, en particular, aquellos delitos que mayores consecuencia letales generan, como la violencia de género y los femicidios. Son antiquísimos y extensos los estudios en todo el mundo “serio” al respecto, aunque para los curanderos criollos se traten de producciones estériles. Segundo, en muchos aspectos y en numerosísimos tipo de delitos, la policía es parte del crimen o lo regula ilegalmente, lo que puede conocerse apenas con una lectura atenta de los periódicos.
En verdad, no saben hacer otra cosa, no están dispuestos a hacer otra cosa y todo este accionar inscrito en el curanderismo seguritista les permite mostrar cierta “eficacia” y premura en la solución de los “problemas de la gente”, según reza el nuevo testamento de los “yuppies republicanos”. Optan por soluciones triviales y demostradamente inútiles para problemas complejos.
* Director del Núcleo de Estudios sobre Gobierno y Seguridad (NEGyS), UMET.
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