EL PAíS › LAS IMPLICANCIAS DE LAS DECLARACIONES DE DARIO LOPERFIDO
Por Valeria Thus *
Darío Lopérfido, actual secretario de Cultura de la Ciudad de Buenos Aires, recientemente cuestionó públicamente el número de víctimas del terrorismo de Estado durante la última dictadura cívico militar que asoló a nuestro país, al afirmar que en la Argentina no hubo 30.000 desaparecidos. Sus expresiones no son nuevas, en el sentido que no es el primero en cuestionar el número de víctimas del terrorismo de Estado en Argentina y tampoco recurre a un argumento original a la hora de la negación de los genocidios a nivel mundial; pero no por ello deja de ser grave. Podríamos decir que Lopérfido inaugura en la nueva gestión macrista en la Ciudad y a nivel nacional el “negacionismo estatal”. Resulta oportuno recordar que el negacionismo es un término usado para describir un fenómeno cultural, político y jurídico, que se manifiesta en comportamientos y discursos que tienen en común la negación, al menos parcial, de la realidad de los hechos históricos percibidos por la mayor parte de la gente como hechos de máxima injusticia y por tanto objeto de procesos de elaboración científica y/o judicial de las responsabilidades que se derivan de ellos. Si bien ha sido acuñado para la negación del genocidio perpetrado por los nazis a la población judía y restantes minorías durante la segunda guerra mundial, se ha extendido a la negación de los genocidios en general. Existen variadas modalidades de negacionismo, aquellas que van de la simple negación de los hechos a mecanismos más sutiles, con sofisticados abordajes de racionalización, relativización y trivialización. La negación de la cantidad de víctimas es una modalidad prototípica y “objetiva” (en el sentido de burda y simple) de negacionismo. En los últimos años, sin embargo, cuando la negación burda se presentaba como no convincente, los negacionistas optaron por utilizar la relativización, la trivialización y la minimización para presentar su caso como más persuasivo y aceptable. Ninguna de esas molestias de “refinamiento” de las estrategias de negación se tomó el funcionario local. Mientras a nivel mundial se han incrementado los esfuerzos para el efectivo combate al negacionismo, procurando comprender sus diferentes tipos, sus propósitos políticos y las estrategias narrativas; en nuestro país, con las expresiones de Lopérfido, en tanto funcionario público que no ha sido desautorizado por el gobierno local, hemos retrocedido varios casilleros, volviendo a la versión más burda y violenta de negación del terrorismo de Estado. Podríamos decir, sin ponernos colorados, que hasta para los negacionistas renombrados a nivel global, como por ejemplo Irving, Faurissson, etc, las expresiones de Lopérfido son anacrónicas. Uno podría comenzar diciendo que sus expresiones son manifiestamente falsas y maliciosas o que, en el mejor de casos, son de una profunda ignorancia. También podríamos discutirlas, resaltar que la cantidad de víctimas del terrorismo de Estado fue hasta reconocida por los propios perpetradores y se pueden ver de los documentos desclasificados de EE.UU., que la estimación tuvo relación con el número proporcional de hábeas corpus presentados en el país, el número de integrantes de las estructuras militares afectadas a la represión ilegal que superó 150.000 hombres activos a la caza de las víctimas, etc. (si hay algún lector desprevenido, le recomiendo la lectura de la carta de Eduardo Luis Duhalde a Graciela Fernández Meijide); pero ello implica entrar en el terreno de los negacionistas y al discutir con ellos le conferimos una suerte de legitimidad de sus discursos. En este punto, vale recordar que las experiencias genocidas se caracterizan no solo por el aniquilamiento material, sino también en el campo de las representaciones simbólicas, a través de determinados modos de narrar –y, por lo tanto, de re-presentarse– la experiencia de aniquilamiento. Por eso las palabras tienen un peso que no debe ser minimizado. Los discursos negacionistas, como el de Lopérfido, reeditan el dolor de las víctimas y familiares, renueva las humillaciones de los sobrevivientes, a la vez que busca darle una solidez narrativa a estos pactos sociales denegativos en tanto representación simbólica de lo ocurrido. Porque lo realmente peligroso de los discursos negacionistas es que, como modos sutiles de silenciamiento, permiten la generación de un clima para que el genocidio sea posible. Una tentativa de exterminio sobre el papel, dice lúcidamente Vidal Naquet. Que un “funcionario público” en “democracia” formule estas expresiones tiene una “gravedad institucional” que no nos puede pasar inadvertida. El “negacionismo estatal” es una de las formas más graves y violentas de negacionismo y para un país que se encontraba hasta hace pocos días a la vanguardia en materia de derechos humanos, como referente en la región en lo vinculado al proceso de juzgamiento de los responsables de los crímenes de Estado, es un retroceso inadmisible. Habría quizás que advertirle al funcionario, ya que su gestión es propensa a viajar a Davos, que si hubiera efectuado estas expresiones en Suiza, seguramente se le hubiera iniciado un proceso penal en su contra porque el negacionismo (de todos los genocidios), al igual que en muchos otros estados (por caso Alemania, Austria, Francia, Portugal, Luxemburgo, República Checa, Lituania, Polonia, Rumania, Liechtenstein, Malta, Eslovenia, Eslovaquia, Matvia, Andorra, Hungría, Grecia, entre otros) es un delito. Negar la cantidad de las víctimas de nuestro genocidio, es antes que cualquier cosa, una falsedad nada inocente. En el lenguaje se perfila el mundo que deseamos habitar: O bien una cultura que permanezca indiferente o incluso proclive a la perpetración de genocidios o, por el contrario, una cultura que revierta sus consecuencias reorganizadoras. Aprovechemos entonces para reflexionar sobre la violencia que sufrió el conjunto de la sociedad argentina durante la última dictadura cívico- militar, sobre la lógica política y económica que los convirtió en víctimas y que hoy se sigue suscitando con el gesto de negaciones que nada tienen de inocentes. Por suerte contamos con la lucha inclaudicable del movimiento de derechos humanos para que las palabras vuelvan a ser de todos.* Abogada. Magister en Derecho Internacional de los Derechos Humanos-UBA. Miembro del Movimiento de Profesionales para los Pueblos. MPP.
Por Beatriz Sznaider *
Precisar el número de víctimas en eventos que por sus características y magnitud llevan al ocultamiento o destrucción de pruebas testimoniales y documentales puede ser una tarea digna, si no alimenta el germen de cierto negacionismo. ¿Cuántas personas murieron en el atentado a las Torres Gemelas? ¿Cuántas en Colombia o en México por la acción de grupos estatales, paraestatales o del crimen organizado? Esto por nombrar, solamente, conflictos que reverberan con más intensidad en nuestro país, mientras sabemos nada y preferimos pensar menos sobre la destrucción de vidas que generan “lejanos” golpes de Estado, guerras civiles, limpiezas étnicas y religiosas en otros continentes.
Es altamente probable que en la Argentina no haya habido 30 mil desaparecidos por el terrorismo de Estado. En realidad nunca sabremos cuál fue la cifra final. Los responsables de ese “agujero negro” no somos los familiares de las víctimas, ni los militantes de los derechos humanos ni el periodismo, ni los partidos políticos, ni la Justicia. Los responsables de ese “hueco traumático” son los integrantes de las Fuerzas Armadas y sus aliados civiles que, prolongando la agonía de la pérdida, no tuvieron siquiera el valor de reconocer sus crímenes y hacer público qué hicieron con los cuerpos de nuestros familiares.
Sólo a título personal afirmo que hubiese cambiado los años de detención que le dictó la Justicia argentina a los cómplices de la desaparición de mi hermano, Jorge Víctor Sznaider, secuestrado en 1979 a los 19 años, junto a cinco jóvenes más, a cambio de saber cuál fue su destino final.
El señor Lopérfido intenta establecer una controversia falaz respecto de si la sociedad argentina fue o es más violenta que otras sociedades: “red herring”, argumento distractivo o un contrasentido que busca socavar la importancia de la lucha por los derechos humanos en la Argentina. Parece plantear que finalmente, si lo que pasó en nuestro país es más o menos igual a lo que ocurrió u ocurre en tantos otros, para qué o por qué darle un estatuto que no se le otorga más allá de nuestras fronteras. En el límite, parece dejar planteado que si los desaparecidos no fueron 30 mil y, además, también mueren personas por violencia política en otros lugares del mundo, el esfuerzo por sostener su memoria no sería legítimo.
Pero en realidad no creo que a Lopérfido le interese si los desaparecidos fueron 30 mil. Lo que lo agita, quizás, es la insistencia de gran parte de la sociedad argentina para traer al presente el significado del terrorismo de Estado; de sus proyecciones sobre el hoy. Pareciera que junto con la causa, quieren “encerrar” la participación y acallar la polémica o los disensos frente a las insensibilidades que nos acechan todos los días.
También aparece el argumento de una historia de la democracia escrita por o para los Montoneros. Poner en primer plano el rol reciente de integrantes o simpatizantes de organizaciones armadas de los años 70 que sobrevivieron es dejar de lado que desde hace más de 30 años, la democracia, con todas sus deudas, es el resultado de la convicción y el esfuerzo de la mayoría de la sociedad.
Como telón de fondo, reaparece la “teoría de los dos demonios”. Sobre las muertes ocurridas a partir de atentados o enfrentamientos gestados por las organizaciones armadas, digo que cada muerte es una tragedia. Y me siento humanamente identificada con el dolor de esos familiares. Pero en el nivel de la justicia y de la historia existe una condición permanente del Estado que trasciende el tiempo de sus gobernantes y que no se equipara con la responsabilidad y el tratamiento que desde la justicia y la historia se les debe otorgar a grupos civiles autónomos. Por eso diferenciamos la acción sistemática del terrorismo de Estado, de los actos de violencia llevados a cabo por las organizaciones armadas.
Las debilidades, errores o defecciones pasadas, no vuelven virtuosas las torpezas presentes. Hay mucho para hacer, sin destruir. Hay mucho para restañar, sin pensar que se puede hacer de cualquier manera. En las áreas de derechos humanos los profesionales y trabajadores formados durante la última década no son responsables de la coyuntura, pero sí de haberse capacitado para actuar en casos de gran complejidad y que atañen tanto al terrorismo de Estado de los 70-80, como a las nuevas violaciones de derechos individuales y sociales.
Como decía Borges, la patria es más que la suma inconcebible de sus generaciones. Necesitamos más grandeza e inteligencia que afectación y gerenciamiento.
* Hermana de Jorge Víctor Sznaider.
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