Jue 25.02.2016

EL PAíS  › OPINIóN

La trastienda

› Por Martín Granovsky

El costado más luminoso de la visita de François Hollande sucederá hoy, cuando el presidente francés asista a un acto en el Parque de la Memoria y se reúna con organismos de derechos humanos. Esa parte de la agenda, como se sabe, ya produjo un hecho de política interna: aceleró la entrevista de Mauricio Macri con los organismos humanitarios. Tal como informó este diario la semana pasada, lo mismo ocurrió con los sitios de memoria instalados en la antigua Escuela de Mecánica de la Armada. El Presidente los visitó antes de que lo haga, el mes que viene, su colega norteamericano Barack Obama.

En la dictadura los represores argentinos mataron basados en la doctrina de la seguridad nacional, con el copyright de los Estados Unidos, y en la doctrina de la contrainsurgencia probada por los escuadrones franceses en Argelia. En los años de plomo el acercamiento del gobierno de Francia a la causa de los derechos humanos en la Argentina fue reclamado por exiliados argentinos en lucha común con líderes políticos y sociales franceses. Los actos de hoy hubieran sido imposibles sin ellos y sin su constancia. Esa persistencia tuvo, entre otros hitos, el Coloquio de París de 1981, origen de la Convención contra la Desaparición Forzada de Personas.

Otro costado del viaje de Hollande es la presentación de la visita por parte del Gobierno. El argumento dice que la Argentina estaría volviendo a un mundo del que habría estado afuera, y que la prueba serían los casi 20 años transcurridos desde otra visita presidencial, la de Jacques Chirac. Es una falacia: incluso si el mundo fueran sólo los mercados financieros, en 2014 el gobierno de Cristina Fernández de Kirchner firmó un acuerdo con el Club de París, integrado por 19 acreedores de la Argentina. El arreglo comprometió la cancelación en cinco años de los 9700 millones adeudados. En rigor muchas de las empresas francesas dejaron la Argentina o redujeron su peso en la economía nacional cuando, después de la Convertibilidad, no aceptaron adaptarse a tarifas que ya no se basaban en la paridad ficticia de un peso igual a un dólar o a condiciones que ya no eran las de la Era Menem.

Los conflictos abarcaron, entre otras empresas, a la firma de aguas Suez Lyonnaise des eaux y la radioeléctrica Thales Spectrum. En este último caso, el conflicto se dio por corrupción. Con Suez los chispazos fueron permanentes hasta que en 2007 el entonces presidente Néstor Kirchner rescindió el contrato en favor de la estatal AYSA.

También hay un costado militar. La ilusión mayor de París con la Argentina es repetir el modelo acordado en su momento con Brasil, y hoy mucho más atenuado, de convertir a las empresas francesas en grandes proveedoras o reequipadoras de la Fuerza Aérea.

Un pequeño problemita para que esa ilusión se haga realidad es que la Argentina tiene a su aeronáutica en estado de parálisis. Los Mirage no están en forma como para completar los cinco aparatos necesarios para integrar una flota. En estas condiciones cualquier reequipamiento sería un parche inútil. Y comprar una flota sólo podría hacerse gastando fortunas que el país no tiene. Cambiar la estructura de suministros sería, entonces, un objetivo de cumplimiento imposible por su enorme magnitud.

Otro problema sería geoestratégico. Francia está en guerra abierta con Isis. Una cosa es la solidaridad con las víctimas y el repudio a toda forma de fundamentalismo violento. Otra cosa es elevar la cooperación militar a un nivel peligroso para la Argentina: podría convertirla en el blanco que no es.

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