EL PAíS
› PANORAMA POLITICO
TEMBLADERAL
› Por J. M. Pasquini Durán
El Gobierno transita por terreno minado desde el mismo día que asumió. Quiere decir que un mal paso, un resbalón y terminó. Eso podría explicar la marcha lenta y pesada, los avances y retrocesos, las directivas contradictorias, hasta incoherentes, y los rumbos zigzagueantes. Podría ser, pero no, dado que los motivos oficiales son más complejos. Ante todo, nunca termina de asumir que su tiempo es de transición y que, al final del plazo, no tendrá más herederos que los que elijan los ciudadanos en las urnas, sin ninguna chance de “sucesión natural”. Esa condición es la grandeza y el límite de quienes aceptan actuar de puente entre dos épocas, y el reconocimiento, si llega, jamás será inmediato. Lo más probable es que deje insatisfecha a la mayoría, entre otras cosas porque le falta tiempo para dar vuelta al país, como un guante. A lo sumo, durante el tránsito deberá garantizar la convivencia entre los dos tiempos que cohabitan, el que se va y el que llega, mientras recorta los privilegios del pasado y anticipa la satisfacción de las nuevas demandas. Necesita un plan de emergencia a plazo fijo, con objetivos claros y precisos, cuantificables en todo lo que sea posible, y el mayor consenso popular, que es mucho más que acuerdos cupulares interpartidarios o cabildeos legislativos. El intento de quedar bien con todos, prometer lo que quiere escuchar cada interlocutor, aunque una promesa contradiga a la siguiente, y mantener la escala de valores que usaron sus antecesores fracasados, es la mejor manera de dar pasos en falso.
Hasta el momento, el gobierno de la transición no se hizo cargo de la sociedad harta de la desigualdad y pretendió resolver el colapso del orden económico ampliando los beneficios de los que ya había sido privilegiados. Los datos estadísticos prueban que la ganancia patrimonial para los mayores grupos empresarios por vía del efecto combinado de la devaluación y la pesificación posterior se ubica en torno del 172 por ciento. En tanto el dólar subió un 100 por ciento, los capitales más concentrados realizaron ganancias superiores al 70 por ciento en divisas (Datos elaborados por los economistas de la CTA en base a estadísticas oficiales). En contraste, hay más desempleo, cae el poder adquisitivo de los salarios, suben los precios (ya hay indicios de próximos aumentos en los servicios públicos), escasean las mercaderías y la pobreza se esparce como una mancha de petróleo sobre la mitad de la población. El 77 por ciento de la recaudación fiscal depende de los impuestos indirectos, mientras los que más tienen siguen evadiendo o se niegan a aceptar cualquier sugerencia de ceder aportes extraordinarios para salir del pozo. Así las cosas, nadie puede ver la luz al final del túnel porque el país no transita por ningún túnel sino por un callejón sin salida. Los monitores del Fondo Monetario Internacional (FMI) llegan a la conclusión inexorable y repetida: Argentina no está ni estará en condiciones de pagar las deudas viejas, muchos menos las nuevas que está requiriendo. Las dimensiones del ajuste fiscal que podría satisfacer a los prestamistas son políticamente inviable debido al rechazo social.
El gobierno de la transición carece de reflejos para responder con efectividad a sugerencias tan prudentes y bien intencionadas como las que le acerca la “Mesa del Diálogo”. Está desaprovechando la oportunidad de usar en beneficio propio la autoridad moral y la credibilidad de la Iglesia Católica, o la experiencia de Naciones Unidas, atrapado en la misma actitud que paralizaba a la administración de Fernando de la Rúa, cuya respuesta invariable era: “Sería bueno, pero no se puede”. Con semejante conducta, el presidente Duhalde agrava su debilidad, porque se aísla, pero lo que es peor debilita a las opiniones moderadas que quieren preservar la libertad y la convivencia en el movimiento popular. Piensa como su socio, Raúl Alfonsín, que las asambleas vecinales son gérmenes de anarquía que amenazan la estabilidad institucional y que los piqueteros son un factor de disgregación y de violencia. A lo mejor les complace la parcialidad de la huelga docente, porque quieren pensar que son indicadores de la fatiga del material humano, preanuncios de una paz social dictada por la fatiga estéril antes que por la satisfacción de los derechos reclamados.
En otras condiciones, este mismo criterio sobre la impotencia democrática hizo posible en 1976 la instalación de la dictadura militar. En esta oportunidad, el fracaso de la política para atender a los anhelos ciudadanos puede, por supuesto, arrastrar a las organizaciones populares que están a la cabeza de las acciones reivindicativas, pero si así ocurriera ¿qué sería de la sociedad sin ninguna representación legítima? Las brigadas más enfurecidas pasarían de la marginalidad a ocupar el espacio central, organizadas en tribus de violentos irracionales, dispuestos a tomar por la fuerza lo que no pudieron alcanzar por otras vías. Llegado a ese punto, los políticos que hoy son acosados por la repulsa popular tendrán que moverse en camiones de caudales, que son blindados. ¿Y todo para qué? Para preservar un pasado encanallado y los falsos honores de una casta minúscula que se niega a todo renunciamiento. No son las huelgas, las marchas, los piquetes o las asambleas, sino la obstinación de los que ya están condenados por la historia debido a sus fraudes y fracasos, el principal factor de fragmentación irreconciliable entre argentinos.
Esa casta de tercos, congelada en el imperfecto pretérito de sus pensamientos, será la culpable si es que la suerte colectiva va para peor. Tendrá la culpa, pero no toda la responsabilidad. Tampoco las direcciones del movimiento popular pueden darse el lujo de otro tiempo de fracaso, como quien acumula experiencias para entretener algún día a sus nietos con relatos de epopeyas truncas. Las supuestas vanguardias de la izquierda que, después de ser sorprendidas por los estallidos de diciembre y lo que vino después, han reconstruido versiones en las que aparecen como los promotores de la desobediencia popular. Lo que puede ser una interpretación en la perspectiva histórica general –por ejemplo: Lula podría ganar en Brasil porque se hizo la revolución cubana– , en el análisis de la coyuntura es pura fatuidad o ilusionismo. Lula triunfará si cautiva a la mayoría de los votantes, en tanto hoy y aquí, el movimiento popular no reconoce la conducción de la izquierda ni la izquierda es una fuerza decisiva en los asuntos públicos.
Por lo pronto, tampoco los diferentes grupos y expresiones han sido capaces de converger en una dirección coincidente, aunque más no sea por la sencilla lógica que de a muchos es más fácil. Al contrario, disputan en el interior de los movimientos vecinales, de los piqueteros o del sindicalismo combativo con las más disparatadas teorías conspirativas o en procura de posiciones de poderes mínimos. ¿Quién reemplazará a los políticos desprestigiados? ¿Quién se prepara para administrar una intendencia, elaborar leyes o realizar políticas públicas desde los poderes democráticos? ¿Cuáles serán las formaciones partidarias que reemplacen, solas o en coalición, a los que están en situación casi terminal? Hacen falta más que consignas ingeniosas o dogmas cuasi religiosos para hacerse cargo del poder vacante. Cuando los ciudadanos claman para “que se vayan todos”, ¿está segura la izquierda que sólo se refieren a los otros? ¿No habrá llegado la hora de hacer saber a los ciudadanos cómo haría la izquierda para devolver los fondos incautados por los bancos, para crear dos millones de empleos, para vivir en la democracia capitalista con justicia y bienestar. ¿Quién encenderá, por fin, la luz al final del túnel?