EL PAíS › OPINION
› Por Cecilia Sosa *
Crecí durante la dictadura y, aunque no hay víctimas en mi familia, las experiencias de violencia y pérdida me marcaron profundamente. Al igual que muchos de mi generación, amigos cercanos tienen familiares desaparecidos. Las resonancias del terror impregnaron mi entorno afectivo durante los sucesivos períodos de mi vida. Más que cualquier otra forma tradicional de activismo, el rechazo a aquel terror dictatorial constituyó tal vez mi principal militancia política.
Aun cuando me sentí tocada por las secuelas del terrorismo de Estado, siempre me pareció que aquellos relatos no me pertenecían por completo, como si fuera una suerte de outsider dentro del drama público. Sólo las víctimas directas parecían tener la autoridad, el derecho y, en última instancia, el privilegio de hablar sobre de los legados del terror. A lo largo de los años, los familiares de las víctimas –la “familia herida”– muchas veces librados a su suerte y sin más opciones para procesar su dolor habían creado jerarquías, pedigrees, diferentes formas de inclusión y exclusión; barreras furtivas que resultaban difíciles de cruzar. El período político que concluyó en diciembre pasado logró cambiar esa historia. Consiguió generar la idea de que aquella familia en duelo podía extenderse más allá de la sangre. Así también comenzó a insinuarse que la terrible experiencia de dolor y pérdida había dado lugar a frágiles e inesperados placeres colectivos.
Durante el período 2003-2015, las generaciones más jóvenes –descendientes de desaparecidos pero no sólo– propusieron formas audaces de recrear sus legados traumáticos que inauguraron procesos inéditos de reconocimiento público y empoderamiento. Apelando a imaginarios irónicos y lúdicos, esta producción ofreció formas no victimizantes de reimaginar ese pasado que, muchas veces, se enfrentaron al deber oficial de memoria. Por entonces, el duelo se había transformado en razón de Estado.
Si el imaginario de una familia herida permaneció de manera insistente dentro de la producción cultural de las nuevas generaciones, los lazos sanguíneos se vieron extrañamente desplazados, burlados e incluso subvertidos. Las postales son elocuentes y coloridas. Las pelucas del final de Los rubios, de Albertina Carri, allá por 2003, dieron vida a una nueva familia post-sanguínea en el duelo. En Los topos, la salvaje ficción autobiográfica de Félix Bruzzone, el entrañable personaje de Maira, “neodesaparecida” y transexual, emergía como el ribete oscuro y torcido de la violencia de Estado. Como su rol de amante y hermana apropiada del protagonista, Maira satirizaba las fantasías de pureza de las asociaciones de las víctimas. Algo de este impulso también se escurrió en los ensayos fotográficos de Lucila Quieto, la muestra Huachos del colectivo de H.I.J.O.S., e incluso en la genética alterada de la serie televisiva 23 Pares. En su Diario de una princesa montonera –110 % Verdad—, Mariana Eva Pérez, princesa de sangre azul, criada en Abuelas y hermana rebelde de un joven apropiado-recuperado, se atrevía a desnudar los placeres no confesos del mundo de los “hijis”. En Mi vida después, la genial máquina del tiempo teatral de Lola Arias, los descendientes vestían la ropa de sus padres para travestir su propia herencia. Así, las novelas Cómo enterrar a un padre desaparecido, de Sebastián Hacher, y Una muchacha muy bella, de Julián López, marcaban el ingreso de escritores faltos de pedigree a la dinastía de “la familia herida”. La serie podría cerrarse con Aparecida, de Marta Dillon, el encendido testimonio autobiográfico de una hija que recupera los restos de su madre, y también el regreso de un cuerpo a su comunidad.
En todos estos casos, la figura de “la familia herida” fue interrogada como víctima exclusiva de la violencia de Estado. La vocación “posmemorial” atribuida a las nuevas generaciones mostraba un placer agregado por la ficción, acaso nunca mejor señalado que en el 10 por ciento extra de “verdad” de los Diarios de la princesa montonera. Ese proceso fue el que de algún modo logró corromper la llamada “sangre azul” de la “familia herida”, permitiendo que las resonancias del trauma viajaran desde sus víctimas directas a testigos no directamente involucrados en la experiencia del duelo. Más allá de toda razón gubernamental, el exceso de audacia lograba dar cuenta de una nueva forma de estar juntos. Así, los sentimientos de propiedad del pasado traumático se extendieron entre herederos espurios. El dolor compartido había sido elaborado como forma ampliada de parentesco. La familia sanguínea había dado a luz una comunidad por elección. La experiencia de pérdida tenía nuevos herederos.
Aquella comunidad que emergió trabajosamente durante los años pasados, desbordando toda lógica partidaria, se encuentra ahora bajo amenaza. En diciembre de 2015, un gobierno liderado por un empresario, una familia edulcorada y un gabinete de CEOs puso en marcha un programa diseñado para carcomer la voluntad de ser “en común”. Las afrentas son graves y conocidas. Que en un escenario tal un funcionario menor se afane en negar públicamente la dimensión de un número no sorprende. Tampoco sorprende la reacción de familiares, artistas, intelectuales, académicos nacionales y extranjeros, y también un incontable número de desconocidos. Esa respuesta no habla de un mero apego a numerologías cabalísticas. Más bien, muestra cómo en cuatro décadas la inimaginable desmesura de un número se transformó en sinónimo de una lucha. La cifra que había sido considerada “arbitraria y caprichosa” había devenido en el nombre mismo de una comunidad.
Esa comunidad hoy, 24 de marzo, cumple años. Se trata de una comunidad abierta y en construcción, una comunidad que se extiende más allá de la sangre y que avizora una filiación para un tiempo porvenir. En esa comunidad pos-sanguínea, los actores secundarios han conquistado el centro de la escena del drama público. Somos nosotros, los outsiders, los que ahora tenemos el derecho y la responsabilidad de defenderla.
* Doctora en Drama.
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