EL PAíS › OPINIóN
› Por Ana Cacopardo *
Siempre que pienso con otros en torno a los sentidos de la memoria, me interesa volver sobre el presente. No hay aquí paradoja alguna. Podríamos decir que hay un señalamiento casi obvio: siempre la memoria se conjuga en presente. Hacemos memoria desde el presente. Como se ha dicho tantas veces, la memoria es el presente del pasado. En estas horas, donde el número redondo y potente de los 40 años del último golpe militar nos invita a reflexionar, quiero poner el énfasis en esta ligazón: la que articula pasado y presente. Son los peligros del presente los que convocan la memoria. Así lo escribió alguna vez Walter Benjamin y lo recuerda machaconamente en sus textos Pilar Calveiro cuando señala que la memoria arranca de esta realidad nuestra y se lanza al pasado “para traerlo, como iluminación fugaz, al instante actual”. Ese es el ejercicio que le devuelve a la memoria toda su potencia transformadora. Si sólo fuera un “deber”. Si sólo fuera una forma de colocar el mal en algún lugar del pasado. De alojarlo en un monumento. O de exorcizarlo en el ritual conmemorativo de cada año, la memoria de la dictadura podría convertirse en un gesto vacío. En el mejor de los casos, en una forma de corrección política. En el peor, en una mueca cínica. Si la memoria de las atrocidades de la dictadura pierde su lazo con el presente, no seremos capaces de comprender que el horror del terrorismo de Estado, no fue un cataclismo. No fue un rayo inesperado que cayó sobre un inmaculado cielo azul. Fue un camino que la sociedad argentina recorrió de a poco. Basta para constatarlo con repasar la historia reciente de nuestro país, una cultura política atravesada por el odio y el autoritarismo, que fabricó enemigos y justificó su persecución y finalmente su exterminio. Cómo escribió Zygmunt Bauman: “Cruzaremos el puente cuándo lleguemos a él”. La memoria debe ayudarnos en ese imperioso ejercicio de advertir cuáles son los peligros del presente. Dónde están hoy, donde advertimos prácticas y discursos que pueden colocarnos en el umbral de ese puente. Los juicios por crímenes de lesa humanidad y las prácticas de memoria que se han venido desplegando en la Argentina nos han permitido construir un fuerte consenso social en torno a la necesidad de verdad y justicia. Pero al mismo tiempo han renovado la pregunta más inquietante: ¿cómo fue posible? Es la pregunta que nos propone dar vuelta el espejo para asumir la imagen de una sociedad que fue capaz de engendrar el horror. Una pregunta que aún hoy tiene fuertes resonancias y continúa interpelándonos.
Los 40 años son la oportunidad renovada de comprometernos con este presente muchas veces amenazante para la vigencia de los derechos humanos y la dignidad de las personas. De hacerlo sin ingenuidad porque sabemos que no basta con gritar la consigna Nunca Más. Y sabemos que la memoria no ha logrado vacunar a la humanidad del mal y el horror porque las masacres se repiten aquí y allá en el mundo. Pero ese Nunca Más es el ideal humanitario que nos empuja a no naturalizar violencias y exclusiones. A pensar cuáles son los umbrales que no deben correrse. Y aquí hay un conjunto de batallas pequeñas, cotidianas e indispensables que cada uno de nosotros puede y debe librar desde el lugar que le toque. Que cada uno de nosotros debe antes, poder nombrar, porque lo primero es poder reconocer lo que nos pasa y ponerlo en contexto. Un contexto de capitalismo global y brutal donde enormes masas de población están condenadas a no tener futuro, tan prescindibles para el mercado que ni siquiera hace falta eliminarlas, basta con dejarlas morir. Un contexto donde la seguridad social se convierte en seguridad individual y alimenta el mercado del miedo, el encarcelamiento masivo o prácticas brutales de las fuerzas de seguridad. Donde cedemos derechos e intimidad a cambio de la promesa tan incierta como repetida de unos estados que profesan cruzadas contra la delincuencia y terminan alimentando el círculo de la violencia. Unas democracias jaqueadas por intereses supranacionales donde los medios de comunicación son poderosas corporaciones económicas, con un extraordinario poder de lobby para garantizar la reproducción de sus negocios y una capacidad formidable de darle a sus intereses la forma del sentido común mientras vienen a decirnos que todo lo demás es desechable porque es ideología.
En medio de este panorama complejo, que a veces nos parece tan cerrado, el Nunca Más, viene también a decirnos que es posible. Que ese otro mundo posible, ese que soñamos, también está entre nosotros. Aunque no salga en la televisión. Está en nuestras fraternidades. En el poder de lo pequeño (sobre esto las Madres y las Abuelas han hecho la mejor pedagogía). En el reconocimiento del otro. En las esperanzas y desasosiegos compartidos. En la alegría, claro. Porque nos empuja esa utopía: la de la felicidad colectiva. La alegría, si. Esa con la que nos encontramos en las calles este 24 de marzo.
* Periodista.
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