EL PAíS › OPINION
› Por Edgardo Mocca
Impresionante la plaza del último jueves. El número de personas, su vasta pluralidad social, cultural, generacional, el clima político y afectivo, el color, la alegría, la vastedad de las consignas –escritas en muchísimos casos con lápiz de color en un papel–, todo lo vivido constituye un acontecimiento político central de la etapa que estamos recorriendo. No surgió de la nada, fue la confluencia de una ya larga tradición que se renueva cada 24 de marzo con el original proceso de ocupación del espacio público que viene desarrollándose desde que la primera vuelta electoral mostrara que la eventualidad de un triunfo de Macri se había convertido en una amenazante realidad. Ciertamente el sujeto convocante no es el mismo: la plaza contra la dictadura no puede reducirse a un sector político, en este caso el kirchnerismo. Pero es evidente la correlación entre la plaza y las plazas de estos meses; lo es por el peso de la movilización propia, por el tono político general que atravesó a gran parte de la multitud.
Los propagandistas del establishment han pendulado entre el olímpico silencio sobre el movimiento de las plazas y la mención desdeñosa que le resta todo significado en el cuadro de la política que comienza a insinuarse. Para los objetivos analistas de la cadena oficial, la movilización de estos meses no cuenta como un factor político de mediana relevancia. El esquema analítico que predomina es el que mira la realidad desde la perspectiva de los obstáculos que tiene el proyecto neoliberal y las vías que ensaya el macrismo para saltarlos. Es una manera de hablar de la relación de fuerzas en la Argentina de hoy. Y está clarísimo –aun en ese fuertemente interesado relato– que la relación que cuenta principalmente es el antagonismo entre quienes se disponen a apoyar ese proyecto y quienes se disponen a enfrentarlo. Esas relaciones, según se ha ido comprobando, no separan estrictamente un partido o fuerza política de la otra; en el interior del Partido Justicialista, entre sus diputados, senadores, gobernadores e intendentes hay diferentes posiciones, más exactamente dos: una se presenta bajo el rótulo de la colaboración republicana con la “gobernabilidad”, la otra se sitúa desde la óptica de la defensa de los derechos y el rechazo a un proyecto que los avasalla. Entre los que claman por la gobernabilidad hay algunos que sienten el peso de la extorsión oficialista (“obras a cambio de apoyo”), otros que no se sienten nada a disgusto con el nuevo menú y finalmente están quienes combinan una y otra perspectiva. Esa no es una realidad pasajera, aunque así lo deseen los analistas del caso que creen estar asistiendo a la decadencia final de uno de los polos de la relación de fuerzas. La concentración del ataque contra Cristina Kirchner y los dirigentes que reconocen su conducción no se explica por otra razón que no sea la necesidad de golpear el bloque más importante que expresa a quienes se ubican en el antagonismo con el proyecto político gubernamental. El kirchnerismo no es la única fuerza que los enfrenta, pero es la más significativa por su peso político y porque se apoya en los doce años de historia reciente, cuya interpretación es materia central de la discusión política actual.
No hay dudas de que las plazas de estos meses son una manifestación de esa tensión principal que tiene la política argentina. Y tampoco de que la plaza del 24 lo es en una escala cualitativamente superior. Lo que está en discusión no es cuál es el sujeto principal de la contestación al neoliberalismo en la Argentina sino el presente y el futuro de ese sujeto. Lo que cada vez más está en discusión son sus límites políticos, la amplitud de sus alianzas, las formas organizativas y comunicativas de articulación de la fuerza que lo exprese. El primer gran interrogante es la relación de este bloque con el Partido Justicialista. No es sencillo de zanjar porque se trata de la estructura sin la cual no hubiera sido posible la experiencia de estos doce años, por lo menos de la manera que se dio; sin el apoyo territorial y parlamentario que el PJ le suministró al gobierno hubiera sido muy difícil desarrollar un proyecto de alta sensibilidad conflictiva como el de los tres últimos gobiernos, con las grandes fuerzas del poder permanente de la Argentina en su contra. Justamente, una de las más importantes especificidades del proceso político vivido en nuestro país, comparado con otras experiencias análogas de la región, es que su fuerza impulsora surgió desde adentro del sistema de partidos más o menos estabilizado; no fue así en Bolivia, ni en Venezuela, ni en Ecuador, donde surgieron fuerzas nuevas o crecieron velozmente organizaciones preexistentes que no habían alcanzado peso decisorio en períodos anteriores. Ese dato genético es central en el balance crítico de la experiencia, marcó el tejido de las alianzas, la composición interna del gobierno y señaló también los límites políticos de su profundidad y de su fuerza organizativa. Fuera del gobierno, las relaciones entre quienes participan en el bloque que se opone al neoliberalismo se rearticulan: no hay unidad político-programática posible dentro del actual contorno, lo más que pueden lograr quienes quieran la unidad es un consejo superior plural, amplio... y absolutamente inservible. Tal vez esa no sea la peor solución, si es que se acepta la existencia de un problema. Pero lo que quedaría claro es que la estructura justicialista no sería un actor independiente de fuerza considerable, se trataría de una unidad a la espera de definiciones. Quienes colocan la cuestión de la unidad justicialista en el primer renglón de sus prioridades pueden sostener que esa salida significa, como diría Perón, “desensillar hasta que aclare”, es decir facilitar una recomposición del PJ en tiempos menos críticos. Todo está por verse.
Aquí no se pretende tomar posición por una de las perspectivas, lo que, en última instancia, es materia exclusiva del partido y de sus miembros. De lo que aquí se trata es de un análisis de la correlación de fuerzas realmente existente entre nosotros, que es la relación entre neoliberalismo y proyecto nacional-popular-democrático. Los acontecimientos de estos meses empiezan a recomponer de hecho la estructura de la lucha política en nuestro país. El gobierno es calurosamente acompañado en sus principales medidas por un vasto frente político que desborda a la coalición Cambiemos, incluye a una parte de la fuerza que curiosamente sigue autodefiniéndose como “centroizquierda”, y a la que representa Stolbizer, al massismo aún con contradicciones internas que empiezan a salir a la luz y llega al interior del justicialismo actual con el desprendimiento del bloque de diputados y la división de hecho de los senadores. Todo esto indica que hay un problema principal a resolver: cuál es el modo político de la acción del bloque decididamente enfrentado al neoliberalismo. Ni siquiera se trata de si permanecer o no en el PJ. Se trata del establecimiento de una fuerza política frentista con sus liderazgos, sus vínculos internos y la articulación de sus recursos. Solamente desde esa articulación política pueden establecerse alianzas –dentro y fuera del PJ– y darse una política de desarrollo y consolidación de las propias fuerzas. Se trata de la vieja cuestión política argentina del “movimientismo” que está en las raíces del yrigoyenismo y del peronismo, es decir de una conjunción superior al partido político, el movimiento nacional, estructurado básicamente alrededor de un programa (la “doctrina”) y un liderazgo central. Para el institucionalismo académico, el formato movimientista (populismo organizado) es la causa del supuesto retraso político del país. Retraso, claro está, respecto del mundo europeo y norteamericano asumido como el proveedor del canon de la buena democracia. Sin embargo, resulta que el movimiento –y no los partidos– fue actor central de los momentos de transformación, desde el radicalismo de Yrigoyen hasta el tercer movimiento histórico de Alfonsín, desde el peronismo inaugural hasta Néstor y Cristina Kirchner. Y el canon liberal-democrático institucionalista supuestamente centrado en los partidos políticos (colonizados, en realidad por las grandes corporaciones) terminó una de sus últimas experiencias en un caos político sin precedentes como el de fines de 2001. Todo esto, sin necesidad de entrar en la visible crisis del parlamentarismo liberal que recorre Europa, con el ascenso a derecha e izquierda de expresiones de oposición radical con creciente apoyo popular.
Al movimiento nacional-popular argentino lo acechan algunas amenazas. Una es la confusión entre convicción política y sectarismo radicalizado que tiende a reducir la política a una cuestión moral de lealtad; desde aquí se tienden a confundir los deseos con la realidad y se pierde contacto con esa realidad. El otro peligro es el del abrazo de una comprensión cínica de la política que siempre encuentra argumentos para esconder la resignación y el cálculo de la propia carrera detrás del prestigioso nombre de pragmatismo. Para poder enfrentar realmente al sectarismo lo esencial es organizar la fuerza propia. Una fuerza que ya existe, que ya elaboró muchas de sus consignas, que se despliega en parques, plazas, locales partidarios y de organizaciones sociales a lo largo y a lo ancho del país. Una fuerza que tiene un envidiable caudal de recursos institucionales en provincias, intendencias y bloques legislativos a todo nivel. Y que necesita de las decisiones de sus referencias principales para dar un salto en la calidad de su organización.
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